Manuel Teodoro llegó a Colombia cuando tenía apenas 16 años. Aunque nació en New Orleans desde muy pequeño se fue a vivir a Manila de donde es oriundo su padre. Al divorcio de la pareja, su mamá, que es colombiana, regresó al país con sus hijos. En un primer momento se sintió como un desplazado. Había venido un par de veces a visitar a sus abuelos, pero no conocía bien la cultura del país y escasamente hablaba unas palabras de español porque su lengua eran el inglés y el tagalo, el dialecto de Filipinas. Había dejado todo atrás: sus amigos y sus familiares paternos, su colegio, su ciudad. Tuvo que adaptarse a la nueva situación y con el tiempo logró hacer de Colombia su hogar, aunque hoy dice que el 50 por ciento de su alma es filipina, donde aún vive su padre. En el mes de octubre su programa Séptimo día cumplió 15 años de emisión. SEMANA lo invitó para que hablara sobre las más importantes lecciones que ha recibido en sus 58 años de vida. Este es su testimonio. “El primer gran consejo que recibí en mi vida me lo dio Mario Bermúdez, el padre de mi madre, mi abuelo. El me enseñó que en la vida uno siempre tiene que buscar balance. ¿Eso cómo se hace? Le pregunté. “Tú tienes dos escenarios. En uno está todo lo que te gusta hacer, el deseo, las fiestas, el arte, la música, la juerga, tomar licor, el amor y los romances; y en el otro está todo lo que te toca hacer, pagar cuentas, trabajar, ser querido con los demás, buen ciudadano, es decir los deberes. Si te vas mucho por un lado hay desequilibrio y si te vas por el otro la vida se te vuelve aburrida”. Siempre estoy consciente del balance entre esos dos. Eso lo he tratado de aplicar toda mi vida, a veces con éxito, a veces no. “Para admitir el alcoholismo se requiere mucha humildad” La experiencia más difícil que he tenido que vivir ha sido aceptar, ya hace algunos años, que yo no tenía ningún control sobre mi consumo de alcohol, ser consciente de que vivía una vida ingobernable y sentir que caminaba por el valle de la muerte, hacia una tumba, la cárcel o las urgencias de un hospital. Lo veía cada vez más cerca. Un día me dije: necesito ayuda e hice lo que tenía que hacer para frenar esa espiral hacia el infierno. Yo era alcohólico y los alcohólicos siempre lo somos hasta el final de la vida. Otra cosa es que estamos en recuperación, pero uno nunca deja de serlo porque en cualquier momento puedo recaer. Hoy llevo 12 años sin tomar nada. Es una enfermedad y la diferencia entre otros que toman es que ellos saben parar, lo controlan. Yo no sabía. Los alcohólicos cuando tomamos no sabemos parar. Y estrellamos carros y terminamos matrimonios. Esa no era la vida que yo quería. Tomé una decisión importante con las pocas neuronas que me quedaban en ese momento, que como ya lo dije, fue buscar ayuda, algo muy difícil cuando hay un grado alto de prepotencia. Porque para admitir este problema se requiere de mucha humildad. Ese es el principio fundamental de la recuperación. Eso ha sido para mí lo más difícil de la vida. Pero también digo que lo más glorioso por todo lo que sucedió después. Estos últimos 12 años han sido maravillosos porque he podido gozar sin depender de nada. Poder disfrutar de la música, la fiesta, de bailar sin tener que prenderme con algo me ha liberado y por eso vivo supremamente agradecido. “Esta humilde mujer es más feliz que muchos archimillonarios que conozco” También he aprendido de cosas buenas que me suceden a diario. La cotidianidad se ha convertido en una fuente de aprendizaje permanente. El otro día entré a mi oficina y vi a doña Marylin, que es la señora que nos limpia la oficina en Caracol, y estaba restregando el piso para quitarle una mancha. Todos los días cuando yo llego a las siete de la mañana