Antes del accidente del avión de Germanwings, Andreas Lubitz era visto como una persona normal, sonriente y responsable, que había logrado cumplir su sueño de niño: volar. Pero el 24 de marzo pasado el copiloto cometió un acto que ninguno de sus conocidos imaginaría. Se encerró en la cabina del avión, lo aceleró y emprendió un descenso que lo estrelló diez minutos después contra las montañas de los Alpes franceses y causó su muerte y las de 149 personas más a bordo. Las autoridades encontraron en su casa antidepresivos, incapacidades médicas y un diagnóstico previo de un trastorno mental. De ahí a cuando la opinión pública lo llamó desquiciado, depresivo y criminal no pasó mucho tiempo. “Loco en la cabina”, “Piloto asesino tenía depresión”, “¿Por qué diablos lo dejaron volar?” fueron algunos de los titulares. Pero esta asociación no solo es errada sino perjudicial para las personas que padecen algún tipo de trastorno mental. Es equivocado porque un diagnóstico de depresión difícilmente podría explicar este trágico desenlace. “En este caso hay algo fundamentalmente diferente y ahí es donde hay que buscar”, dice James K. Knoll, director de psiquiatría forense de la Universidad de Nueva York. La gran mayoría de enfermos mentales nunca intentarán hacer nada violento y los estudios señalan que apenas el 5 por ciento de los crímenes se puede atribuir a un trastorno mental. “Si yo tuviera una varita mágica para desaparecer la esquizofrenia, el desorden bipolar y la depresión mayor, permanecerían el 95 por ciento de las actos violentos”, explica Jeffrey Swanson, profesor de psiquiatría de la Universidad de Duke. En Estados Unidos, la gran mayoría de gente implicada en violencia con armas y homicidios “no ha sido diagnosticada con una enfermedad mental y no parece tenerla”, dice a SEMANA Adam Lankford, experto en justicia criminal de la Universidad de Alabama. Paradójicamente, lo más común es lo contrario. Según Rebecca Palpant, del programa de salud mental Rosalynn Carter, estas personas tienen cuatro veces más riesgo de ser aislados y victimizados que la población general, especialmente en países en vías de desarrollo. Un estudio mostró que en un periodo de cuatro meses el 8,2 por ciento de estos enfermos fue agredido, comparado con apenas el 3,1 por ciento de personas de la población general. Pero lo más preocupante del caso de Lubitz es que profundiza aún más el estigma que rodea estas enfermedades y a quienes las padecen. El estigma es una serie de creencias que se le etiquetan a un grupo de personas. “Histórica y culturalmente se ha creído que estas enfermedades son terribles, peligrosas y vergonzosas. Es la lepra moderna”, dice Myriam Jimeno, antropóloga y experta en cultura de la violencia. Algunos incluso las ven aún como si se trataran de posesiones demoniacas. Si a ello se le añade que podría ser el detonante de masacres, como se ha hecho de manera irresponsable con la historia de Lubitz, se reforzarían la ansiedad y las dudas de estos pacientes sobre consultar y recibir tratamiento. “Muchos dirán que deben mantener escondidos los síntomas a toda costa”, señala Ron Honberg, de la Alianza Nacional de Enfermedades Mentales de Estados Unidos. Eso sería muy grave porque en Colombia la incidencia de estas condiciones es alta. Según el estudio de salud mental realizado en 2003, cuatro de cada diez colombianos ha tenido alguna vez un trastorno mental. Esto en plata blanca significa el 40,1 por ciento de la población. Sin embargo, solo el 12 por ciento de ellos ha recibido algún tipo de tratamiento. Tan preocupante como lo anterior es que la gente espera en promedio ocho años para hacer la primera consulta. Según el psiquiatra José Posada, las causas de esta demora son “la ignorancia, el estigma y la ausencia de una política de salud mental”. El experto calcula que el panorama de estas enfermedades podría ser mayor hoy debido al desplazamiento forzado y el desempleo, factores de riesgo para estos problemas que siguen ocurriendo en este país como consecuencia del conflicto armado. La falta de diagnóstico y tratamiento solo empeora la enfermedad. Jorge Noriega, presidente de la Asociación Colombiana de Bipolares, señala que estos males no son diferentes a los físicos. “Si uno tiene caries y no va al odontólogo, el problema progresa hasta que afecta la raíz y comienza a doler. Lo mismo sucede con un trastorno de estos: si no se atiende bien, puede terminar hasta en psicosis”. Según Posada, el 50 por ciento de los pacientes con