Vivo sola con mi hija María, de 14 años, y desde finales de febrero de 2020 no volví a salir de mi casa, hice teletrabajo y me cuidé mucho. En noviembre sentí que no podíamos seguir tan encerradas. Le invitaba amiguitas a la casa, visitábamos un centro comercial o las dejaba que se vieran en un parque.
Salí un par de veces a restaurantes y a las labores normales de supermercado. En alguno de esos momentos nos contagiamos. El primer síntoma lo tuvo mi hija cuando le dije que la cocina olía muchísimo a un quitaesmalte que ella había usado.
Cuando ella me dijo “a mí no me huele a nada” llamé al médico y enseguida programó una prueba de covid. Al día siguiente amanecí con un ardor terrible en la garganta, como si un gato me hubiera aruñado por dentro, y no me sabía a nada la comida. El lunes siguiente el examen dio positivo para las dos: era covid.
Me sentí horrible, respiré profundo y fui a darle valor a mi hija cuando por dentro estaba vuelta nada. Tengo 54 años, fui fumadora por muchos años y me parecía terrible pensar en llegar a una clínica y dejar a mi hija sola. Ella no se podía quedar sin mamá.
Por fortuna fueron síntomas leves, excepto los dos días finales cuando me dolió todo el cuerpo como si me estuviera desbaratando por dentro. Qué pena, pero este virus es una porquería, por no usar otra palabra para describirlo.
Cuando los médicos dijeron que ya no éramos peligro para la sociedad nos fuimos a Cartagena a un viaje planeado con anterioridad. Al bajar del avión no noté la diferencia del cambio de ciudad. Cartagena te huele, pero a mí no me olía a nada. Estaba viendo un paisaje distinto, pero sentía como si no hubiera cambiado de lugar.
En ese momento me di cuenta de lo valioso que es el olfato. Esa sensación hace parte de vivir. Es el tema de oler el mar, a pino, al guiso de la olla en la cocina y a las cosas que complementan la experiencia a través del olfato.
Tampoco sentía el gusto. Antes, cuando me comía un brownie, sabía qué era eso y no mermelada ni arequipe porque los distingo en el paladar, pero ahora, cuando pruebo cualquiera de esas tres cosas, me saben a dulce, pero no a lo que saben. El arroz con coco me sabe a dulce, pero no a coco.
Lo que predomina es el sabor fuerte: el dulce, el ácido, lo salado, pero no es una experiencia que yo pueda diferenciar. Para mí una cucharada de patilla, de papaya o de piña es lo mismo. Con el pan francés me siento comiendo papel.
Perder ambos sentidos es una tragedia porque son complementarios. El olor a ajiaco te lleva a la casa de tu mamá y te genera una sensación de delicia tal que cuando te sientas a la mesa y hueles su aroma reconoces a qué te sabe porque está en tu mente. Sin haberlo probado sientes una sensación gratificante que se confirma cuando llevas una cucharada a la boca. En este caso no hay eso. El recuerdo está, pero no se evoca, es más imaginario. No se puede anticipar.
Me tomo un sanchocho, una minestrone o un ajiaco y me saben a lo mismo: a agua con sal. Curiosamente, no he dejado de comer porque siento hambre y preparo cosas agradables para no perder el gusto por la cocina. Para mí la cocina es amor y sentir que hoy mi hija come todo lo que hago y me lo agradece es lindo, pero que nada le sabe es frustrante. Es cocinar a ciegas. Espero que algún día pueda llevarme a la boca una cucharada de lo que más me gusta y decir “ay, me supo a eso”.
Llevo más de un mes con esta secuela. El médico me dijo: “Mire, tiene que acostumbrarse a esto y tener paciencia porque puede durar. Es una secuela muy común y a algunos les vuelve el olfato en dos semanas, pero a otros seis meses después y tristemente podría ser permanente”.
Los tres médicos que me han visto en el seguimiento a la covid coinciden en lo mismo: “No hay nada que hacer. Paciencia y esperar”.
Siento nostalgia, un deseo de volver a cuando las cosas me olían y me sabían. Siento que algo se perdió. No quiero sonar a víctima porque me fue bien, hay personas que van a la uci y debo estar agradecida de que nunca me tocó ir al hospital. Pero sí les digo: no se expongan.
La impotencia que se siente es horrible y si tuvieran los dolores terribles que dan solo en un día no serían tan irresponsables en la calle. O si pensáramos en lo que vive un médico en un turno en el que se le mueren cinco personas, se quejarían menos de tener que quedarse en la casa trabajando por Zoom.