A los 24 años Jaime Benítez era un joven común y corriente. Estudiaba medicina en la Universidad Nacional y estaba próximo a graduarse de la carrera que con sacrificio le habían costeado sus padres. La expectativa familiar, por ese entonces, era que se convirtiera en un prestigioso cirujano plástico. Pero la vida le tenía otros planes.
Un día cualquiera a Jaime lo golpeó de frente el aborto: esa práctica -milenariamente reprimida- que nunca le enseñaron en la universidad, pero que siempre supo que existía. La misma que cada año mata a 47.000 mujeres en todo el mundo y deja al menos a otras 5 millones con lesiones graves, hemorragias o mutilaciones. Y la que también muchos de sus colegas repudian en voz alta, pero practican en secreto. Jaime nunca conoció el drama del aborto por una amiga, una novia o una familiar, pero lo vio en carne viva, durante seis meses, en el hospital en el que hacía las pasantías como estudiante. Corría la década de los ochenta y con los días, también la cantidad de mujeres que este joven veía llegar al Instituto Materno infantil. Un hospital que vio morir a cientos de mujeres de bajos recursos por no poder interrumpir su embarazo de forma segura. Las que tenían suerte sobrevivían, las que no, morían en el interior de una sala séptica –donde llevan a las personas infectadas- sin que nadie las pudiera ayudar. El 90 por ciento de las que ingresaban lo hacían por abortos. Otro 5 por ciento, por infecciones después del parto y el 5 restante por otras enfermedades. En ese recinto aislado, la mayoría morían porque estaban obligadas a practicarse abortos clandestinos. Sin condiciones ni dignidad. En casas informales y sobre mesas de comedores que hacían de camilla. Mesas que muchas veces no tenían más que una sábana blanca como colchón. De la sala séptica Jaime conserva en su memoria “el olor fétido característico de las bacterias que producen la infección”. También que permanecía lleno a reventar. No tenía más de veinte camas y a la semana fallecían una o dos mujeres. Las que sobrevivían no tenían un destino mejor:quedaban sin ovarios, sin útero o lo que es peor: eran denunciadas por los propios médicos cuando estaban saliendo del hospital. En cuestión de minutos, los policías venían y se las llevaban a la cárcel. “La situación era dramática”, dice Jaime. “Abortar, en ese entonces, era una situación de vida o muerte”.
Las cifras no mientenCasi todas las muertes relacionadas con el aborto en el mundo ocurren en los países en desarrollo, asegura el Instituto Guttmacher. Y de todas las muertes maternas que se presentan, al menos el 8 por ciento corresponden a abortos inseguros. Es decir, que al menos 22.800 mujeres mueren cada año por esta causa que se podría evitar. Las cifras, sin embargo, no son contundentes. En la mayoría de países, donde el tabú sigue siendo muy alto, aún existe un gran subregistro de los abortos que se practican de forma ilegal. Para el caso de América Latina y el Caribe el estudio advierte que cada año 760.000 mujeres reciben tratamientos por complicaciones en abortos inseguros. En Brasil más de medio millón de mujeres abortan cada año de forma clandestina y en Argentina se estima que la cifra anual llega a 450 mil. También se tiene claro que solamente en el período 2010–2014, 56 millones de abortos se practicaron en todo el mundo.En Colombia, el desconocimiento no es diferente. Basado en la estimación de la OMS —sobre 780 muertes maternas ocurridas en Colombia en 2008— Guttmacher concluyó hace diez años que aproximadamente 70 mujeres mueren al año por esta causa. “Esas estimaciones son las únicas que existen en el país desafortunadamente”, afirma a SEMANA Cristina Villarreal, directora de la Fundación Oriéntame. “Un gran cuestionamiento es que no tenemos cifras actualizadas. Después de 12 años de despenalización, no se sabe cómo ha cambiado el panorama. Y para tomar decisiones en política pública la información es una de las claves”. En el país fue ilegal abortar hasta 2006, año en el que se despenalizó la práctica solo en tres casos particulares: cuando el embarazo pone en peligro la salud —física o mental— de la mujer, o su vida; cuando es resultado de una violación o de incesto; o cuando hay malformaciones del feto que son incompatibles con la vida por fuera del útero.Le puede interesar: El abc del aborto Antes de eso, las mujeres abortaban como si fueran criminales. La prueba quedó en los archivos: en 2000, por ejemplo, el país emitió la primera condena por aborto. En una decisión sin precedentes, la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá impuso 12 meses de prisión a Evangelina, una mujer a la que las “autoridades encontraron en un consultorio médico en el centro de