El hombre ha vivido en guerra permanente contra las bacterias y durante casi un siglo las ha combatido con los más sofisticados antibióticos. Sin embargo, esa visión negativa de estos y otros microorganismos que habitan en el cuerpo humano está cambiando y ahora los médicos los ven como aliados estratégicos para la salud. Este cambio de paradigma se dio a partir de los hallazgos del proyecto del microbioma humano, que, según lo define Jeremy Nicholson, una autoridad mundial en el tema, “es el grupo de genes en las bacterias que viven dentro de cada individuo”. 

Se calcula que hay por lo menos 3 billones de bichos en el estómago, la boca, la piel y el cuero cabelludo de un individuo. Son tantos, que una persona tiene más material genético microbiano que humano. En este ecosistema se da una relación simbiótica: las bacterias, como cualquier huésped que se respete, agradecen los nutrientes y el albergue de su anfitrión y le retribuyen ayudándole con procesos metabólicos, afinando el sistema inmunológico y colaborando con la digestión de los alimentos. “Los microbios se  comunican con su anftrión para que no los pongan de patitas en la calle”, dice Sven Petterson, del Instituto Karolinska en Suecia. Pero, a veces, cuando ese equilibro del microbioma se interrumpe, aparecen las enfermedades. En entrevista con SEMANA, Nicholson señaló que se ha encontrado una relación entre ciertas anormalidades en dicho ecosistema y úlceras gástricas, desórdenes autoinmunes, el síndrome de colon irritable, el cáncer de colon, las enfermedades coronarias e incluso problemas neuropsiquiátricos.  Amigos con beneficios Esa danza sincronizada entre los gérmenes y su anfitrión comienza al nacer. A su paso por el canal vaginal, el recién nacido absorbe un tipo de bacterias conocido como Lactobacillus johnsonii, que prepara su estómago para digerir la leche materna. Esta última aporta por lo menos 600 especies más de bacterias. La leche, además, contiene cierto tipo de azúcares que el bebé no puede digerir, pero que, según Nicholson,  alimenta a los gérmenes que ya habitan en su intestino. Se calcula que a los 3 años un infante ya tiene un microbioma adulto único, producto de su exposición a gérmenes en el ambiente y en la dieta. Se sabe que algunas de estas especies, como Bacteroides Thetaiotaomicron, ayudan a descomponer cierto tipo de alimentos que el organismo no podría absorber, como los carbohidratos complejos. Dicha bacteria los convierte en azúcares de fácil absorción para el intestino. Hace poco, sin embargo, se descubrió que el microbioma tiene funciones más complejas como  controlar el sistema inmune. Sarkis Mazmanian, biólogo de la Universidad de California, encontró que una de estas bacterias, B. Fragilis, trabaja en llave con los linfocitos, soldados que defienden el cuerpo de invasores y se encargan de producir la respuesta inflamatoria que cualquier individuo ha sentido ante una infección: aumento de la temperatura y dolor. Para evitar que el sistema inmune organice una ofensiva exagerada y ataque el propio cuerpo, B. Fragilis le ordena producir linfocitos reguladores. Lo interesante es que estos a su vez les indican a los linfocitos proinflamatorios que no ataquen a B. Fragilis. Como dice Juan Manuel Anaya, experto en enfermedades autoinmunes, “el sistema se asegura de que la relación entre nuestro organismo y los microbios se mantenga sin generar enfermedad”. En la salud y en la enfermedad Según  David Relman, de la Universidad de Stanford, la salud significa “propender por mantener el hábitat, fomentar las especies auctóctonas y eliminar las invasoras”. Desde esta perspectiva es que se producen las enfermedades.  Pero no se trata de las infecciones comunes que desde hace tanto tiempo los médicos combaten con antibóticos, sino de males que antes no estaban ligados a las bacterias. Nicholson, por ejemplo, encontró que el ácido fórmico, que se detecta en la orina, es indicador de alta presión arterial, uno de los factores de riesgo de infarto. Como las bacterias del intestino son las mayores productoras de esta sustancia, Nicholson cree que hay una relación estrecha entre estos microbios y la hipertensión. Ciertas bacterias contribuyen además con el proceso de aterosclerosis, otro marcador de riesgo en la enfermedad coronaria. Stanley Hazen, de la Clínica Cleveland, en Ohio, observó ratones sometidos a una dieta para que desarrollaran aterosclerosis, un proceso por el cual las paredes de las arterias se endurecen. Lo interesante de su trabajo fue comprobar que cuando a los