Esta historia de madrugada comienza varias horas antes de la medianoche. Aún en el mundo inusual de la fabricación y distribución de periódicos, esta no es una noche normal. Es sábado, llueve y un frío mojado se cuela entre los huesos y los músculos —no es eso lo extraordinario en este gélido 2010 de aguaceros en serie y ventarrones polares—, mientras la tensión sube en la planta de impresión del diario El Tiempo, en la calle 26 de Bogotá. Dos enormes rotativas Goss de color naranja intenso, montadas en paralelo en la gigantesca nave del área de imprenta del periódico, devoran kilómetros de papel y litros de tinta como hambrientos monstruos prehistóricos que rugen con sus rodillos a plena velocidad y sacuden el piso con una onda ensordecedora de 85 decibelios, 20% por encima del límite aceptable para el oído humano. Lo de prehistóricos es casi cierto. En la era de los computadores que procesan textos, corrigen la ortografía y hasta hacen recomendaciones de sintaxis a su usuario; que editan y diseñan páginas, y casan a la perfección textos, fotos, infografías y anuncios comerciales, y que convierten esas páginas en detallada información digital que se transforma en planchas de zinc, toda la cibernética termina ahí. Las planchas de zinc —que contienen cada una una página— hay que montarlas sobre los cilindros de caucho de la rotativa, donde la tinta las mancha para que a su vez ellas manchen el papel. En la era de los periódicos legibles en iPad, Kindle y BlackBerry, el proceso mismo de imprimir los diarios en papel no ha cambiado de manera sustancial desde tiempos de Johannes Gutenberg, el herrero alemán del siglo XV que, con sus barbas que le llegaban al estómago y que no sé cómo nunca se le fueron bajo la prensa, hizo posible que las alegrías y tristezas, las ideas más brillantes y las más soberanas majaderías, las grandes verdades y las grandes mentiras estuvieran cada día al alcance de más humanos. Para bien o para mal, hay que decirlo, que ese no era asunto suyo. Y tampoco ha cambiado mucho la manera de llevar ese papel hecho páginas y cuerpos de páginas con tinta hasta donde los ansiosos lectores los esperan para, en muchas ocasiones y porque así anda este mundo, envenenar los huevos revueltos, las tostadas y el café con las bajezas de la humanidad. A un costado de los tiranosaurios-rotativa, una cadena de enormes clips pincha uno por uno cada cuerpo, y los conduce a otra gran bodega donde se acumulan y se juntan con otros cuerpos del diario para formar pesados bloques, que cinchas amarillas de plástico irrompible convierten en inseparables, de modo que puedan ser llevados, a hombro de operario, hasta los camiones repartidores que esperan en el parqueadero de la planta. Pero decía que no era una noche normal. Primero es sábado —ya casi domingo— y, a diferencia del resto de noches de la semana, los sábados-casi-domingos las diferentes ediciones de El Tiempo están listas más temprano. Y esta vez aún más: Roberto Pombo, director del diario, quien hace 30 años lo mismo escribía reportajes en Olivetti portátiles a las que siempre se les trababan las teclas, que vendía ejemplares en la calle para ayudar a la causa de la inolvidable y contestataria revista Alternativa, ha ordenado adelantar la cronología del cierre para alcanzar a atrapar cualquier errata antes de que se vaya en camión, moto y bicicleta hasta la mesa de desayuno de los lectores. Como decía un viejo cascarrabias que conocí hace décadas: "En la primera página del periódico, lo único peor que una mala noticia es un error de ortografía". Pombo, que también lo sabe, se toma los cuidados más extremos de Pombo. Y no es para menos. La edición que está a punto de salir a la calle es la primera del profundo rediseño, gráfico a la vez que conceptual, del mayor diario colombiano en casi un cuarto de siglo. Las tradicionales secciones en que se partía el impreso y que reflejaban la misma