Sin entrar en el debate de si la obesidad debe o no considerarse una enfermedad, y siendo conscientes de que sus causas pueden ser múltiples, nos enfrentamos a un verdadero problema de salud pública que aumenta tanto la morbilidad (enfermar) como la mortalidad (morir debido a ello).
Independientemente de lo que nos lleve a pasarnos del peso que se considera dentro de lo normal, esos kilos de más nos afectan de un modo u otro. Existen pruebas irrefutables de que la obesidad es un importante factor de riesgo para padecer otras enfermedades como hipertensión, dislipemia (alteración de la cantidad de lípidos en sangre, como el colesterol), diabetes, enfermedades cardiacas e infartos cerebrales, piedras en la vesícula, artrosis, ovario poliquístico, síndrome de apnea del sueño y algunos tipos de cáncer. Y nos hemos quedado cortos, pues se considera que la obesidad y el sobrepeso incrementan el riesgo y favorecen el desarrollo de más de 200 enfermedades crónicas.
Además, y desafortunadamente, desde el inicio de la pandemia debida al coronavirus se hizo patente el hecho de que la obesidad empeoraba la situación. Sí, desde hace años se conoce que las personas obesas son más vulnerables a las infecciones y a las complicaciones derivadas de las mismas. En el caso concreto de la covid-19, y según un estudio de la Sociedad Española de Obesidad, el 80% de las personas con manifestaciones severas por coronavirus en España eran obesas.
La acumulación de grasa enferma al tejido
¿A qué se debe que el ser obeso aumente el riesgo de contraer otras enfermedades? La investigación en biología celular, bioquímica y genética nos ayuda a responder.
Las principales células responsables del almacenamiento de grasa en nuestro cuerpo son los adipocitos, que forman parte del llamado tejido adiposo. En este tejido también hay otros tipos celulares, como los linfocitos y los macrófagos del sistema inmune, y el buen estado de salud del tejido depende de que exista un equilibrio funcional entre todos los tipos de células.
Pues bien, en la base de la obesidad se encuentra la adiposopatía, que podemos decir que es una alteración que se produce debido a que, por diferentes causas, ingerimos más calorías de las que gastamos. Esto da lugar a una alteración anatómica (deposición anormal de grasa) y funcional (inmune y hormonal) del tejido adiposo que puede causar o empeorar una enfermedad metabólica.
¿Y qué es una enfermedad metabólica? Sencillamente un daño debido a la alteración de nuestras vías metabólicas, como la del colesterol, la insulina y las hormonales, que a su vez dan lugar a enfermedades como arterioesclerosis, la hipertensión, la diabetes y un aumento de hormonas masculinas en mujeres y su disminución en hombres.
La grasa se acumula donde no debe
Cuando los adipocitos comienzan a acumular más grasa de lo normal también se produce deposición de grasa más allá de donde debería, por ejemplo, en el hígado y en el músculo. Junto a la adiposopatía, este hecho provoca una alteración en la secreción de hormonas, como la leptina, y de toda una serie de proteínas proinflamatorias, como las citoquinas.
Además, la obesidad da lugar a una deposición anormal de grasa alrededor del corazón. Un estudio reciente realizado sobre casi 7 000 participantes ha puesto de manifiesto que el aumento de la grasa pericárdica se asocia con el riesgo de fallo cardiaco.
El aumento en la secreción de citoquinas debido a la obesidad no sólo reduce la capacidad de responder a la infección respiratoria causada por el coronavirus, sino que provoca que todo empeore. Más aún, la asociación de la obesidad con una disminución de la función inmune hace que estos pacientes sean más susceptibles a todo tipo de infecciones.
En cuanto al tratamiento, en los obesos disminuye la respuesta a los antivirales y son menos eficaces las vacunas. El novelista Charles Dickens dijo que “cuanto más engorda uno, más prudente se vuelve. Prudencia y barriga son dos cosas que crecen simultáneamente”. Visto lo visto, más vale que seamos prudentes y no hagamos crecer la barriga.
Por: Francisco José Esteban Ruiz
Profesor Titular de Biología Celular, Universidad de Jaén
Artículo publicado originalmente en The Conversation