La dedicatoria de un libroSentados los cuatro en su casa, el doctor Felipe Coiffman y su esposa Fanny Fraind eran los encargados de hacerle entender a la muchacha que tenían al frente una verdad que apenas presentía, que le alteraba los nervios. Corrían los años sesenta y el médico intentaba explicarle que el señor de barba que estaba a su lado era quien la había dado a luz.En 1965, el doctor Coiffman hizo la primera cirugía de cambio de sexo en Colombia. A su consultorio llegó una paciente deprimida, a quien él identificó en riesgo de suicidio. Decenas de veces les había dicho a sus médicos que era un hombre, y la receta que recibía era que buscara marido para que le pasara la ‘chifladura’. Escuchó el consejo, contrajo matrimonio y parió una hija. Pero nada sirvió para calmar la angustia. En la Colombia de mitad de siglo XX, solo el doctor Felipe Coiffman entendió que al frente no tenía a una mujer, sino a un hombre con características fisiológicas femeninas.Por las revistas científicas había conocido los procedimientos que ya se empezaban a usar en el mundo para hacer el cambio de sexo. Sabía que si no ayudaba a su paciente, nadie más lo haría en este país. Pero operar era un riesgo tremendo. Era necesario extirpar los senos y amputar la vagina para reconstruir un pene, y hacer eso era un delito que daba cárcel. También sabía que nadie le prestaría un quirófano para una cirugía que a la luz de la época parecía una locura.Aun así, Coiffman se entregó a la labor de convencer al entonces director del hospital San Juan de Dios de Bogotá. “Es que eso no hay que curarlo”, le dijo hasta el cansancio, explicando que no estaban tratando a una persona enferma, sino simplemente a un hombre.La intervención fue exitosa y luego de un tratamiento de hormonas, el cuerpo de su paciente lucía masculino, con pelo por doquier. Años después, la hija de su paciente iba camino a la adultez en medio de una angustia que no se explicaba. Sentía que había algo extraño con su figura paterna, y esa inseguridad le alteraba los nervios. Hoy Coiffman recuerda que fue más difícil hacerle entender a ella la realidad sobre su progenitor, que haber sido el pionero en esa operación. Y dice que si no hubiera sido por su esposa, “mi mano derecha y mi mano izquierda”, no habría sabido cómo explicarle.**Coiffman había llegado a Colombia a los 6 años, en 1932, cuando sobre su pequeño pueblo natal en Rumania (hoy territorio ruso), y sobre media Europa, empezaba a alzarse la sombra de Adolfo Hitler y de sus ideas asesinas. Su padre, judío como toda la familia, lo percibió antes de que comenzara el Holocausto, y entonces sentenció: “Aquí ya no hay esperanza”.La esperanza la encontró en las oficinas diplomáticas de Colombia, uno de los pocos países que en Rumania entregaba documentos de ingreso sin ningún problema. Del viaje que duró 3 meses, en un barco alemán, apenas recuerda los cuidados de su madre para que él, incapaz de quedarse quieto, no cayera por la borda.

