Desde marzo, Astrid Milena Buitrago empezó a recibir a contagiados de covid-19 y, progresivamente, observó el aumento del flujo de pacientes que aparecían en las salas de urgencias de la capital del Meta y de otros municipios del país.

Aunque al principio ni ella ni sus compañeros tenían claro cuál era el manejo adecuado –ni en las mejores clínicas del mundo conocían lo suficiente del virus para saber cómo tratar con estos pacientes–, hacían lo mejor que podían, tratando de encontrar una solución en medio de la incertidumbre. “Tuvimos miedo, tal vez cometimos errores por el desconocimiento, pero después recibimos capacitaciones, aprendimos y nos enfrentamos a él”, recuerda.

El frenesí de la atención en urgencias era normal para ella, pero vino un punto de quiebre que la llevó a abandonar su labor en medio de la pandemia: la muerte de tres seres queridos que casualmente también hacían parte del área de la salud.

Se refiere al médico César Pacheco, a quien trasladaron a Bogotá por la complejidad de los síntomas que presentaba. “Amiguita, la quiero mucho, me siento mal, por favor no se le olvide orar por mí”, fueron las palabras que le dijo a Astrid Milena la última vez que se comunicaron. Ella guardaba la esperanza de que se recuperara porque solo tenía 36 años y ninguna comorbilidad. Le dijo que luchara, que se volverían a encontrar para Navidad o Año Nuevo. Desafortunadamente, casi 20 días después de estar en la Fundación Cardioinfantil, la covid-19 se lo llevó.

Casi al mismo tiempo, otro colega, Gustavo Monsalve, radiólogo y quien también fue secretario de Salud del departamento en los años noventa, se contagió y enfermó gravemente. Tenía hipertensión, y Astrid Milena, que ya sabía lo que significaba esa comorbilidad, tenía claro el riesgo que representaba el virus para él. Aun así, no estaba preparada para aceptar la partida de otro amigo más.

Su primo José Ignacio Rojas, de 45 años, enfermó por la misma razón y aunque no tenía ningún factor de riesgo, una crisis generada por la covid-19 lo llevó a la uci, donde falleció. De la misma manera, en el Hospital Departamental de Villavicencio murieron al menos tres enfermeras más con las que Astrid Milena compartía a diario.

Astrid Milena hoy hace teleconsulta. De esta manera puede proteger del virus a sus hijos y a su esposo, quien es hipertenso.

“Cuando a uno le toca un ser querido, un amigo, las cosas se vuelven más difíciles, hay más sensibilidad. Todo fue al mismo tiempo y tenía que escoger entre estar en la uci o estar con mis primos o mi mejor amigo”, dice. En medio de su trabajo, y con el peso emocional que significaba que tres personas amadas estuvieran intubadas, su papá, de 80 años, cayó enfermo también y terminó en cuidados intensivos.

Ella lo describe como un gran deportista que, por fortuna, sobrevivió a la covid-19, aunque todavía está recuperándose. “Él me dice que es muy terrible, que es como si uno se estuviera muriendo lentamente por la falta de aire, la respiración, el decaimiento, el dolor, el cansancio. Ellos quedan con un cansancio crónico y una fatiga extrema. El dolor de cabeza es terrible y mi papá todavía lo tiene”.

Fue su padre el que le ayudó a tomar la decisión de dejar su trabajo y la apoyó en todo momento. Sabía que además de tener que lidiar con el duelo de la muerte de sus colegas, su hija había pasado por las experiencias que otros de sus compañeros han relatado incansablemente: la discriminaron, la rechazaron, la trataron como a una ladrona. “Nos han tratado como asesinos por atender pacientes con covid-19 y decirles a las familias que su pariente falleció”, sostiene al tiempo que niega que existan intereses en su profesión, más allá de salvar vidas y entregar el corazón a sus pacientes.

Durante una larga jornada laboral esta médica tuvo que esforzarse por poner sus sentimientos de lado y atender a jóvenes y viejos muy enfermos en la sala de urgencias, usualmente por covid-19. Les intentaba dar ánimo. Siempre les decía que iban a lograrlo, que saldrían adelante, porque se dio cuenta de lo fácil que se deprimen las personas cuando pierden contacto con sus amigos y familiares. Eso les pasaba en estas salas a las que solo el personal médico tenía entrada por el riesgo de contagio por coronavirus.

En la uci, donde están las máquinas de ventilación, esta médica pasaba horas viendo que los pulmones de un paciente dejaban de funcionar mientras los de otros luchaban por seguir funcionando. En ese lugar ella rogaba todos los días que llegaran menos personas en estado crítico. Pero luego salía y leía las noticias en las redes sociales y solo encontraba gente en fiestas, paseos, reuniones y encuentros masivos en plena pandemia. No podía evitar sentir molestia, tristeza y rabia por la información que recibía a diario.

Aunque se hizo médica para salvar vidas, varias dudas le empezaron a rondar por la cabeza: apareció la de “¿realmente todo esto vale la pena? ¿Debo arriesgarme por tantas personas que no cuidan su vida, ni la de su familia?”, fueron las preguntas que se formuló durante días.

Aparte de los malos tratos y la irresponsabilidad de tantas personas, hubo otro aspecto que la llevó al límite: el salario. Si algo puso la pandemia sobre la mesa, fueron los problemas de contratación y las condiciones laborales del talento humano en salud. Astrid Milena no era la excepción, pues como médica general de un hospital público sabe y entiende las quejas de miles de colegas en el país que buscan un reconocimiento digno por lo que hacen a diario. “Los salarios son irrisorios. Nos estamos muriendo y parece ser que a nadie le importa el personal médico, de enfermería o todos los que estamos poniendo el pecho ante el virus”.

Con todo, Buitrago, quien tiene el corazón roto por tantas experiencias dolorosas en la pandemia, sigue dedicándose a la medicina haciendo teleconsultas. Eso le permite quedarse en casa para proteger a su esposo, quien es hipertenso, a sus papás y a sus hijos, a quienes dice que apoyará si algún día quieren estudiar la misma carrera que ella.

En el fondo, Buitrago sigue enamorada de su carrera y de lo que significa la primera línea: enfrentar esta y otras patologías para salvar vidas de enfermos que llegan a las clínicas y hospitales buscando una salvación. Quizás, su decepción con la profesión y el trauma de la pandemia pasen o por lo menos se atenúen con el tiempo.