esquizofrenia pueden llevar una vida funcional si reciben un tratamiento integral que, lejos de lo que la gente piensa, depende solo en el 20 por ciento de la terapia farmacológica. El resto de la recuperación se logra con cambios actitudinales, comportamentales y cognitivos que se dan con apoyo apropiado y oportuno de médicos especializados. Pero en una sociedad donde el estigma prevalece, este se convierte en una barrera para buscar y cumplir el tratamiento, para acceder a un trabajo y para integrarse a la comunidad, condiciones ideales de cualquiera que sufre una dolencia, ya sea física o mental. El círculo vicioso empieza por el propio paciente que se autodiscrimina “al negar sus síntomas y evitar la ayuda profesional”, dice a SEMANA Frank Ochberg, profesor emérito del Dart Center de la Universidad de Columbia. Palpant señala que es una de las barreras más difíciles de derrumbar y que en cierta forma es lo que causa los suicidios porque ellos mismos se sienten devaluados. “La mayoría de las personas creen que es una debilidad más que una enfermedad”, apunta el psiquiatra Jorge Téllez, fundador de la Asociación Colombiana contra la Depresión. Si la familia del paciente comparte esos mismos estereotipos sobre la enfermedad, el problema se agrava porque los van excluyendo poco a poco “y así se daña su principal red de apoyo”, dice el psiquiatra Edwin Erazo. La gente con problemas de salud mental necesita el soporte de sus seres queridos para buscar tratamiento, pero “en aquellas familias donde no hay conciencia de estas enfermedades evitan hacerlo”, dice Lankford. Otros los abandonan a su suerte porque creen que el psiquiatra y el medicamento son suficientes para resolver el caso. Los afectados viven eso a diario. En la casa de Noriega, un ingeniero civil con trastorno bipolar, le prohibieron “desde manejar hasta opinar”, dice. Hay estudios en los que se evidencia que el grupo familiar los infantiliza y segrega y está demostrado que ello no solo no es necesario sino que es contraproducente. Por eso, se ven casos en los que el paciente guarda en secreto su enfermedad, incluso a su pareja por miedo a que esa información sea usada en su contra. No es infrecuente ver en el sistema judicial que los esposos echen mano de una ida al psiquiatra o un diagnóstico mental para reclamar la patria potestad de sus hijos. En el ambiente laboral la situación no es muy diferente. “Las incapacidades psiquiátricas son muy mal vistas, tanto que ni siquiera los pacientes las reciben ni quieren presentarlas en sus trabajos”, dice Téllez. A veces, los empleadores no entienden por qué una persona con un trastorno mental no puede ir a trabajar. Para completar este círculo perverso, el estigma está presente en el sistema de salud y se refleja en la falta de una ley, en la escasez de médicos psiquiatras y en la falta de recursos para dar un buen tratamiento. Tal como están las cosas hoy, las consultas son muy distanciadas, y el tiempo de atención es de apenas 20 minutos cuando lo mínimo son 40, y eso imposibilita que los psiquiatras logren explicar lo que tiene el paciente o brindarle atención integral. La información es crucial para la recuperación, como sucede con la diabetes o los problemas del corazón o cualquier otra dolencia física. “Después de muchos médicos y clínicas alguien le puso nombre y apellido a mi problema y desde ese momento empecé a salir de la ignorancia, y eso fue la mejor ayuda porque entendí que debía hacer cambios en mi vida y que eso era el principal factor de mi recuperación: dieta, ejercicio, menos estrés y cero alcohol”, dice Noriega. Ante este panorama, el país está en mora de iniciar una campaña de educación para acabar con la ignorancia frente a la salud mental. En España y en Escocia se han desarrollado algunas estrategias básicas que buscan identificar la discriminación en el lenguaje. Con frecuencia se escucha decir: “este país es bipolar”, “a ese señor se le corrió la teja” o “pilas con esa vieja, que es loca”. En otros casos se peca por identificar la enfermedad con la persona, como cuando la gente dice “ella es depresiva” aunque casi nunca se refiere a una persona con cáncer como cancerosa. Decirle loco a cualquiera es impreciso porque la locura es un término para ciertos pacientes, pero no para todos. Pero también es bastante peyorativo utilizarla para designar a una persona que de por sí ya está sufriendo bastante. ¿Enfermos o asesinos? Con frecuencia se ven crímenes que nadie puede explicar como el de Andreas