división del trabajo de la sala de redacción —Bogotá, nacional, política, economía, salud, deportes, sociales, etcétera— han sido reemplazadas por tres cuerpos que pretenden suplir las tres grandes necesidades de los lectores: lo que deben saber, lo que deben hacer y lo que deben leer, además del cuerpo de clasificados. Todo a full color y con un diseño tan ágil que por momentos quien abre sus páginas siente que está ante la web del diario, y no ante su edición impresa. Y esa es justamente la intención. "Más allá del debate sobre la supervivencia de los periódicos impresos —dice Pombo—, la verdad es que se están muriendo los que son incapaces de cambiar, de combinar los nuevos medios como internet y sus derivados como los teléfonos móviles, el iPad o el Kindle, con ediciones impresas hechas a la medida de los lectores y no de las salas de redacción". En el bus de los supervivientes, de los exitosos, van los que sí han sido capaces de dar el salto. Y definitivamente Pombo quiere que El Tiempo viaje en ese bus. Disfrazado de repartidor, con todo y chaleco reflectivo —reflector, dice la Real Academia, pero en el mundo de los voceadores y repartidores todos dicen reflectivo—, he pasado la noche acompañando las noticias desde los computadores de la redacción hasta la máquina que escupe las planchas de zinc, y de ahí a las rotativas y a la bodega de empaque. Ahora es bastante más tarde en la frontera difusa que separa el sábado del domingo. Hemos entrado en ese tiempo tan inasible en la planta de producción de El Tiempo como en cualquier bar de la ciudad o en cualquier alcoba semioscura de amor pago o gratuito —más caro a veces que el pago—, y mi siguiente tarea es cargar uno de los bloques cinchados de periódicos recién nacidos, y con diseño de estreno, hasta el camioncito de contenedor de metal que lo distribuirá por un sector determinado de la capital. Lo que yo hago se repite ante filas de camioncitos en el mismo parqueadero, y en otras ciudades como Medellín, Cali y Barranquilla, adonde las páginas digitalizadas han llegado vía satélite para ser convertidas en planchas de zinc y en periódicos, en la descentralizada red de imprentas de El Tiempo. Pero al final, más allá de la ultra-tecnología, más allá incluso de las gigantescas Goss que todavía le rinden tributo a Gutenberg, hay una noche de camioncitos y paquetes de diarios cinchados que está a siglos luz de Bill Gates y Steve Jobs. Los camioncitos tienen dos posibles rutas de destino. Una son los centros de reparto a los voceadores, que arrancarán más tarde sus caminatas hasta las esquinas que les corresponden, pues la faena de los 4000 vendedores callejeros de El Tiempo empieza poco antes del amanecer. Son los habitantes de un mundo aparte, un planeta diferente dentro de nuestro planeta, un ejército de vendedores callejeros que desde tiempos hoy inmemoriales se han repartido las esquinas y, en muchos casos, las heredan de padre a hijo. Los más viejos, los que rondan los 60, salen a la calle con reflectivo, gorro y un termo de café, se llaman Pedro, Juan, José y Crisóstomo. Casi no hay mujeres. Los más jóvenes, los que rondan los 25 o 30, prefieren otras fachas. Ellos hacen parte de la generación W: Wilson, Wílmer, Willington y Wéimar, por vía de excepción, alguna Yasbleidy. Y aunque le jalan al tinto, a veces se las dan con un Gatorade o un Red Bull. Más jóvenes hay pocos, como si los sardinos se hubiesen creído el cuento de que los periódicos impresos se van a acabar y prefiriesen buscar suerte en otro oficio. La labor de los que siguen creyendo en los impresos es disciplinada, dedicada, comprometida: una oda al trabajo. Ganan de 300.000 pesos para arriba en un mes. Algunos, los que dominan esquinas tan concurridas como la 77 con 7.