Cuando lanzamos una moneda al aire, sabemos que hay un 50 % de probabilidades de que salga cara y otro 50 % de que salga cruz. Esa es la misma sensación que tenemos ante la amenaza de sufrir algunas enfermedades, incluidas las demencias como el alzhéimer. No sabemos si nos tocará a nosotros o no, y estimamos que hay tantas probabilidades de que suceda una cosa como la otra.

Para bien o para mal, ese cálculo en realidad no resulta tan sencillo en lo que respecta al alzhéimer. Los científicos aún no entienden completamente qué desencadena la dolencia ni por qué se desarrolla. Es probable que, al igual que ocurre con otros trastornos asociados a trastornos del metabolismo, las causas sean muchas.

En nuestra mano está prevenirlo

Los factores que influyen en su desarrollo incluyen cambios en el cerebro relacionados con la edad y condicionantes genéticos, ambientales y de estilo de vida. La importancia de cualquiera de estos condicionantes para aumentar o disminuir el riesgo puede diferir de una persona a otra, pero cuantos más acumulemos, mayores serán las probabilidades de sufrirlo.

Los factores de riesgo asociados al alzhéimer se dividen dos grandes grupos: los no modificables –entre ellos, los genéticos y el envejecimiento– y los modificables. Dado que (por el momento) no podemos hacer nada para cambiar nuestra edad y nuestra genética, los segundos son los más importantes para la prevención de la enfermedad. Y entre ellos, la dieta.

Una concatenación de desdichas

En principio, la influencia de lo que comemos se fundamenta en su efecto sobre la obesidad, la diabetes y los trastornos cardiovasculares, que son a su vez factores de riesgo para el alzhéimer. Es decir, una nutrición deficiente aumenta las probabilidades de sufrir esas enfermedades, y tenerlas –o sus factores de riesgo asociados– incrementan al mismo tiempo las papeletas de nos toque una demencia. Por ese motivo, desde hace muchos años se ha sugerido que la dieta estaba íntimamente relacionada con el riesgo de sufrir alzhéimer.

Alzhéimer - Foto de referencia | Foto: Getty Images

Así, diversos estudios observacionales han mostrado que el consumo de grasas saturadas, grasas trans y azúcar está fuertemente asociado con la probabilidad de desarrollar el extendido mal. Por el contrario, los alimentos que protegen de los factores intermedios también nos alejan de esta demencia.

Menú antioxidante y antiinflamatorio

Entre ellos, encontramos las verduras y frutas, los frutos secos y el pescado, principalmente por la presencia de sustancias antioxidantes y antiinflamatorias, como las vitaminas C y E, los polifenoles y los ácidos grasos omega-3. Asimismo, el consumo de aceite de oliva virgen se ha asociado con mejoras en la memoria visual y la fluidez verbal en pacientes con demencias. De esta forma, podemos trucar la moneda para que caiga más veces por la cara de la protección que por cruz del riesgo.

Grasas saturadas, azúcar o sal suelen ser también constituyentes habituales de los alimentos ultraprocesados, por lo que serían candidatos a contribuir a la aparición de esta enfermedad. Es más, empieza a haber abundante evidencia científica que muestra que el consumo de ese tipo de productos contribuiría al desarrollo de las enfermedades que son factores de riesgo para el alzhéimer.

Primeras evidencias empíricas

Sin embargo, hasta el pasado mes de julio no existían estudios que evaluaran directamente la relación entre este tipo de alimentos y la aparición de la enfermedad. Ahora tenemos ya dos trabajos observacionales, que emplearon la clasificación NOVA de ultraprocesados, la más reconocida a nivel mundial por la comunidad científica.

Persona alimentándose - Imagen de referencia | Foto: Getty Images

El primero de ellos, con datos de 3 632 personas estadounidenses mayores de 60 años, encontró que el 53 % de la ingesta total de energía de su dieta procedía de ultraprocesados. Además, los investigadores observaron que su consumo se asociaba con una peor fluidez verbal, aunque no con otras pruebas cognitivas.

El segundo incluyó a 72 083 participantes, de 55 años o más, que no padecían demencia al inicio del estudio. Los investigadores emplearon los datos procedentes del estudio UK Biobank del Reino Unido. El resultado principal muestra que un incremento del 10 % en el consumo de ultraprocesados aumenta el riesgo de todos los tipos de demencia en un 25 %, y el de alzhéimer, en un 14 %.

A la espera de nuevos (y mejores) estudios

Este descubrimiento resulta llamativo y está respaldado por una muestra muy extensa. Pese a ello, el estudio tiene algunas debilidades que merecen nuestra atención. Por ejemplo, para evaluar el consumo de ultraprocesados solo se empleó un cuestionario de recuerdo de 24 horas, que fue administrado en 4 ocasiones durante 2 años. Estos cuestionarios recogen los alimentos que cada individuo ha comido el día anterior. Medir la ingesta dietética es difícil y no existe un único instrumento que sea óptimo para todos los ámbitos. Por eso, se suele aconsejar la combinación de varios.

En particular, el citado recordatorio de 24 horas, debido a su dependencia de la memoria reciente del sujeto de estudio, no está recomendado para ancianos o sujetos menores de 12 años. Así pues, llama poderosamente la atención que se haya empleado como único instrumento en una investigación sobre demencias, teniendo en cuenta que uno de los síntomas clave es, precisamente, la dificultad para recordar eventos recientes.

En cualquier caso, y a pesar de sus debilidades, estos dos primeros estudios sobre ultraprocesados y alzhéimer apuntan en la misma dirección: el consumo de esos alimentos estaría relacionado con el empeoramiento de las funciones cognitivas y el desarrollo de la enfermedad.

Habrá que esperar a tener evidencias más sólidas, pero, de confirmarse los resultados, tendríamos en nuestra mano una forma más de hacerle trampas a la moneda para que caiga del lado de la protección. Una forma tan simple, pero al mismo tiempo tan complicada, como es reducir la presencia de alimentos ultraprocesados en nuestra dieta.

Por: Javier Sánchez Perona

Científico Titular del CSIC y Profesor Asociado de la Universidad Pablo de Olavide, Instituto de la Grasa (IG - CSIC)

Artículo publicado originalmente en The Conversation