Lubitz, el del Desalmado en Putumayo o el de un hombre que incineró a su novia en Villavicencio. En la mente de muchos estas acciones extremas solo encuentran explicación en la locura. Pero esto no es necesariamente verdad. Los expertos señalan que la enfermedad mental solo explica los asesinatos en serie en un porcentaje muy bajo. En el 80 por ciento de los casos se deben a exceso de ira, paranoia, delirios de superioridad, sed de venganza o narcisismo extremo. “En general los enfermos mentales tienden a hacerse daño a sí mismos pero no a otros”, dijo a SEMANA Frank Ochberg, profesor emérito del Dart Center de la Universidad de Columbia. ¿Salir del clóset? El escenario ideal sería que un paciente pudiera decir que padece una enfermedad mental como lo haría si fuera hipertensión o diabetes. Sin embargo, los expertos reconocen que en Colombia no es conveniente ‘salir del clóset’ por el riesgo a ser discriminado. “Aún no hay madurez para que la sociedad lo acepte”, dice el psiquiatra José Posada. Esto no quiere decir que la persona deba esconder a todos su enfermedad. Es importante aceptarla, buscar tratamiento integral y contar con el apoyo de familiares que son fundamentales. Si bien en el trabajo no es obligatorio revelar la condición, hay que tener en cuenta que no se pueden aceptar funciones que generen alto estrés porque este es un factor de riesgo que podría obstaculizar la recuperación. En ese sentido las directivas de una empresa pueden ayudar a ubicar a estas personas en trabajos más adecuados. Lo importante es que la sociedad cambie “y la manera de hacerlo es con el ejemplo”, dice el psiquiatra Edwin Erazo. El costo del estigma Piedad Bonnett relata cómo la marca interfirió en el tratamiento de la enfermedad de su hijo Daniel, quien se quitó la vida en 2011, ocho años después de ser diagnosticado con esquizofrenia. “A los 19 o 20 años Daniel empezó a cambiar sus comportamientos. Hablaba obsesivamente sobre sus planes, y no sé qué otras cosas, porque parte de su vida transcurría en la universidad. Quizá mostraba un poco de paranoia o creía ver signos en cosas insignificantes. En todo caso su sintomatología no era demasiado visible ni había agresividad ninguna. Sin embargo, algunos de sus amigos se alejaron de él. Yo solo supe de un caso, de una amiga suya. Una mamá no puede ver lo que pasa en ciertos ámbitos, y él no decía nada, en parte porque era introvertido, en parte porque, tal vez, se asustaba con la idea de estar enfermo, no la aceptaba. Pero esas pérdidas (de sus amigos) hicieron que él fingiera, de ahí hasta su muerte, que era perfectamente normal. El miedo al estigma lo llevó a eso, con el consiguiente esfuerzo, casi desmesurado, por tener el control total de su persona. Su enfermedad fue desde entonces su gran secreto, que logró mantener hasta con la gente más cercana. El costo, creo, fue altísimo: una especie de doble vida, que lo llevó a no abandonarse jamás ni a confiar a otros lo que le sucedía, por miedo al rechazo”. “Decidí no esconderme” Gloria Pinto supo que tenía esquizofrenia a los 27 años. Hoy cuenta cómo logró superar el estigma y recibir el tratamiento adecuado. “Me diagnosticaron cuando tenía 27 años. Al principio había una ignorancia total sobre qué hacer. Cuando tenía crisis regalaba plata, botaba cosas y por la paranoia pensaba que mi familia estaba contra mí. Eso me distanciaba de ellos. Años después del diagnóstico seguía dando palos de ciego porque los psiquiatras no daban información. El estigma siempre fue una gran preocupación. Mis papás me decían “no le diga a nadie para que no la ataquen”. Los psiquiatras me recomendaban que me callara porque si decía no me contrataban. Pero todo cambió cuando encontré la Asociación Colombiana de Pacientes con Esquizofrenia y ellos me brindaron apoyo y educación para manejar la enfermedad en tiempos de crisis como en estabilidad. Aprendí muchísimo sobre los síntomas y el tratamiento y logré estar 16 años sin crisis. Todo esto ha sido gracias al apoyo de mi familia, pero sobre todo a darme cuenta de que esta enfermedad no podía gobernar mi vida y para eso era necesario no seguir escondiéndome”. S.O.S. No hay que tenerle miedo al diagnóstico. Ante cualquier síntoma lo mejor es consultar. Estos son algunas grupos de pacientes que ofrecen orientación. Asociación Colombiana de Bipolares: 615 07 88 Asociación Colombiana de personas con Esquizofrenia y sus Familias: contacto@acpef Asociación Colombiana contra la Depresión: 530 11 70 - 611 32 02 - 802 16 14