Colombia es un país permisivo con el alcohol. No hay fiesta que se respete en que esta bebida no falte. Es tan familiar, que los jóvenes empiezan a beber en sus propias casas, al lado de sus padres y a veces animados por ellos. Santiago Cruz lo vivió en su propio pellejo en su ciudad natal, Ibagué, donde a los 12 años, en una de las fiestas de San Juan y San Pedro, sostuvo la que sería, tal vez, su primera botella de aguardiente.

Fue con un amigo de infancia y entre los dos se animaron a ver quién podía tomar más. Ese fue el comienzo de su viaje por la adicción al alcohol y al perico que lo llevaría a conocer a un Santiago Cruz que él no imaginaba que existía: “Un villano, un monstruo inconsciente, desconectado y agresivo”, dice en su libro Diciembre, otra vez. Es la historia de muchos en Colombia que se dejan tentar con el alcohol.

Según cifras de Narconon –centro de rehabilitación–, alrededor de 2,4 millones de personas presentan un consumo de riesgo o perjudicial de alcohol, es decir, el 35 por ciento del total de consumidores y 12,5 por ciento de la población total entre 12 y 65 años. La mayor prevalencia de consumo de alcohol se presenta entre los jóvenes de 18 a 24 años (46 por ciento), seguidos por los adultos jóvenes con edades entre 25 y 34 años de edad (43 por ciento).

Muchos alcohólicos beben sin saber que tienen un problema hasta que tocan fondo. Para él, ese momento fue un diciembre, el mes que, curiosamente, ha marcado varios de los episodios más importantes en sus 45 años de vida. Por eso su libro (Grijalbo) se llama Diciembre, otra vez. Y en ese diciembre de 2006, tocó fondo cuando agredió física y emocionalmente a su hermana menor, María Paula, la misma persona a la que había cuidado muchas noches cuando su madre se iba a trabajar y estudiar, a la misma que vio caminar por primera vez, a la que le cambio los pañales. Esa vez, lo único que ella le dijo fue: “Ya no más trago, ya no más droga”.

El alcohol es una de las puertas a la adicción de sustancias ilegales. Y así fue el recorrido de Santiago. De adolescente se emborrachó hasta perder la conciencia. Luego siguió la parranda en Bogotá, a donde vino a estudiar. Ya era mayor de edad, “podemos ir a estancos, bares y discotecas, y comprar trago nosotros mismos y descerebrarnos cuantas veces queramos; entre más veces, mejor”, relata.

El libro cuenta episodios cruciales en su vida de una manera sincera y conmovedora.

En las épocas de socio del famoso bar El Sitio, en el norte de Bogotá, Santiago encontró trago a disposición las 24 horas. Tenía 26 años, una banda, éxito y fiesta sin parar. Nunca antes en ese momento le habían interesado el cigarrillo ni la marihuana. Le tenía miedo al perico porque “intuía que me iba a gustar”, dice, y tal vez por eso lo esquivó hasta que un día, por circunstancias de la vida, le abrió las puertas. Su adicción estuvo centrada en esas dos sustancias y, según declara, fue un consumo intenso, a tal punto que sabía que se estaba haciendo daño.

Su familia le pidió que buscara ayuda tras el incidente con su hermana. Pero el primer lugar a donde acudió no le gustó porque sintió que les metían el dedo en la llaga, que se regodeaban con la tragedia de quienes están en el proceso de superar la adicción. Se levantó y se fue con la ilusión de que podría hacerlo solo. Un día pidió un vodka. Todo bien. Pero a la segunda oportunidad fueron dos y “cuando menos me doy cuenta de que estoy de nuevo cayendo por la espiral”.

Santiago creía que los artistas eran así, atormentados. Tenía en su imaginario a Baudelaire, Rimbaud y otros poetas malditos, y pensaba que gracias a ese caos eran más productivos y talentosos. Pero su siguiente terapeuta, Néstor Mejía, fue quien le enseñó que eso no era cierto. Que SIN drogas podía ser más talentoso y productivo. Hoy dice que muchas personas han influido en su carrera y en su vida para llegar al punto donde se encuentra, pero Mejía tiene un lugar especial en su corazón.

