La primera vez que Fernando Trujillo se internó en el Amazonas fue en la década de los ochenta. Tenía 19 años y con más ganas que plata en los bolsillos se montó en un avión de carga rumbo a Leticia, y desde ese punto, en barco, a un pequeño pueblo indígena que se llama Puerto Nariño, en lo más profundo del sur de Colombia.
Fernando era para entonces un apasionado estudiante de Biología Marina de la única universidad que ofertaba la carrera en esa época y buscaba llegar a la más grande selva del país para explorar los misterios de una de sus especies más representativas, motivo de inspiración de su tesis de grado: los delfines rosados.
Su deseo era observarlos en su hábitat natural, lejos de la teoría de los salones de clase. El aterrizaje, sin embargo, no fue fácil. Para los indígenas de ese territorio, este mamífero de agua dulce es un gran protagonista de su cultura y vida cotidiana. Un ser sagrado con ciudades sumergidas, cuya misión es ayudar a pasar las almas de los seres humanos muertos hacia otro mundo.
Ajeno a ese entorno ancestral, los indígenas no entendían muy bien por qué alguien como Fernando podía viajar desde la lejana Bogotá solo para estudiar un animal que para ellos resultaba tan natural como ver camellos en un desierto o loros en los árboles. “No nos gustan los biólogos ni los antropólogos. Ustedes vienen acá, están dos semanas, nos sacan la información, nunca vuelven y se hacen famosos”, le recriminaron a este bogotano, que, pese a esa fría bienvenida, se empeñó en ganarse la confianza de estas comunidades para cumplir su sueño.
“Decidí hacer un proyecto de vida en ese lugar. Ahí fue donde se cocinó de alguna manera toda esa pasión, todo ese romanticismo, por conservar una especie”, narra el biólogo.
Ese compromiso dio pronto sus frutos: los indígenas de la región no solo lo acogieron y se convirtieron en sus maestros, sino que lo abrazaron en su anhelo de convertirse en una suerte de guardián del legado natural del Amazonas.
Esa vivencia, dice, ha sido en realidad la mejor ‘universidad’ que pudo tener. Hoy, con 56 años, más de 80.000 kilómetros de río recorridos y unas 80 expediciones por Suramérica para diagnosticar la situación de los ríos, Fernando asegura haber pasado 37 de ellos en el Amazonas. Casi cuatro décadas en las que se ha dedicado a investigar y a preservar la fauna local, en tiempos en los que la deforestación hace temblar a los ambientalistas y crece a pasos agigantados en esta zona de Colombia, con 1,7 millones de hectáreas de selva devastadas.
Explorador del año
Con ese apostolado, a pocos les extrañó que National Geographic Society nombrara a Fernando Trujillo, en este 2024, Explorador del Año, en reconocimiento a su labor para buscar soluciones de conservación que protejan a las especies y los ecosistemas acuáticos amenazados. Trujillo se convirtió así en el primer latinoamericano en lograr esta distinción.
“Fernando es un agente de cambio que ha dedicado más de 30 años a poner en relieve los problemas críticos que afectan el bienestar de nuestro planeta”, aseguró Jill Tiefenthaler, directora ejecutiva de National Geographic, al informarle al mundo sobre este importante reconocimiento.
Pero a Fernando la noticia lo tomó por sorpresa. “Era algo que no esperaba, cuando trabajas en esto no lo haces para obtener reconocimientos, lo haces para hacer del mundo un lugar mucho mejor”, confiesa el biólogo en SEMANA.
Es que él ve su propia historia con otros ojos: la de un hombre que de niño se sentaba a escuchar, extasiado, los relatos de su abuelo, quien después de viajar a la Orinoquía le hablaba de territorios desconocidos y fascinantes. Y que, ya de joven, disfrutaba viendo documentales del naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente. Dos factores que sembraron para siempre en Trujillo la semilla de un inmenso amor por la naturaleza.
Hoy, a Fernando en esas comunidades por las que tanto ha trabajado, lo llaman ‘Omacha’. Así lo bautizaron los indígenas ticuna. “Como me veían tan obsesionado con los delfines, me empezaron a decir de esa manera. Omacha, me gritaban, y se reían entre ellos. Yo les preguntaba qué significaba y no me explicaban. Hasta que en algún momento me dijeron que omacha quiere decir el delfín que se transforma en persona”, cuenta Fernando.
“Nosotros pensamos que usted es un delfín que se volvió gente y está queriendo proteger a todos sus hermanos. Usted debe ser un delfín”, le dijeron.
Aquello, dice Fernando, le dio sentido a su trabajo. A su vida misma. Y la palabra le gustó tanto, que Omacha se llama la fundación creada por este científico en 1991, que desde entonces hizo de los delfines rosados y otros mamíferos acuáticos la mayor de sus causas.
En el Amazonas hay dos tipos de delfines, asegura Fernando. El rosado, que es muy inteligente y disfruta acercarse a los seres humanos. “Por ello, no teme estar cerca de las canoas, suelta burbujas y eso genera un montón de historias y mitologías alrededor de ellos. Cambian de color, son grises y después de un rato de hacer mucho ejercicio se vuelven rosados. Entonces esto ha generado, digamos, un montón de fantasías e historias alrededor de ellos”, asegura el científico.
En el lugar también están los grises, que son más pequeños, más tímidos y muy saltarines.
Y sobran las razones para protegerlos: los delfines se encuentran en peligro de extinción y su población descendió tristemente en 52 % en el último medio siglo. Las mayores amenazas que enfrenta esta especie son la contaminación de los ríos por actividades petroleras, la captura incidental en la pesca y la pesca con dinamita.
Así que Fernando y su equipo, además de estudiar con fervor esta especie, le hacen seguimiento en materia de salud a través de capturas controladas para realizar ecografías, tomar muestras de sangre y medir parámetros esenciales para su vida en la naturaleza.
Gracias a esa labor, Trujillo forma parte de la Expedición al Amazonas de la iniciativa Perpetual Planet de National Geographic, un proyecto de exploración científica en la cuenca del río Amazonas. Bajo esta iniciativa, colabora con los lugareños para desarrollar prácticas respetuosas con los delfines, sin entorpecer la pesca de subsistencia. También ha ayudado a dar forma a iniciativas políticas, como la Declaración Global 2023 para los Delfines de Río, que busca preservar a los cetáceos fluviales de todo el mundo.