Bogotá”, relató el diario El Tiempo. Confesó que se había sometido a la práctica por 65.000 pesos. El estudiante que lo practicó también fue condenado, igual que su asistente. Hasta hace solo 12 años interrumpir voluntariamente un embarazo estaba tipificado en el Código Penal como un delito que podía implicar de uno a tres años de prisión. No es solo por el dinero El riesgo Jaime siempre lo tuvo claro. Sin embargo no dudó en irse a trabajar a Oriéntame, apenas supo que existía un sitio que atendía y daba respuesta a las mujeres en esta situación. “Entré a trabajar allá y en unos pocos días me dije: ‘Esto es lo que quiero hacer el resto de mi vida’”. Oriéntame es una fundación que lleva 40 años brindando servicios médicos de orientación sexual a las mujeres. Y junto a Profamilia, es una de las instituciones que más ha aportado para que el país disminuya el número de embarazos no deseados y la muerte por abortos clandestinos. Su lucha desde entonces fue demostrar que detrás de los médicos abortistas, marginados y criticados por la sociedad, también se escondían rostros humanos. “Antes las personas lo hacían por plata. No importaba nada más”, dice. Pero la cosa hoy es diferente. Gracias a que es legal, las personas pueden elegir trabajar en el campo. “Ahora trabajan más y no solo por dinero, sino por una motivación ética”, explica. Pero Jaime también ha sentido el peso del estigma. Ese que la mayoría de veces cargan solamente las mujeres. Con los años empezó a escuchar rumores, comentarios que decían: "Yo no sé para qué Jaime estudió medicina si terminó haciendo abortos”. Aunque la verdad, dice, es que casi nadie tiene la valentía de decírselo en la cara. “Pocas veces pasa en directo. Usualmente conversando es cuando la gente hace comentarios desagradables”, cuenta con tono tranquilo y agrega que su posición ante el ataque siempre ha sido hacer ver a los terceros los matices que tiene el tema. “Cuando se dan cuenta de la motivación que hay detrás de esta actividad, de la intención de crear un mejor bienestar social para las mujeres, tienen muy poco que decir”. Otros, cuenta, en su vida privada han vivido embarazos no deseados, pero públicamente no son coherentes. “Es duro decirlo pero hay mucha doble moral con este tema”. Al preguntarle si su oficio ha sido difícil, Jaime responde que no tiene ningún reproche. Para él la mayor satisfacción es recibir todos los días “el agradecimiento de una mujer cuando uno sirve de medio para que ella tome la decisión reproductiva que considera mejor en su momento”. Aunque el aborto nunca deja de ser un drama, asegura, facilitar que esa decisión se haga realidad, es la razón por la que “uno ejerce y estudia medicina”.En contexto: Historias íntimas del aborto, desde la visión de tres escritores Durante los 35 años que lleva ejerciendo, lo más difícil fue superar la falta de acceso, de personal capacitado y la desinformación sobre las posibilidades de un aborto seguro para que menos mujeres resultaran heridas. Aunque hoy el país ha avanzado en el camino por la legalización, todavía existen muchas barreras. “Hay médicos que no saben que el aborto es legal. Hay mujeres que no saben que el aborto es legal”, explica. El 28 de septiembre, mientras cientos de mujeres se movilizaron alrededor del mundo para exigir a sus gobiernos despenalizar el aborto y evitar que millones de mujeres sigan muriendo, el médico Jaime Benítez seguía ejerciendo su profesión de forma silenciosa.El trabajo continúaEn términos generales, el informe más reciente de Profamilia sobre el aborto en Colombia confirma que entre enero y diciembre de 2017 fueron practicados 10.517 abortos legales en el todo el territorio. La cifra aumentó con respecto a 2016 donde el número apenas llegó a 6.500. Sin embargo, el número de los procedimientos ilegales y las muertes siguen sin estar claras. Actualmente muchos países siguen restringiendo esta práctica, lo que hace que ellas busquen interrumpir su embarazo de forma ilegal, en lugares que no necesitan cumplir con regulaciones ni condiciones de sanidad poniendo en grave peligro su vida y su salud. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en los países donde las mujeres tienen acceso a servicios seguros, la probabilidad de muerte como consecuencia de un aborto es de una por cada 100.000 procedimientos. La organización también señala que “en los países donde al aborto está completamente prohibido o se permite solo para salvar la vida de la mujer o preservar su salud física, solo 1 de cada 4 abortos se produce de manera segura”. Lo contrario ocurre en los países donde el aborto es legal en términos más amplios. Allí casi 9 de cada 10 abortos son seguros. *Periodista Vida Moderna de SEMANA.