Mireya Epinayú vive con su familia en la ranchería Waitta, ubicada en el corregimiento Jonjoncito, un asentamiento de indígenas wayús que se levanta en medio del desierto, en la zona de frontera de los municipios de Uribia y Maicao, en la Alta Guajira.
Al otro lado de la línea, le cuesta hablar. No solo porque su español es escaso y tímido, sino porque aún, a sus 21 años, no logra hallar las palabras precisas para referirse a su fallecido hijo, de solo 15 meses de nacido, y que estas no la laceren hasta el alma. La pérdida del pequeño ocurrió a finales de diciembre pasado.
Todo comenzó con un dolor fuerte en el estómago y cólicos imparables. A ellos se sumaron, en pocos días, complicaciones en el hígado. El niño estaba desnutrido, le habían advertido en su comunidad. Y eso resultaba grave por dos razones: ella no tiene cómo alimentar con tres comidas al día a sus cuatro hijos y el puesto de salud más cercano le queda a hora y media de distancia.
Mireya, entonces, presentía lo peor. A esas alturas, ya había escuchado a los arijunas (personas blancas) de las noticias hablar de numerosas muertes infantiles debido a la “falta de comida” a lo largo y ancho de La Guajira. Su corazón de madre no estaba equivocado. Y esta mujer cabeza de hogar tuvo que rendirse a la intransigencia de la muerte.
El niño de Mireya parece una cifra fría, sin rostro. Fue uno de los 377 menores de 5 años que durante 2022 fallecieron por causas relacionadas con la desnutrición. Para junio de este año, la cifra ascendía ya a 39, de acuerdo con el Instituto Nacional de Salud (INS).
La cuenta de los 377 pequeños fue hecha por el Dane y presentada hace unos días por la Red de Bancos de Alimentos de Colombia (Abaco), que agrupa a los 24 que existen en el país. Contado de otra manera, esto quiere decir, según la entidad, 10,01 defunciones por cada 100.000 niños en la primera infancia. Cerca de 7,25 niños por semana por causas asociadas a la desnutrición. En comparación con 2021, estas muertes presentaron un incremento de 71 casos.
Desafortunadamente, Colombia, a pesar de su inmensa riqueza, es un país donde centenares de niños pueden morir de hambre. Y el Dane ya tiene mapeado el asunto: las regiones más golpeadas son La Guajira, Chocó y Vichada.
Esos números de 2022 son más que preocupantes, pues se trata de los más altos de los últimos cuatro años. Es como una enfermedad crónica que se ha contagiado de Gobierno en Gobierno, sin que exista hasta ahora una hoja de ruta clara para contenerla. La cura aún está lejos de lograrse: según Abaco, en lo corrido de este año ha habido 18.944 niños con desnutrición aguda.
En el caso del Gobierno de Gustavo Petro, combatir la desnutrición no solo ha sido una de sus banderas a través de la política de potencia mundial de la vida, sino una de las razones por las que, según el mandatario, urge sacar adelante en el Congreso su controversial reforma al sistema de salud.
Pero, el propio Petro ha tenido que salir a reconocer el desastre. En diciembre de 2022, desde la comunidad de Media Luna, en el municipio de Uribia, el presidente se vio obligado a admitir el fracaso. Hasta ese momento, unos 20 menores wayús habían muerto por desnutrición. “Estamos fallando”, sostuvo el mandatario. “El hecho de que 20 niños wayús hayan muerto por desnutrición en este Gobierno se llama un fracaso y hay que asumirlo como tal. Este Gobierno no es para ver morir niños. Y, si están muriendo, ¿de qué potencia de la vida estamos hablando?”, aseguró.
El mandatario cuestionó en su momento el trabajo del ICBF y a las EPS. “Vamos camino al abismo si se repite lo mismo que han hecho en estos últimos años. El ICBF ha visto ver morir miles de niños aquí”, indicó.“Con hambre ningún niño aprende”.
La profe Lida Rodríguez lleva años observando esta tragedia humanitaria, que ocurre frente a los ojos del país. Ella es maestra en el Centro Etnoeducativo n.º 12, que se levanta entre paredes de tierra y ladrillo en la ranchería El Estero, en las afueras de Riohacha.
Cuenta con dolor que en su departamento hablar de muerte de niños por desnutrición es tan normal como hablar de otros problemas sociales, como la sequía, la pobreza y la falta de agua. “El reto de dar clases aquí no es solo que los niños aprendan a leer, sumar o restar. Es que no lleguen a la escuela con hambre, porque con hambre ningún niño aprende”.
En diciembre, relata la profe, a varias zonas de La Guajira comenzó a llegar Bienestarina líquida para contener la tragedia. “Pero aquí el temor es que eso se quede en una más de esas medidas que han tomado otros Gobiernos”. Y tiene sobradas razones para dudar.
El pasado jueves, la Defensoría del Pueblo lanzó una alerta debido a la crítica situación de seguridad alimentaria que afronta La Guajira, que ha cobrado la vida de 55 menores de 5 años entre enero y septiembre de 2023. De acuerdo con cifras del INS, los decesos ocurrieron por desnutrición y causas asociadas. Dos datos en especial llaman la atención: el 93 por ciento de los casos correspondían a población indígena; y se constató que, entre enero y septiembre de este año, fueron notificados 1.993 casos de desnutrición aguda moderada y severa en menores de 5 años en La Guajira.
Eso significa un aumento del 47 por ciento en comparación con el mismo periodo de 2022, cuando se reportaron 1.360.
Carlos Camargo, defensor del Pueblo, culpa de la situación a “la ausencia de políticas públicas integrales y de una respuesta sólida estatal”.Esto sucede en un país donde, según el Dane, tres de cada diez familias no tienen acceso a todas las raciones de alimento, lo que equivale a 2,4 millones de hogares.
Y se pone peor: tres de cada diez hogares solo comen una o dos veces al día. De 8,5 millones de familias, las condiciones económicas de cerca de 2,64 millones no les permiten garantizar las tres raciones diarias. Los números se han sostenido así, en promedio, en los últimos tres años.
El Mapa del Hambre, del Programa Mundial de Alimentos (WFP, por sus siglas en inglés) de la ONU, corrobora estas cifras: más de 17 millones de colombianos no pueden consumir alimentos ricos en nutrientes, como los vegetales o las frutas, todos los días y rara vez o nunca ingieren alimentos ricos en proteínas, como los lácteos o las carnes.
Mireya, en cambio, no sabe de números. Tampoco le interesan. Dice que a su hijo se lo robó la pobreza, esa que en su familia ha pasado, como una herencia, de generación en generación. Ignora, quizás a propósito, que vive en esa misma Colombia donde niños como el suyo mueren de física hambre y se escribe a diario una enorme paradoja: mientras se desperdician 9,7 millones de toneladas de alimentos cada año, casi un tercio de los hogares vive –mejor, sobrevive– en la inseguridad alimentaria grave o moderada.