me sonríe con una efusividad impresionante. Ese día me dio por preguntarle a qué horas llegaba ella y me dijo: “A las 5 y media”. ¿Entonces a qué horas se levanta para salir de su casa, que es en la calle 110 sur con carrera 69, y llegar aquí a tiempo? “A las tres y media”, me contestó ella. ¿Cuánto se demora? “una hora y media”, dijo. ¿Qué hace cuando llega a su casa? “hago el almuerzo de mi marido, la cena de mis hijos, lavo, plancho”. ¿Y en qué momento tiene tiempo para usted? “Entre las 9 y 9 y cuarto de la noche, doctor. En ese momento tengo 15 minutos para mí misma”. ¿Y qué hace en ese momento? “Agradezco, que tengo salud, que tengo familia sana, que mi marido no me golpea, que tengo trabajo, que ya no vivimos donde había guerrilla”. Me di cuenta con su respuesta que esta mujer era más feliz que muchas personas archimillonarias que yo conozco, por una sencilla razón: ella agradece lo que tiene, que puede no ser mucho en términos materiales, pero lo que tiene en forma intangible, es aún más valioso: su familia, su salud, su trabajo. Seguro que tiene deseos, pero no está obsesionada con lo que no tiene. Una semana después la volví a ver y le dije “muchas gracias”, y me dijo ¿por qué? “porque de ti aprendí algo”, le contesté. Creo que como ella hay muchas personas en este país que nos puede enseñar lecciones y a veces esas personas humildes son las que nos dan las mejores clases magistrales. “De Yamid aprendí a escuchar” Mis jefes han sido grandes maestros, Gustavo Godoy, en Univision; John Harris, en CBS; Yamid Amat en CM&. Yamid me permitió trabajar con él y observar que el buen periodista no habla tanto, sino que escucha. Él sabe escuchar y yo no lo sabía. Hasta ahora, a los 58 años, estoy aprendiendo a escuchar a la gente, y eso es muy importante en este oficio porque las mejores preguntas salen de la respuesta que te dio el entrevistado. Es lo que en este oficio llamamos la  la contrapregunta, Harris me enseñó que no es importante lo que uno hace en periodismo -en aquel momento yo estaba jalando cables-, sino la forma como lo haces. De Gustavo Godoy aprendí que cuando uno habla debe pensar en la audiencia. Grandes maestros.

“Hay que hacer las cosas ya porque no se sabe si mañana estaremos vivos” Un infarto casi fulminante que te acerca a la puerta de la muerte asusta mucho, creo que no hay nada que me haya asustado más en mi vida que tener un corazón que deja de latir, no poder asimilar oxígeno en el cuerpo y sentir que me iba a morir. Yo lo viví en 2013. Afortunadamente me pudieron resucitar en el hospital a tiempo. Después de este episodio acepté mi mortalidad. Yo me voy a morir algún día y al aceptar eso comencé a ver la vida de una manera diferente, a hacer cosas ya, porque mañana no tengo la certeza de que vaya a estar. Yo era de los que guardaba la mejor camisa para el domingo, los zapatos buenos porque si me los ponía se dañaban, la botella de perfume fino porque se acababa. Ahora uso todo eso cuando quiera porque no sé si me muera mañana. Siempre quise hacer ciertas cosas y las estoy haciendo ya. No sé por qué, pero ahora escucho más música, he leído más libros que no pensé leer, he tenido unos viajes que tenía guardados para la jubilación. ¡Qué jubilación ni que nada! Hay que hacerlos ya, yo no sé si voy a llegar a la edad de la jubilación, que en mi caso es pronto.  