Cuando María Antonia nació el 28 de agosto de 2018, ninguno de sus padres ni sus abuelos se imaginaban lo excepcional que sería verla sonreír. En las primeras semanas de vida, apenas si abría los ojos, y los únicos momentos en los que movía la boca eran cuando bostezaba o cuando, medio dormida, se le escapaba algún estornudo. La sonrisa sería un privilegio casi que exclusivo para sus papás, pues era un milagro que se le escapara al tener en frente a quienes con alguna frecuencia la visitaban en su cuna.

Al año dio sus primeros pasos con la inestabilidad propia de un borracho, y la sonrisa seguía siendo poco habitual. O mejor, el chupo, que no dejaba por ninguna circunstancia, la ocultaba, al igual que los primeros dientes blancos que se asomaron. Pero la sonrisa de María Antonia debía brillar. Sobre todo cuando comenzó a imitar las carcajadas de su tío, quien, para evitar el conmovedor llanto producido al caerse y pegarse contra el piso, se reía para que la niña no sintiera dolor tras cada tropiezo, entonces repetía sus caídas apropósito, pues eran el significado de la palabra sonreír.

Fueron pocos días, porque la pandemia que le sobrevino al planeta en marzo del año pasado cubrió la sonrisa de María Antonia detrás de un tapabocas. Prenda desconocida para la bebé, que, a punto de cumplir 2 años, se convertiría casi que en una extensión de su cuerpo, como el chupo que no había soltado en los primeros 12 meses de su vida.

Los niños han vivido un lado muy difícil de la pandemia, pues el confinamiento va en contravía de todo lo que se experimenta a esas edades. | Foto: Esteban Vega La-Rotta / Publicaciones Semana

Al principio, la niña no se lo dejaba poner. Pero la rutina la acostumbró y con los días aprendió que no podía ni asomarse al balcón sin llevarlo ajustado a sus orejas, a tal punto que ya es la primera que reclama el “bocas”, como empezó a denominarlo, cuando se percata de que saldrá de su casa. Los primeros meses de confinamiento obligatorio, María Antonia sonreía a sus anchas en su hogar.

Sin embargo, su alegría e hiperactividad, que le quedaba pequeña al área del apartamento, podrían cruzar la delgada línea que puede desencadenar la desesperación. Su madre, Daniela, abogada de 27 años, contratista en una entidad del Estado, la dejaba en la casa de sus suegros mientras iba a trabajar. Pero desde que tuvo que hacerlo a control remoto, sin ningún horario, la cantidad de trabajo se hizo tan desproporcionada que sus jornadas se extendían hasta altas horas de la noche. Como la niña se acostumbró a agarrar y tirar al piso todo cuanto encontraba por la casa, y dejar todo como si un tsunami hubiera pasado por el lugar, provocó un auténtico caos en la cabeza de la madre.

Maria Antonia nació en agosto de 2018. Aún no interactúa con sus pares, debido a los meses de pandemia y el temor que tienen sus padres de matricularla en un colegio y tener clases presenciales. FOTO: ESTEBAN VEGA LA-ROTTA REVISTA SEMANA 08 DE JULIO 2021 | Foto: ESTEBAN VEGA LR

Daniela empezó a sentirse incapaz de cumplir satisfactoriamente con las responsabilidades laborales, y pensó que era inferior a lo que se le reclamaba en su rol de madre y guía del hogar. Sintió los primeros síntomas propios de la ansiedad y la depresión, y, cuando no podía controlar las ganas de llorar que aparecían de improviso y sin ningún pretexto, buscó ayuda profesional hasta encontrarla en un psicólogo, que decidió medicarla.

Su esposo, Diego Andrés, también sufría por no encontrar la fórmula para rescatarla de aquel pozo que parecía no tener fondo. Mientras tanto, a los abuelos que cuidaban a María Antonia a diario les cambió la expresión. Como la niña no volvió a la casa, desapareció la alegría del hogar, a pesar de que no dejara a la “atita” –abuelita en el idioma de la niña– hacer el almuerzo, ni al “atito” tomar plácidamente su siesta.

A su tío, que tanto se empecinaba en hacerla sonreír, lo había invadido una depresión profunda, y agradecía que no llevaran a su sobrina, porque le daba vergüenza que lo viera todo el día tirado en una cama, sin ganas de vivir. María Antonia forma parte de la generación que nació, prácticamente, con el tapabocas puesto, y no sabe cuándo conocerá la vida sin la mascarilla que oculta su sonrisa. Generación que, como todas, necesita relacionarse, pero por culpa de la pandemia no ha podido conocer niños de su edad.

María Antonia, sus abuelos, y su tío superaron la covid - 19 en abril, pero llevan años batallando contra el demonio de la depresión que ataca al que hasta hace dos años era el menor de la familia. FOTO: ESTEBAN VEGA LA-ROTTA REVISTA SEMANA 08 DE JULIO 2021 | Foto: Esteban Vega La-Rotta / Publicaciones Semana

Su círculo de amigos se reduce a sus padres, sus cuatro abuelos, su tía y su tío, su perro –Tony– y poco más. En agosto cumplirá 3 años, y, pese a que ya superó la covid-19, que apenas la tumbó en la cama en un sueño profundo durante un par de días, sus padres mantienen el temor de dejarla en un jardín infantil, aun cuando ya está en edad de aprender las letras, los números, los colores, y cómo relacionarse con seres humanos que apenas conocerá.

Es probable que la generación de María Antonia deba postergar algunos años su etapa escolar, y quién sabe si, tras largos meses de encierro, el comienzo de la vida sea más traumático que la de aquellos niños nacidos sin la obligación de ocultar su sonrisa detrás de un tapabocas.