ª, pueden hacerse más de medio millón. Pero como el oficio de vocear —ya no vocean, es cierto, ya no gritan los titulares de los periódicos, pero el título de voceador no se lo dejan quitar— solo les ocupa de 5:00 a 10:00 a.m., se completan el mes en un taller de mecánica o en una venta estacionaria de chicles y paquetes de De todito. A Pedro, de 48 años, le pregunto por el nuevo diseño: "A mí me gusta, mucho color, sí, señor, pero lo importante es lo que digan los clientes", me responde, sensato como solo pueden serlo los verdaderos trabajadores. La otra ruta de destino son los suscriptores del diario, los que no tienen que salir al alba a buscar al voceador ni esperar a encontrárselo en el carro en algún semáforo, sino que saben que, aun antes de que amanezca, el periódico se habrá deslizado ya, con sus tintas todavía calientes, por debajo de la puerta de su casa para acompañar el desayuno o la primera visita al wáter que, bueno es recordarlo, es uno de los lugares predilectos de lectura de diarios en el mundo entero. Tan sólida es esa costumbre, que lo mismo la practican los usuarios de la edición impresa como los que se hacen acompañar al ritual solitario de liberar al cuerpo de sus sobras de alguno de los aparatos electrónicos móviles en boga. (Pero, ¡cuidado!, nada más triste que una BlackBerry en el fondo enturbiado del inodoro matinal.) Voy de copiloto —de pato, piensa el piloto— en el camión que avanza, esquivando huecos y avenidas en obra, por la Bogotá lluviosa donde la madrugada camina. El camión se detiene en la calle 63 con avenida Caracas, en la 72 con 17, en la 80 arriba de Los Héroes y en decenas de paradas más donde lo esperan ejércitos de motociclistas con sus recorridos asignados —son 980 en más de 300 ciudades del país; 570 solo en Bogotá— y que ellos conocen de memoria, tanto que podrían hacer el recorrido con los ojos vendados. He sido asignado a esa actividad de reparto y por fin entiendo para qué el reflectivo. Pero surge un problema: no sé manejar moto y en el puesto del parrillero que podría ocupar si alguno de los repartidores aceptara llevarme, van los periódicos, mucho más importantes que el sapo que quiere escribir esta aventura de madrugada. Fracasa la misión y el chaleco reflectivo se hace inútil. Igual, el conductor del camión me ofrece una solución. —Véngase conmigo —me dice—, que yo tengo que entregar media docena de paquetes en igual número de edificios en cercanías del parque del Chicó. Me libro de la moto, de los ventarrones helados y de la garúa insoportable que cubre la ciudad, y que se pondría peor si saliera a torearla en una AKT. Cumplimos el recorrido y en el último edificio, el fotógrafo de SoHo, que me ha seguido toda la noche, se nos une. Desciendo del camión, con mi reflectivo en su sitio. Camino hacia la puerta del lujoso condominio y el fotógrafo dispara varias veces su cámara. El celador abre el enorme portón de madera y yo estoy listo a posar en la escena amable del encuentro entre el repartidor y el hombre que se encargará de deslizar los diarios bajo la puerta de los apartamentos donde aún duermen, bailan, tiran o beben sus destinatarios. Pero no hay escena amable. Algún importante suscriptor vive allí y en la portería hay policía permanente. El patrullero Pérez no se anda con cortesías y de una nos emplaza al fotógrafo y a mí. —Señores, no es cosa de ir por las madrugadas sacando fotos por ahí. Le explico. Pero en cuestión de segundos comprendo que le importa un carajo el nuevo diseño de El Tiempo, la orden de trabajo del director de SoHo y todo el resto de la historia. Mejor nos vamos. Ahí quedan los periódicos y un policía molesto, que somete los ejemplares al examen riguroso de su pastor alemán antibombas. No insisto con mis argumentos. Cómo explicarle que esos periódicos traen a veces noticias más explosivas que el petardo que, si yo fuera un terrorista, habría colado entre las secciones del diario. Hasta luego, patrullero Pérez. Yo ya cumplí con mi misión de madrugada y prefiero irme a dormir en sana paz, que enfrentarme al rigor de la autoridad.