A veces olvidamos que el cambio climático es real y ha llegado para quedarse, y lo hacemos mirando hacia otro lado o evitando transmitir un mensaje claro sobre lo que deberíamos hacer al respecto. Esto es particularmente común cuando se trata del impacto de la alimentación y la necesidad de reducir el consumo promedio de productos con elevada huella de carbono, como la carne y los lácteos, en países de rentas elevadas.
Sin duda, reducir nuestras raciones diarias de productos animales es una tarea difícil. No obstante, en el actual contexto de cambio climático, es necesario redoblar los esfuerzos hacia la sostenibilidad de nuestros actos diarios, entre ellos la forma en que nos alimentamos.
La elevada demanda de carne y lácteos, junto con el desperdicio alimentario, es una importante causa de emisión de gases de efecto invernadero en el sector agroalimentario. En consecuencia, no comunicar claramente los beneficios de la reducción del consumo de estos alimentos supondría perder una gran oportunidad para la mitigación del cambio climático.
Sin embargo, a tenor de la aparente resistencia expresada por algunos científicos, resulta evidente que transmitir un mensaje claro y simple acerca de los efectos de la ganadería sobre el cambio climático y los beneficios de reducir el consumo de sus productos no es una tarea fácil.
Además, esta resistencia a admitir cuestiones que cuentan con un muy notable consenso científico bien podría conducirnos a una nueva ola de negacionismo climático como consecuencia de la confusión que estos mensajes suscitan: tras “el cambio climático no existe” y “el ser humano no es el causante del cambio climático” podríamos estar asistiendo al nacimiento de “las medidas sugeridas para hacer frente al cambio climático no funcionan”.
Realidades no excluyentes
La eficacia de la modificación de los hábitos de consumo alimentario como estrategia de mitigación del cambio climático suele ser desacreditada por varias vías.
Al aludir a la intensidad de las emisiones de gases de efecto invernadero de los sistemas ganaderos y de los beneficios de reemplazar las dietas ricas en estos productos por otras con más contenido vegetal, es frecuente escuchar que existen sociedades donde el consumo de carne y lácteos es escaso, por lo que esta medida sería altamente injusta para esas sociedades.
En otros casos, la reacción consiste en derivar la atención hacia otros sectores cuyas emisiones de gases de efecto invernadero son más elevadas que las del ganado, como el transporte o determinadas actividades industriales.
Desgraciadamente, uno de los resultados más importantes de esas reacciones es desviar la atención del debate, en tanto que ninguno de los argumentos anteriores ayuda a responder la pregunta original: ¿es necesario reducir el consumo promedio de carne y lácteos, allá donde el consumo es elevado, para mitigar el cambio climático?
No existen recetas únicas para resolver los principales problemas ambientales en ningún sector. Hay personas que apenas comen carne y lácteos y, por tanto, no pueden reducir el consumo de estos productos, e incluso podrían aumentarlo. Y, por supuesto, existen otros sectores con altas emisiones de gases de efecto invernadero y sobre los que hay que actuar.
Las estrategias de mitigación del cambio climático deben abordarse localmente, siendo sensibles a las especificidades de los sistemas de producción y consumo, y aplicarse de manera integrada e integradora, maximizando así su potencial y minimizando posibles efectos negativos.
Dicho esto, y una vez realizados los análisis pertinentes desde el rigor y la objetividad científicos, es necesaria la transmisión de mensajes claros e inequívocos sobre las oportunidades de mitigación en cada sector. Y, cuando existe un amplio consenso sobre las causas de un problema y las medidas que pueden contribuir a abordarlo, la ciudadanía espera y se merece claridad en la información que recibe por parte de la comunidad científica y los líderes políticos.
¿Por qué es tan complicado reconocer la necesidad o, incluso, los beneficios de reducir el consumo promedio de carne y lácteos en sociedades como la nuestra?
Hay varios aspectos atribuidos a la producción ganadera y el consumo de sus productos que marcan el debate. Aquí nos centraremos en cinco de ellos, reflejados en las siguientes afirmaciones: “El consumo de carne y lácteos es parte de nuestra cultura”, “la carne y los productos lácteos son sabrosos”, “la ganadería también es parte de nuestra cultura”, “los medios de vida de algunas personas y la conservación de nuestras áreas rurales dependen de la ganadería” y “la carne y los productos lácteos son elementos esenciales para una dieta saludable”.
Exploremos estas cinco creencias.
- Comer carne y lácteos es parte de nuestra cultura.
Esto es cierto, y la preservación de la cultura es, en principio, algo deseable. Siempre y cuando esta cultura no confronte con instituciones más valiosas como, por ejemplo, el Estado de derecho o el mantenimiento de la seguridad.