Desembarcaron en Ciénaga, sobre la costa Atlántica, y pronto tomaron rumbo por el río Magdalena. Llegaron a Tolima y luego partieron hacia Bogotá. Por esos tiempos, en paralelo, la familia de su esposa Fanny Fraind vivía un exilio similar desde Polonia.De las noticias del ocaso de Europa se enteraron durante varios años por las cartas de un tío que se quedó. Pero cuando se construyeron los campos de concentración y comenzó la masacre, la correspondencia se interrumpió para siempre.El 9 de abril de 1948, Coiffman, decidido ya a ser médico como si no existiera otra posibilidad de realización vital, recorrió las calles en llamas de Bogotá, recogiendo cuerpos, muertos y agonizantes, que se montaba al hombro para llevarlos a las desbordadas salas de urgencias. Quería salvarlos, pero entonces no sabía cómo. Cinco años después se graduó como uno de los mejores médicos de su clase en la Universidad Nacional y, dice, esa fue la mejor decisión de su vida.**Luego de reproducirse unas 50 o 51 veces, las células agotan su material genético y, en un proceso conocido como el ‘suicidio celular’, se programan para desaparecer, como si la naturaleza quisiera ponerle un límite a la existencia, explica el doctor Coiffman. Es por eso que él, a sus 91 años, no cree que alguien pueda vivir mucho más de 120.Pero por esa certeza, el doctor Coiffman, cuya vida ha estado impulsada por el deseo de conocer y entender, no ha dejado de buscar la fuente de la eterna juventud. Hace dos años viajó solo hasta San Agustín, un pequeño pueblo en Estados Unidos donde, cuenta la leyenda, el conquistador español Ponce de León encontró ese elixir. El doctor se tomó un vaso de agua del mítico riachuelo, y luego observó, incrédulo, que los habitantes del lugar, la mayoría de rasgos indígenas, en efecto lucían más corpulentos y saludables que los blancos.Hace 20 años, con la misma inquietud, había viajado junto a un alumno suyo hasta Vilcabamba, en Ecuador, una región conocida como el Valle de la longevidad, donde es común que sus pobladores superen los 100 años. Allí pudo analizar que, como en la región de Abjasia, en Ucrania, donde viven las personas más viejas del mundo, la gente lleva una vida sencilla, rodeada de montañas, tomando el agua directamente de sus ríos, sin filtros, y consumiendo los alimentos que ellos mismo cultivan.“Es gente que no pelea con nadie, que le importa un comino que en la ciudad vecina haya industria o carros, que vive muy ligada a la naturaleza. Se casan entre ellos y se educan en lo básico, sin deseos de ir más allá”, cuenta.Coiffman cree que mientras la mente funcione, y ni el olvido ni la demencia jueguen malas pasadas, mientras haya libertad para disponer del cuerpo, vale la pena vivir hasta edades avanzadas. Eso, en su caso, significa que lo hará mientras pueda recordar y escribir. Por su cuenta, pese a la resistencia de uno de sus tres hijos, firmó hace una década un documento en el que pide que, si llega a padecer una enfermedad terminal que le impida decidir sobre su propio destino, los médicos no intervengan para evitar su muerte.**La estadística dice que la esperanza de vida de las mujeres es mayor que la de los hombres. “Desafortunadamente, contrario a lo normal, ella murió primero”, dice. Hace 6 años, a su esposa Fanny le diagnosticaron cáncer de ovarios, ‘el asesino silencioso’, le dicen, porque cuando lo identifican ya es muy tarde. Murió poco después.En el amplio apartamento que compartieron, atestado de fotos familiares en las que aparece ella, Coiffman pasa el tiempo escribiendo sobre medicina, o en compañía de dos o tres empleados suyos que andan siempre merodeando, a los que trata con humor. “Elsa, tráigame un café, pero con poquito azúcar y con poquita cocaína, por favor”, le dice a una de ellas, una tarde de finales de año, sentado en su comedor.Luego se para y camina hacia su biblioteca. Allí pasa la mano sobre los distintos tomos del Tratado Coiffman, el libro con el que se enseña cirugía plástica en gran parte de Hispanoamérica, su mayor satisfacción. Desde la primera de sus cuatro ediciones, publicada en 1986, no ha parado de trabajar junto a otros 200 cirujanos del continente para mejorarlo y actualizarlo. De hecho, su único anhelo, dice, es que tras su muerte se siga imprimiendo.Coiffman agarra el primer tomo de la edición más antigua que conserva, lo abre en la primera página y repasa con el dedo una dedicatoria que escribió hace 40 años.-“A Fanny, mi esposa, y a todas las esposas de los autores, por las interminables horas de compañía que no les dedicamos”.Este texto hace parte del especial Llegar a viejo, donde se recogen las historias y reflexiones sobre la vida, la vejez y la muerte, de cinco personas excepcionales. Acá puede verlo completo.

Foto: Juan Carlos Sierra