Tenía aproximadamente un mes de vivir en Colombia cuando por correo me llegó la certificación de que, al menos en lo que a Bogotá se refiere, yo soy estrato cuatro. En sentido estricto la clasificación no se aplica a las personas, sino a las viviendas; en mi caso, al apartamento que desde ese entonces ocupo en el barrio de Chapinero. Y el certificado de marras, que se origina en el sistema de subsidios cruzados bajo el que aquí operan los servicios públicos, en realidad no era sino la factura del servicio eléctrico. Para entonces, sin embargo, ya entendía que para los colombianos ese número entre el uno y el seis que figura mensualmente en los recibos de agua, luz y gas no se limita a indicar la tarifa que le corresponde a cada casa. También es un recordatorio constante del lugar que cada uno ocupa –o se supone que debe ocupar– en la sociedad colombiana.

"El poder clasificatorio de la estratificación marca la identidad de los colombianos al punto de que, cuando se busca compañía, el estrato se coloca (en los anuncios personales) al lado del sexo, la contextura física o la edad", afirma la socióloga Consuelo Uribe Mallarino. Según la investigadora, que ha trabajado el tema durante años, la estratificación se ha convertido en "la forma predominante como los bogotanos y colombianos urbanos en general piensan el orden social". Y yo siempre he pensado que el estrato cuatro probablemente es el más indicado para el corresponsal de un medio público que se precia de ser balanceado. “Se le notó el estrato” Me explico: las tarifas diferenciadas por estratos son la base del sistema de subsidios cruzados a los servicios públicos que empezó a aplicarse en Colombia en la década de 1980. Bajo este esquema, los habitantes de las viviendas más humildes –clasificadas en estratos del uno al tres– pagan los servicios por un valor menor de lo que realmente cuestan. Y con las casas más lujosas pasa todo lo contrario. Eso significa que los habitantes de los hogares de estratos cinco y seis subsidian los servicios públicos de los pobladores de más bajos recursos.

Mientras que las viviendas de estrato cuatro –como mi apartamento– pagan los servicios a su costo real. Y no trasplantarse al mundo de la élite privilegiada, pero tampoco aprovecharse del sistema de subsidios diseñado por el Estado colombiano, es probablemente lo menos que se debe esperar del corresponsal de la BBC. Además, en la sociedad colombiana los estratos también arrastran una carga simbólica muy importante. "La ley dice que son las residencias las que están estratificadas, pero se ha generalizado que se piense que lo que está estratificado son las personas", explica Consuelo Mallarino. "Y esto se ha extendido a sus lugares de estudio, a los parques, a la manera de hablar", añade la investigadora. Como resultado, la gente también ha terminado asociando estratos con comportamientos, actitudes y hasta valores particulares. Así, no es extraño escuchar, por ejemplo, en tono de reproche, expresiones como "¡Se le notó el estrato!", para denunciar un comportamiento considerado vulgar o inadecuado.

Y todavía recuerdo una conversación, capturada al aire en un bar "estrato 18" del norte de Bogotá, en el que unas amigas comentaban escandalizadas la relación de un compañero de clase con "una noviecita estrato tres". ¿Sistema de castas? El estrato 18 en realidad no existe. Y, a pesar de lo que muchos creen, la clasificación tampoco aplica a centros educativos ni locales comerciales. Pero los colombianos emplean estas y otras hipérboles –como 'estrato 00'– para referirse a los extremos de una sociedad que todavía figura entre las más inequitativas de todo el planeta. Obviamente, ni las desigualdades sociales ni la costumbre de vincular comportamientos, actitudes y valores con clases sociales, son algo exclusivamente colombiano. Y, de hecho, el uso de expresiones como 'naco', 'cholo' o 'indio' –en México, la región andina o Centroamérica– para describir peyorativamente a las clases populares conlleva una carga de racismo que deberían hacerlas aún más chocantes que el sistema de estratos colombiano.