Sin embargo, los niveles actuales de consumo de carne y lácteos en los países europeos están lejos de muchas tradiciones culinarias. Esto es especialmente notable en el sur de Europa, donde la dieta mediterránea es reconocida como parte del patrimonio cultural.
Además, en estos países, una parte importante del consumo de carne y lácteos solía provenir de la cría de cabras y ovejas, en contraste con los hábitos de consumo actuales basados en productos mayoritariamente procedentes del cerdo, el pollo y el vacuno.
En países como España, el consumo de carne per cápita se ha multiplicado por cuatro entre 1960 y 2010, o por cinco desde principios de siglo pasado según las estadísticas de la FAO.
Al mismo tiempo, si comparamos los datos recientes de la FAO con los de estudios de la dieta española de principios del siglo XX, observamos que el consumo de productos ovinos y caprinos per cápita se ha reducido en un 15 % en el último siglo, mientras que el de cereales y legumbres se ha reducido en un 50 % y un 66 %, respectivamente. Se pueden observar cambios similares en otros países mediterráneos.
Por tanto, en las últimas décadas hemos abandonado dietas tradicionales y muy saludables debido a la influencia externa a través de la publicidad, entre otros factores. Si hablamos de alimentación, lo que es propio de nuestra cultura mediterránea es una dieta con alto contenido en legumbres, cereales, hortalizas y aceite de oliva, ingesta moderada o baja de pescado y lácteos, y baja en carne.
- La carne y los productos lácteos son sabrosos.
Sí, lo son, pero también lo son las patatas fritas y no las comemos todos los días. Además, no son los únicos alimentos sabrosos, sin mencionar que el placer asociado con comer diferentes tipos de alimentos no es un atributo propio de los alimentos, sino un gusto adquirido y modulable.
El gusto por la carne y los productos lácteos se ha incrementado en las culturas gastronómicas del sur de Europa durante las últimas décadas, convirtiéndose en los reyes y reinas de los deseos culinarios. En algunos casos, como España, esto sucedió rápidamente como resultado de años de privación.
Los productos alimentarios eran un lujo en tiempos de pobreza y durante las primeras etapas de la dictadura franquista, por lo que cuando España se abrió a los mercados mundiales y el capitalismo en los 60, toda la población quería tener lo que hasta entonces era prohibitivo: pantalones vaqueros, refrescos de cola y carne.
El consumo de carne era un símbolo de estatus, riqueza y poder, y esto la convertía en una opción de comida muy apreciada: una situación que ha perdurado hasta hoy. Por tanto, aunque hemos colocado la carne y los lácteos como los alimentos básicos de cada banquete o menú del día, no ha sido por ser más sabrosos que el resto de productos alimentarios.
- La ganadería también forma parte de nuestra cultura.
Los sistemas ganaderos dan lugar a hermosos paisajes en España y otros países europeos, contribuyen a la conservación de la biodiversidad y representan una larga tradición de ganaderías en extensivo y trashumantes.
Sería estupendo si nuestros hábitos de consumo alimentario apoyasen estas actividades, en muchos casos agonizantes. Desafortunadamente, la mayor parte de la ingesta de carne y lácteos no proviene de los idílicos campos de vacas y cabras que pastan en libertad. Por el contrario, la gran mayoría de la carne y lácteos que consumimos proviene de granjas intensivas y, cada vez con mayor frecuencia, megagranjas, donde los animales están confinados en espacios tan reducidos que solo las razas creadas ad hoc pueden sobrevivir.
El tipo de ganadería también se ha modificado radicalmente en las últimas décadas: mientras los sectores porcino, vacuno y aviar han multiplicado su producción, las tradicionales ganaderías de ovino y caprino han disminuido significativamente, en consonancia con la población rural.
La ganadería tradicional ha sabido acumular y conservar un vasto conocimiento sobre prácticas productivas adaptadas a las condiciones ambientales de su entorno y resilientes frente a las adversidades climáticas.
Sin embargo, la elevada demanda actual de productos de origen animal fomenta un tipo de ganadería que olvida siglos de conocimiento acumulado y conduce a la destrucción de la ganadería extensiva, valioso atributo de nuestro acervo cultural, así como a la pérdida de paisajes y hábitats naturales de gran valor.
- Algunas personas dependen de la ganadería.
Aunque esto es un hecho, quienes obtienen la mayor parte de las ganancias de la ganadería no son las personas que vemos cuidando de estos animales cuando puntualmente abandonamos la ciudad para ir al campo. La tendencia hacia la intensificación está acompañada por el aumento en el tamaño de las explotaciones ganaderas y la disminución del número de granjas, como ocurre en países como Reino Unido o Francia.