ratones se les dieron antibióticos que destruyeron su microbioma, la aterosclerosis disminuyó. “No se sabe cómo,  pero se cree que algunos productos microbianos dañan las paredes de las arterias”, explica Nicholson. En el caso de la esclerosis múltiple, Kerstin Berer, del Max Plank Institut, halló gracias a experimentos en ratones, que ciertas bacterias llevan al sistema inmune a rebelarse contra las células nerviosas, lo que desencadena esta enfermedad degenerativa. Los autistas tienen una población aumentada de un germen conocido como Clostridia, que acaba con la reserva de sulfatos, crucial para el desarrollo del cerebro, lo cual contribuye al desarrollo de la enfermedad. La diabetes también está ligada a las bacterias del intestino. Lo mismo sucede con otras enfermedades autoinmunes, como asma y eczema. Ya se han identificado posibles microbios que confundirían el sistema inmune hasta llevarlo a atacar las células del propio organismo. Tratamientos personalizados Todos estos hallazgos han llevado a pensar nuevas maneras de tratar las enfermedades. Mark Mellow, del Baptist Medical Center de Oklahoma City, encontró que si se transplanta el microbioma de una persona sana a un paciente enfermo, se pueden combatir infecciones que de otra forma serían intratables, como la que produce Clostridium dificile, un microbio resistente a los antibióticos que causa diarrea. El tratamiento consiste en pasar heces de la persona sana al intestino del enfermo por medio de un enema. Mellow ha realizado más de 70 transplantes con un éxito del 91 por ciento. Este mismo principio podría funcionar en pacientes obesos. Estudios preliminares  muestran que con un trasplante de microbioma de un individuo de peso normal, los pacientes obesos metabolizan el azúcar en manera diferente. Los médicos aseguran que en un futuro será posible diseñar tratamientos especializados según el microbioma de cada persona. “Las drogas tendrán como objetivo cambiar la acción de las bacterias”, explica Nicholson. No se buscará matarlas como se hace hoy con los antibióticos sino volverlas inofensivas o “promover sus actividades benéficas para la salud”, agrega. Para entonces las compañías farmacéuticas tendrán que considerar el microbioma de los pacientes a la hora de diseñar drogas efectivas. En cirugía esto será de gran utilidad. A pesar de las medidas de higiene que se toman antes de un procedimiento quirúrgico todavía la infección es uno de los eventos adversos más comunes. “Si se conoce el microbioma de cada paciente se podría dar un antibiótico preventivo para el microbio que podría causar la infección en el postoperatorio”, dice Gustavo Quintero, profesor de cirugía de la Universidad del Rosario. Las terapias también podrían incluir probióticos. Los que se incluyen en los yogures, según estudios clínicos, muestran beneficio en personas con síndrome de colon irritable, quienes también tienen un microbioma intestinal alterado. Sin embargo, el alcance de estos alimentos en otros males está por verse. "Probablemente no contribuyan mucho en las personas sanas”, dice Nicholson. Aunque esta disciplina apenas está en su infancia, promete traer nuevas terapias a viejos problemas. “El manejo será más inteligente pues se atacará la fuente del desequilibrio interno y no las consecuencias”, dice Quintero. Una preocupación que comparten todos es que el equilibrio de dicho ecosistema se está degradando por el uso indiscriminado de antibióticos, “especialmente en la niñez cuando el microbioma se está formando”, dice Nicholson. Martin Bleser, profesor de la Universidad de Nueva York,  dice que dos generaciones atrás, más de 80 por ciento de la población tenía la bacteria H. Pylori en su estómago, pero hoy solo se detecta en menos del 6 por ciento. Esto podría interferir en la producción de una hormona que controla la sensación de hambre en el cerebro. La ausencia de H. Pylori estaría ocasionando en parte la epidemia de obesidad que se vive en el mundo. Además de esto, el aumento de las cesáreas y el hecho de que las familias cada vez son más pequeñas limita las oportunidades de exposición a microorganismos en la niñez. Hay retos por delante y uno de ellos será convencer a la sociedad de que la medicina no es solo luchar contra los patógenos que invaden el cuerpo. Teniendo en cuenta que cada individuo hace parte de un ecosistema, la salud consistirá más en manejarlo como si se tratara de un parque natural. Y para mantenerlo bien, los médicos tendrán que empezar a pensar como ecólogos. Javier de la Torre Galvis / Semana