Muchos padres, al contemplar el candor y la alegría de sus niños, albergan el deseo secreto de que no crezcan nunca. Sobre todo, le temen a la llegada de la adolescencia, pues la transformación que se opera en ellos, a veces, provoca un sentimiento de impotencia ante un ser en quien se entrecruzan tormentosamente el infante con el adulto. Y no se trata de una experiencia etérea, sino que se manifiesta en el día a día, en especial, en la comunicación.
Una de las quejas frecuentes es que los jóvenes en esta etapa no miran cuando se les habla. “Grosero”, “irrespetuosa”, los llaman. Ahora, la neurociencia llega a conclusiones útiles para comprender esta y otras actitudes irritantes.
Estudiosos de la Escuela de Psicología de la Universidad de Kent encontraron que durante una conversación ellos gastan 12 por ciento menos de tiempo mirando al interlocutor que los adultos jóvenes. Lo sorprendente es que su intención no es ser descorteses, sino que están haciendo su mejor esfuerzo para fijar esa atención que tanto les reclaman.
“A los adolescentes se les dificulta procesar las exigencias de la conversación, o sea, ejercitar la memoria, mostrar interés y procesar el contenido, por la constitución de su cerebro”, le explicó a The Times, de Londres, la profesora Heather Ferguson. Ella formó parte de la investigación, cuyo eje fue la base cognitiva de la comunicación social.
Si esquivan la mirada, es porque intentan reducir la información visual o extra que deben procesar mientras hablan. Es curioso, detalló el estudio (publicado por la revista científica Nature Human Behaviour), que no solo evitan la vista de quien los interpela, sino que dirigen sus ojos a un fondo liso, como la pared o el techo, cuya información no es tan compleja ni dinámica como sucede con las caras.
El consejo de la doctora Ferguson para los padres es no darles lata con eso de “mírame cuando te hablo”, pues puede que los entiendan menos.
Para nada insensibles
La comunicación con los púberes también se ve afectada porque responden con silencio a las preguntas de papá y mamá, y esto no se le puede achacar a su cerebro, según lo descubierto hasta ahora, pero la psicología tiene una teoría.
La doctora Sarah-Jayne Blakemore, quien enseña neurociencia cognitiva en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, le declaró al periódico inglés que se debe a la complejidad de sus vidas y a que les cuesta entender sus sentimientos. Eso sí, interactúan de maravilla entre ellos, luego no son del todo incapaces de poner en uso esas habilidades.
La razón de su distancia con los adultos puede estar inspirada en los dictados de la evolución y la adaptación, de acuerdo con Blakemore, quien observó para The Times: “Necesitan independizarse gradualmente de sus familias y asociarse con sus pares para aprender cómo integrarse a la sociedad. Crear su propio lenguaje y mundo social es realmente importante para ellos”.
Otra creencia es que estos jóvenes son insensibles. La ciencia, empero, sugiere lo opuesto, y un indicio de ello se manifiesta en cómo viven una emoción como el miedo.
Por citar un caso, los asalta el temor de que todo el mundo los odia en el colegio y lo experimentan como si el mundo se les cayera encima. Los padres suelen considerar que están siendo dramáticos o ridículos.
La médica Frances Jensen escribió The Teenage Brain (El cerebro adolescente), best seller de The New York Times, en el cual explica que, cuando se les muestran imágenes perturbadoras a adolescentes y adultos, la actividad de la amígdala y otras partes del cerebro que regulan el miedo es dos veces más alta en los primeros que en los segundos.
“Probablemente se deba a que las conexiones entre los lóbulos frontales y las regiones que tienen que ver con las emociones en el cerebro no están lo suficientemente desarrolladas en ellos como para cumplir la función de enviarles esta señal: ‘cálmate, cálmate’”.
Jensen aconseja no menospreciar ni burlarse de esas manifestaciones, sino comprender que estos chicos solo tratan de entender el mundo con el cerebro que tienen.
Componentes muy característicos del paisaje urbano son los skaters y otros grupos de jovencitos haciendo saltos y piruetas que desafían el vértigo y casi matan de los nervios a sus progenitores. En esas idas y venidas, no es raro que aparezcan las drogas y el fantasma de la adicción.
El estado de su cerebro también tiene mucho que decir sobre eso, según Blakemore, quien, en su libro Inventándonos a nosotros mismos: la vida secreta del cerebro adolescente, cuenta que este periodo se caracteriza por una intensa “neuroplasticidad”, por la cual todo lo que rodea a los jóvenes moldea ese órgano.
Jensen agrega: “Sus sinapsis (zona de contacto entre las terminaciones de las neuronas o axones y el cuerpo celular de otras neuronas o dendritas) están fuertemente conectadas y eso es bueno para el aprendizaje, pero los hace susceptibles a las adicciones.
Están muy enfocados en la satisfacción inmediata, pero el lóbulo frontal del cerebro aún no está capacitado para prevenirlos de hacer cosas nocivas”.
A la posibilidad de quedar enganchados a las drogas y el alcohol, se suma que el consumo puede afectar la formación del cerebro. Los expertos recomiendan exponerles estos peligros a los jóvenes, pero de una manera adaptada a su forma de aprender y captar información.
“Son unos permanentes buscadores de lo novedoso, les interesan los hechos concretos, y, si no les muestras las cosas de modo interesante, perderás su interés”, advierte Jensen.
Los jovencitos también se convierten en dolor de cabeza por su inclinación a sucumbir ante la presión de grupo, que no siempre trae beneficios. Jensen refiere que, a diferencia de otras partes del cerebro adolescente, el sistema límbico, primer responsable de la vida afectiva, sí está bien conectado. Esta zona se involucra en la vida sexual, el sistema de recompensa y la interacción con los demás, es decir, los domina el cerebro social.
Si a muchos, en especial los de menor edad, se les ve brincándose las tapias y desafiando al vacío con los amigos, es porque su sistema de recompensa es muy activo. Anexo a ello, el área cerebral que inhibe la toma de riesgos, el córtex prefrontal, aún se encuentra inmaduro.
En conclusión, aduce la científica, al enfrentar el peligro experimentan una dosis doble de emoción colectiva y gratificación personal. Al decir de los entendidos, antes que un “¡cómo fuiste a hacer eso!” u otro regaño cuando algo sale mal, es más útil enseñarles a resistir la influencia del combo.
Por ejemplo, cuando el amigo que los va a llevar a casa en su auto está tomando alcohol, el truco no es negarse a ir con él y los demás, sino sacar un argumento: “Ya pedí un Uber para que me recoja a tal hora, entonces lo voy a esperar”.
Frases para nada estrambóticas y que los ayudan a seguir atravesando por esta etapa, que, con todo y sus bemoles, es la inolvidable flor de la vida.