Santiago Cruz dejó el alcohol y la droga hace 15 años.

“Me mostró que yo no tenía que ser miserable en mi vida para ser lo que hago y que no tenía que vivir el mito del artista atormentado, que podía ser distinto, otra persona. Esas personas que te descubren tu brillo, el que no eres capaz de ver, son muy valiosas”. Y era cierto. Cuando empezó a escribir canciones a los 18 años y hasta que comenzó su terapia con Néstor, componía en promedio una canción por semestre. “Un promedio muy pobre; era un escritor muy vago”, dice.

En contraste, durante el año y medio siguiente a la terapia, el promedio subió a diez canciones por semestre. Así fue que terminó con 30 canciones, suficientes para escoger las 11 que haría parte de su álbum Cruce de caminos, que le cambió la vida. La terapia le había limpiado el canal, que antes, por todo el alcohol y las drogas, estaba bloqueado. Con Néstor también aprendió que el problema no es la sustancia, sino cómo la recibe cada persona. El alcohol impacta de manera diferente a cada individuo.

A algunos no les hace tanto daño, pero a otro sí. Él sabía que no podía seguir por ese camino, pero fue difícil en un país como Colombia, donde se naturaliza el consumo y el adicto está expuesto constantemente al estímulo. A eso se suma, según él, que en sociedades como la colombiana, que ha sufrido violencia y tienen muchas viudas y huérfanos, la necesidad de anestesiarse es muy grande. Santiago es hijo de una pareja que se adoró, pero cuyo matrimonio fracasó pocos años después de haber nacido él. Su madre regresó a la casa de sus padres y Santiago se crio entre las tías y abuelas de ambas familias.

Siempre vivió con una permanente presencia: la ausencia de su papá, quien se fue a otras tierras a buscar una nueva vida y encontró oficio en el narcotráfico, como piloto de avión para el transporte de droga. Estuvo preso en Centroamérica, y tristemente en diciembre de 2002, cuando ya había pagado la pena y estaba de regreso en el país, murió en un accidente aéreo. Eso marcó a Santiago. “El vacío en el alma es muy grande, desde muchos años antes y durante algunos años después de su muerte, el hueco no tuvo fondo y no lo llenaba todo el trago que me metía para intentar llenarlo, para intentar cerrarlo”.

Con su proceso de rehabilitación y la ayuda de su esposa, María Paz, una ingeniera que se especializó en yoga, entendió que su adicción tenía que ver con inmadurez emocional y que para salir de allí debía trabajar en su crecimiento y desarrollo personal. La idea es necesitar menos lo externo: “Cultivarte de tal manera que las necesidades externas sean cada vez menores”.

Eso implicó un cambio de vida radical. Las noches de fiesta de El Sitio se acabaron, así como el bar, que cerró al poco tiempo de que se separaron los socios, entre los que estaba el libretista Fernando Gaitán. Todo encajó, porque a Santiago no le convenía estar a las dos de la mañana allí. Hoy es más un personaje de cafés con música a bajo volumen, donde puede conversar, un hombre de familia, padre de Violeta y Salvador, un creador poderoso que no solo se les mide a canciones que hoy suenan en toda Latinoamérica y España, sino también alguien que quiere más retos.

Uno de ellos fue contar su historia en este libro, pero en el camino vienen guiones, películas y más. No solo siente que después de haber logrado superar la adicción es capaz de cualquier cosa, sino que piensa que si él no crea “se convierte en un peligro para él y su familia”. Hace 15 años está sobrio. Aunque no es el mismo de antes, no quiere probar si hoy podría tomarse un vodka y no más.

“No me atrevo porque no sé si ese convencimiento de que puedo es porque ya no soy esa persona o si es porque a veces creo que son esos monstruos diciéndome ‘venga’”. Aprendió que los alcohólicos y drogadictos lo son de por vida porque es una enfermedad crónica, degenerativa e incurable y que la única salida es abstenerse. Y lo único que los salva es repetir cada día “solo por hoy”. Por eso, Santiago, además de artista con un deseo de crecer y evolucionar, es “un intento permanente”.