Ese fue el resultado de un infarto: vivir la vida más intensamente. “Los migrantes merecen toda nuestra admiración” Muchos programas que hemos hecho en Séptimo día me han conmovido mucho. Los que más me tocan el corazón son los que muestran situaciones donde las víctimas son niños porque ellos son los más vulnerables. Pero en 1997 hicimos uno que me dejó marcado y consistió en seguir la trayectoria de los colombianos que migraban en masa a los Estados Unidos desde Centroamérica a través de la frontera México-Estados Unidos, bajo condiciones precarias. Más que contar la historia, lo interesante fue cómo la hicimos. Cada reportero asumió un pedazo del trayecto y se puso en el papel del colombiano que llega a un punto, y de ese cruza a otro por la frontera. Usando cámaras escondidas mostramos los peligros que vivían quienes pasaban por el hueco e incluso conseguimos trabajos como ilegales, para mostrar cómo era la situación cuando llegaban. Un reportero trabajó en un delicatesen en Brooklyn. Lo grabamos de una forma absolutamente loca, sin que los propietarios se dieran cuenta. Todo tenía un solo propósito y era mostrar que estas personas merecen admiración, que el colombiano que se va en esas condiciones lo hace porque está desesperado. Colombia vivía un momento terrible, un éxodo masivo. Experimentarlo y reportarlo me produjo mucha satisfacción. Hoy esa serie de tres entregas tiene una particular relevancia por lo que está pasando con Venezuela. No es muy diferente; es prácticamente lo mismo. La diferencia es que los colombianos se iban para Estados Unidos, un país más rico y en el caso de los venezolanos ellos están llegando a Colombia, que no es tan rico, pero igual ellos agradecen mucho estar acá. Lo importante es que sus dramas son parecidos. El tema de desplazamiento, refugiados, desplazados y de migraciones, me toca el corazón porque yo soy un poco eso. Llegué a este país a los 16 años sin conocer, sin hablar español, en condiciones diferentes y por eso me identifico con la experiencia de desplazarse de aquel lugar al que tú consideras tu hogar. Para todos estos venezolanos su hogar no es Bogotá, es Caracas, su país es Venezuela, no Colombia, y siempre lo va a ser. Nunca van a sentirse totalmente completos por más de que les demos la bienvenida. Yo me sentía extranjero en este país, quería estar con mi mamá pero no quería estar aquí porque sus costumbres eran diferentes. Cuando hablo con esta gente y hablan de la experiencia de desplazarse en contra de voluntad me identifico con ellos. Yo hoy llamo a Colombia mi hogar, pero un pedazo de mi alma está en Filipinas porque allá viven mi papá, mis amigos, mi familia. Esos primeros 15 años lo marcan a uno para siempre. Pero ahora tengo esposa colombiana, hijos colombianos, trabajo aquí y he logrado encontrar la belleza de este país. Entonces sí es mi hogar y no me siento desplazado. Vivo una experiencia bicultural en todo el sentido de la palabra. “Yo tengo derecho a ser feliz” Dentro de cinco años tendré 63 años y estaré más viejo. Quisiera conocer más del mundo, más de Colombia, me muero por ir a sitios antes vedados por el conflicto armado. Quiero estar más tranquilo, pero esa ‘loca de la casa’ me martilla con pensamientos inútiles a los que quisiera pararles menos bolas. A ella la trato de calmar con meditación durante diez minutos diarios. Me gustaría estar más cerca del mar, porque crecí al lado de mar y mi piel, mi psoriasis y todo funcionan mejor en ese clima. Y quisiera ser abuelo. Ojalá uno de mis dos hijos me dé ese privilegio. Lo veo difícil, pero tengo los dedos cruzados. Mi lema o filosofía de vida es que tengo derecho a ser feliz, siempre y cuando no le haga daño a nadie ni a mí mismo. Yo tengo el derecho a sentir esa felicidad y si alguien o algo me limitan ese derecho debo denunciarlo o alejarme de él o ella. Estamos aquí por un tiempo muy breve -78 años creo que es el promedio de vida. Cuando ves eso en la pantalla grande de la historia del mundo, es muy poco tiempo y en ese poco tiempo quiero disfrutar. Hoy. Ahora. Porque no tengo ni la más remota idea de qué va a pasar después”.