Cuesta creer que se trata de una persona que tiene los días contados. Que comenzó una cuenta regresiva, pero pacífica, hacia la muerte. Se llama Tatiana Andia, es historiadora, doctora en sociología y economista. De figura menuda y risa fácil, buena parte de sus 44 años los ha dedicado a la docencia. Ese, dice, es su más grande legado.
La profesora Andia habla de la muerte, como algo tan natural como la vida misma. Lo hace sin dramas, a veces en medio de frases que ella remata con una leve risa. Así lo ha hecho desde que fue diagnosticada, un año atrás, con un agresivo cáncer de pulmón, que no tiene cura y al que no quiso tratar con lo de siempre: radioterapias, quimioterapias o cirugías invasivas.
“Fui muy enfática desde el principio con que no quería estar en el hospital ni en UCI. Es algo que mi papá, mis médicos y mi esposo tenían muy claro; a cambio de eso quería un proceso tranquilo de despedida”, asegura la docente.
Solo se permite un medicamento, que toma a diario. Una pequeña pastilla que ha reducido el tamaño de sus tumores y le ayuda a paliar la inclemencia de los dolores. En los peores días, esos dolores eran indescriptibles. “No me impedían solo moverme, sino siquiera pensar. Se sienten como un corrientazo. No son dolores que haya experimentado antes. Por eso, en este momento, solo me asusta la idea de volverlos a sentir, de ahí que mi cuerpo es como si viviera en una alerta permanente”, asegura la docente que en los últimos días ha tenido que lidiar con convulsiones, producto de su dura enfermedad.
La historia de la llegada de ese cáncer a su vida, que tiene una mutación genética específica que lo hace más agresivo y más rápido en reproducirse, comenzó como un dolor que parecía normal y hasta inofensivo. Un dolor en la espalda que no se marchaba y que Tatiana atribuyó a sus largas jornadas académicas en las que se sentaba por horas a escribir y a investigar frente a su computador. Muchos de sus colegas padecían de hernias discales. “Seguro, eso mismo es lo mío”, pensó.
Pero no. Una resonancia le dio la mayor bofetada de su vida a esta profesora, hija de médico, que creció entre las paredes de un centro de salud en el que trabajaron sus papás: mostraba un tumor, “y lo que me dolía era que ya se estaba incrustado entre las vértebras”.
Un cáncer que ya había hecho metástasis en varias zonas del cuerpo. Un cáncer tan irreversible como esa muerte que ella aguarda con paciencia y grandes dosis de serenidad. Ella apostó por mirar a su cáncer frente a frente e incluso agradecerle la oportunidad de cerrar una vida “plenamente” y haciendo lo que más disfruta: viajando, amando, sembrando recuerdos en sus seres queridos. Sabe bien que cuando no esté, la nostalgia dará paso a una buena historia que contar.
“Ojalá todo el mundo pudiera morir como yo. Hoy siento una gran fortuna de celebrar en vida mi propio funeral”, dice. Tatiana, que ha sido asesora del Ministerio de Salud y organismos internacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo y la Organización Panamericana de la Salud, cuenta que en este pedregoso camino como paciente de cáncer únicamente la ha hecho llorar la nostalgia, “los momentos de felicidad. Porque pienso: quisiera muchos más de estos momentos, pero sé que no van a ser tantos”, se lamenta.
¿Estos días extra son para qué? ¿Son para resistir posibles efectos adversos? ¿Son para estar ausente de los míos, con náuseas, mareo y dolor de cabeza? ¿Son para estar en el mundo? ¿O para salir de él?, se pregunta Tatiana, una de las docentes más reconocidas de la Universidad de los Andes, cuya mayor paradoja es trasegar ahora por un sistema de salud que hace agua, que ella conoce desde sus entrañas y que hoy atraviesa una de sus crisis más graves de los últimos 30 años.
Revela que cuando fue diagnosticada, ni ella misma, que es una experta en economía de la salud, sabía qué hacer. “Tengo EPS, pero era consciente de todo lo que estaba pasando con el sistema. Tenía un tumor enorme en la mitad de la columna, que era líquido y amenazaba con filtrar la médula. Y, si eso pasaba, podía quedar parapléjica. Solo me dijeron: Prepárese, porque las urgencias en oncología son fuertes, pues hay muchos casos como el suyo”.
Tatiana recuerda que con un amigo, afectado por un cáncer de esófago, había tenido largas discusiones sobre el costo-beneficio de los tratamientos contra el cáncer “y cuánta calidad de vida estaríamos dispuestos a sacrificar. Cuando a él le llegó el cáncer, no sé qué le entró. Se angustió de no haber podido completar sus cosas. Pienso que tuvo la sensación de dejar asuntos de vida incumplidos. De repente, se dispuso a que le hicieran lo que fuera. Se sometió a cosas horribles. Murió muy rápido, como en seis meses. Pero fueron seis meses de infamia, de tortura”.
Tatiana, que repite que “a este mundo no se viene a sufrir”, estaba segura de que esa no sería su historia. Tiene clara la inminencia de la muerte y sabe que no podrá cumplir, como imaginaba, el sueño de escribir sus memorias cuando llegara a los 60 años. “Estaré viva el tiempo que tenga que estar, pero sin que se convierta en una tortura”, dice.
Hoy reconoce que hay momentos en los que no deja de preguntarse por los tratamientos que existen para su enfermedad. “Pero, ¿qué tanto los quiero?, ¿por cuánto tiempo?, ¿para qué quiero ese tiempo? Hay un mantra en salud, que es extender la vida a toda costa, pero pienso que vale la pena detenerse en algún punto y decir: ¿por qué extender, si uno no sabe qué va a hacer con ese tiempo extra?”.Hoy dice que no le hace falta extender su vida. No siente deudas.
“Lo que viví fue lo más pleno posible. Corto, pero sustancioso. Extender por extender no es lo que quiero hacer”, asegura la profe Tatiana. Bien lo dijo alguna vez el poeta Eugenio Montejo: “Solo trajimos el tiempo de estar vivos”.