Pero la existencia de una nomenclatura oficial para evidenciar la diferencia social –una especie de sistema de castas aceptado por todos y organizado por el Estado– no deja de resultar impactante. Al menos para los recién llegados a tierras colombianas. Porque los colombianos ya parecen estar acostumbrados. "Los colombianos hemos naturalizado los estratos como forma de dividir las ciudades. Nos parece normal, que siempre han existido, que es un sistema que se emplea en todas partes del mundo", me confirma la académica Uribe. "Solamente cuando lo ve uno con ojos de extranjero es que lo golpea a uno, que uno como colombiano se pregunta: ¿esto está bien o no?", relata. Cada quien en su lugar Uribe Mallarino es la vicerrectora de Investigación de la Universidad Javeriana y ha investigado los estratos en Colombia en términos de sus efectos sobre la inclusión social, por lo que conversar con ella sobre el tema resulta fascinante. En su opinión, a pesar de algunos problemas, el sistema ha sido efectivo a la hora de focalizar los subsidios. Pero también ha tenido consecuencias indirectas que hacen que la búsqueda de otros mecanismos se vuelva deseable.

"Tenemos tantas cosas que nos dividen, tanta inequidad social, que ¿realmente necesitamos de una política pública que profundice esas diferencias?", se pregunta Uribe. Porque, según la socióloga, una de las consecuencias materiales del sistema de estratos es que ha propiciado una mayor segregación socio-espacial en las ciudades del país, haciendo que cada vez sea más difícil que las distintas clases sociales se encuentren en un mismo espacio. El problema es que al enfocar los subsidios sobre las residencias, y no sobre los ingresos, el sistema de estratos le ha dado a la diferencia social una clara dimensión espacial que ha terminado marcando y segregando el territorio, explica la socióloga. Y, en cierta forma, también ha incentivado a los pobladores a quedarse 'donde les corresponde'. Uribe cuenta que cuando en varios estudios se le ha preguntado a la gente si se movería de estrato si se ganara la lotería, la mayoría responde que no, porque todo se le volvería más caro. "No hay incentivos para moverse de estrato, ni tampoco para mejorar la residencia, porque se corre el riesgo de que le reclasifiquen el estrato y se termine pagando más", explica la socióloga.

Iniciativas como la Ciclovía dan a los bogotanos de todos los estratos la oportunidad de mezclarse. Foto: SEMANA. Buscando un cambio En el caso de Bogotá, eso hace que la gente de los estratos más bajos se concentre en los extramuros de la ciudad, en la parte más lejana. Y la clara segregación espacial ciertamente también ayuda a hacer todavía más reconocible el origen de clase: muchos colombianos nada más necesitan saber en qué zona o barrio de su ciudad vive una persona para ubicarla dentro de la escala. Todo lo anterior no significa que si los estratos no existieran desaparecería la desigualdad de clases. "En todas partes del mundo hay una estructura de clases que condiciona la forma en que la gente se relaciona y se piensa a sí misma", explica Uribe. "Pero los estratos nos lo recuerdan constantemente. Lo congelan, lo profundizan".

El transporte público es otro lugar de encuentro, pero no para todos los estratos. Foto: SEMANA. Poco a poco, sin embargo, en Colombia se ha empezado a dar la discusión sobre la necesidad de cambiar el modelo de focalización de subsidios para el pago de servicios públicos. Y Consuelo Uribe espera que en un futuro próximo ya no tendrá que explicarles a otros corresponsales por qué Colombia divide a su población en estratos. "Espero que en diez años ya se haya desmontado la estratificación a las residencias, se hayan identificado formas de focalizar subsidios que vayan con los habitantes y no con el lugar donde viven. Y ojalá eso signifique mayor mezcla social", dice. Aunque el problema es que hasta ahora solo Bogotá está planteando la discusión y la ley que fija los estratos tiene carácter nacional. Mientras tanto, en cualquier caso, todos los residentes de las ciudades colombianas tienen su número del uno al seis. El mío es cuatro, ciertamente no el más alto. Pero si uno considera que solamente el 10 % de los hogares de Bogotá merecen esa clasificación, la verdad es que soy un privilegiado.