La forma en la que este tipo de explotaciones se relaciona con el entorno es muy diferente a la de la ganadería tradicional, y mientras que esta última contribuye al desarrollo rural, algunos estudios realizados en países como Estados Unidos muestran cómo la producción animal industrial no solo no fija la población, sino que también destruye el empleo.
Por otro lado, los elevados niveles actuales de consumo de productos de origen animal solo son asequibles para la mayoría de la sociedad si el ganado se cría de forma intensiva, reduciendo al máximo los costos de la producción. En consecuencia, la mayoría de las veces, los ciudadanos europeos consumimos carne y productos lácteos cuya producción está controlada por grandes compañías de producción intensiva, que utilizan piensos cuya materia prima ha recorrido miles de kilómetros antes de engordar los silos, reduciendo de forma ostensible los beneficios para los ganaderos tradicionales y el medio rural.
- La carne y los productos lácteos son esenciales en nuestras dietas.
Por un lado, cuando se habla de reducir el consumo de productos de origen animal para contribuir a la mitigación del cambio climático, no se está hablando de su completo abandono, aunque sí de reducciones significativas frente al consumo promedio actual en países como España.
Por otro lado, no es estrictamente necesario consumir alimentos de origen animal para llevar una dieta saludable. Es necesario tener un suficiente aporte calórico y de proteínas, calcio, hierro, y otros nutrientes, vitaminas y minerales que componen una dieta saludable, pero estos se pueden adquirir siguiendo una dieta basada en el consumo de vegetales.
El único nutriente que no se puede obtener de forma natural con una alimentación a base de plantas es la vitamina B-12, que se ha de adquirir mediante suplementos. Una dieta vegetariana o vegana puede ser muy saludable, y también muy beneficiosa para el clima. Y, al igual que ocurre en dietas omnívoras, que lo sea o no dependerá del tipo de alimentos consumidos y su frecuencia.
Por el contrario, el reciente cambio de dieta en países mediterráneos como España hacia dietas con alto contenido en proteína animal, alimentos procesados, dulces y grasas saturadas, como las que predominan en la actualidad en España y otros países mediterráneos, sí es perjudicial para la salud y contribuye a la aparición de enfermedades no transmisibles asociadas a la alimentación.
Por tanto, la carne y los lácteos no son esenciales para seguir una dieta saludable, y, aunque pueden contribuir a completar nuestras demandas nutricionales, solo representan un consumo saludable si se incluyen en dosis mucho menores a las que se dan en la actualidad en países de rentas altas.
Es difícil comunicar y asumir la necesidad de adoptar en nuestros modos de vida los importantes cambios que se precisan para evitar las peores consecuencias del cambio climático. Pero abramos los ojos: tenemos una década para invertir la tendencia de las emisiones globales de gases de efecto invernadero, y hay mucho trabajo por hacer.
El momento actual debe ser el de emprender acciones y lanzar mensajes claros y proactivos, y no el de iniciar un nuevo debate sobre si el consumo promedio de productos de origen animal –en países de renta alta– debería o no reducirse. Sabemos que esta estrategia es real y eficaz –entre las muchas que se han de acometer– para la mitigación del cambio climático y la reducción de otros problemas ambientales y de salud.
Reducir el consumo de carne y lácteos –y elegir productos de origen animal provenientes de ganaderías en extensivo y de cercanía– en aquellas sociedades con un consumo elevado es posible, positivo para el planeta, bueno para nuestra salud, accesible para todas aquellas personas que desean reducir su impacto medioambiental, y podría beneficiar a los sistemas ganaderos tradicionales y de pequeño-mediano tamaño.
Entonces, ¿por qué no debería ser parte de las estrategias de mitigación del cambio climático? Y ¿por qué no comunicarlo claramente? En la batalla contra el cambio climático, cada acción cuenta.
Por:
Ivanka Puigdueta Bartolomé
Doctoranda en cambio climático y sistema alimentario, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
Alberto Sanz Cobeña
Profesor e investigador en el Centro de Estudios e Investigación para la Gestión de Riesgos Agrarios y Ambientales, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
Eduardo Aguilera
Investigador posdoctoral de la ETSI Agronómica, Alimentaria y de Biosistemas, Universidad Politécnica de Madrid (UPM)
Lucía López Marco
Técnico de proyectos de investigación, Instituto Agronómico Mediterráneo de Zaragoza
Artículo publicado originalmente en The Conversation el 21 de febrero de 2019