Quienes dicen haber regresado de la muerte coinciden en haber recorrido un oscuro y largo túnel, atraídos por una lejana luz...: se supone que se trata de la muerte. Cuando el cerebro de una persona llega al límite de dejarse seducir por ella, las probabilidades de poner fin al ‘demonio’ del trastorno mental son inminentes. Solo hay dos salidas posibles. O matarse para matarlo, o vivir para aprender a vivir con él. “Nunca se pone más oscuro como cuando está a punto de amanecer”, dijo el poeta costarricense Isaac Felipe Azofeifa, palabras que encajan a la perfección entre quienes llevan meses padeciendo trastornos mentales. Siempre habrá luz al final del túnel, no necesariamente se llama muerte.
Los que llegaron al punto de atentar contra la propia vida, pero fallaron en el intento, no tienen alternativa diferente a la de someterse al tratamiento médico. Nadie diferente a un experto puede ayudar. “Eres brillante, tienes la vida por delante…”, frases de aliento con la que padres, familiares y amigos intentan ayudar, pueden ser puñales clavados en la herida. En ese punto, la enfermedad ya arrastró al círculo íntimo del paciente. ¿Quién no se hunde en la frustración al ver a su hijo, su hermano, su pareja, su amigo, derrotado en una cama sin poder conseguir levantarlo?
“Si un futbolista se rompe el ligamento de la rodilla, se le opera y debe someterse a meses de fisioterapia diaria para volver a jugar. Primero unos minutos, y hasta de pronto el partido completo. Lo mismo pasa con el cerebro”, dice Jorge Dávila, psiquiatra de la Fundación Santa Fe de Bogotá, al señalar la imperiosa necesidad del tratamiento médico.
El que ofrece el sistema de salud sigue el mismo método que el implantado desde la edad media, cuando nadie hablaba de enfermos mentales sino de locos o invadidos por el demonio. Mínimo 21 días internado en un psiquiátrico. Los primeros, en una especie de uri de la Fiscalía, despojados hasta de cordones de zapatos, para evitar el mínimo intento de auto agresión. Una treintena de camillas contiguas en un salón, baño común. Y camine de arriba abajo, junto a bipolares, depresivos, maníacos, ancianos y jóvenes abandonados, y una mayoría de internos por abuso en el consumo de drogas, que hacen lo mismo, a la espera de la medicina de la mañana, el desayuno, la merienda, el almuerzo, la visita de la familia, la comida, la medicina de la noche y que apagaran la luz para intentar dormir.
Tras superar la Unidad de Cuidado Agudo (la temible UCA, que además es el castigo para quienes violan el reglamento), la misa rutina en el ‘Piso’, un largo corredor de apariencia carcelaria, más de veinte habitaciones con tres camas y un baño cada una, cerradas con candado todo el día para evitar caer en la tentación de tirarse en la cama.
Carbonato de litio, Ácido Valproico, Clonazepam…, los nombres de las medicinas más habituales, son las palabras más pronunciadas en el hospital. Aripiprazol, Deniban, Dexapron, Brintellix, Amisulprida, también pueden hacer parte del nuevo léxico. Hay que recitarlas al psiquiatra que tocó en el reparto, y que como debe atender mínimo a diez individuos, diez almas y mentes absolutamente diferentes, apenas si alcanza a pasarle revista a dos de sus pacientes en la hora diaria que tienen para ello.
Y como lo único que quiere el interno es salir de allí, volver a libertad y cuanto antes, cada tercer o cuarto día, cuando se ganaba la lotería de la entrevista con el psiquiatra, los nombres de los medicamentos se recitan a la perfección, y con lujo de detalles sobre los mililitros de agua y la hora exacta en que fueron ingeridas las que parecen ser las píldoras mágicas. Todo para que el médico, por fin, firme la boleta de salida, sin importar que la procesión siga carcomiendo por dentro.
En pandemia, la cosa empeoró. Una de las principales clínicas psiquiátricas de Bogotá, La Paz, fue la primera que tuvo que cerrar temporalmente su unidad de urgencias por los contagios que se registraron durante el primer brote (en marzo de 2020), y que afectó a 48 personas entre trabajadores de la salud y pacientes. Otras de sus sedes cerraron y se dejaron de programar citas presenciales. Es imposible tratar una enfermedad mental con psicoterapias vía telefónica. No son efectivas, por más buena voluntad de los profesionales de la psiquiatría.
Las cuatro semanas en el psiquiátrico son tolerables gracias a la generosa alimentación. Cada uno de los tres ‘golpes’ (desayuno, almuerzo y comida) son un manjar en ese encierro. Y aunque nadie sale curado de allí, vivir con personas tan diferentes pero que saben en carne propia la tortura de caer en el infierno de un trastorno mental, es una experiencia que parte la vida en dos. Allí se conoce la enfermedad y se adquieren las herramientas para vivir con ella. Como los trastornos que afectan la salud mental no tienen cura, el único antídoto es la prevención.
Por eso, muchos se ven obligados a recurrir a tratamientos particulares, la mayoría con elevados costos. Además, la batalla contra la enfermedad no se reduce a las medicinas -que en muchos casos tienen contraindicaciones, como el hipotiroidismo, mantienen dopado al paciente, y hasta le quitan el apetito sexual-. Estas, las medicinas, apenas suplen el nivel de un químico que el mismo cerebro produce, la serotonina, neurotransmisor capaz de juntar las neuronas para que el cerebro funcione con normalidad, como el de cualquier ser humano.
La serotonina, al igual que los demás neurotransmisores del cerebro, son los “mensajeros químicos” entre las neuronas y funcionan sincronizados como en las carreras de relevos, en las que un atleta le pasa a su compañero el testimonio, y este corre a entregárselo al siguiente, según explica la piscóloga Gabriela Dávila.
Los más recientes avances científicos consisten en las Estimulaciones Magnéticas Transcraneales (EMT) y las infusiones de ketamina por vía intravenosa, de las cuales Dávila es pionero en Colombia. Logran aliviar el sufrimiento que padecen sus pacientes, quienes por unas horas vuelven a familiarizarse con el significado de la palabra bienestar.
El tratamiento médico apenas es el impulso para estabilizar los niveles de la serotonina, en un término de tiempo razonable para que el infierno no se prolongue meses o incluso años. Como para que la chimenea encienda, o el motor del carro vuelva a arrancar. Pero lo natural es que la serotonina (y los demás neurotransmisores) sean producidos por el propio organismo.
En la historia de la humanidad, se ha demostrado que la mejor fórmula para hacerlo es “torturando” el cuerpo. Todos los psiquiatras, además de la fórmula médica, recetan el ejercicio físico como si fuera uno más de los medicamentos.
Óscar Figueroa, preparador físico y fundador del centro deportivo Titanium Center en Bogotá, que tras la pandemia se ha dedicado a recuperar vidas de las garras de la depresión, aplica la misma teoría de los 21 días. Tres semanas de entrenamiento dirigido con el mismo cronograma del Tour de Francia -seis etapas por una jornada de descanso a la semana-, tras las cuales la camiseta amarilla o la de pepas rojas no significa llegar primero o levantar más pesas. Se la lleva quien consigue cambiar sus hábitos, levantarse de la cama antes del amanecer, y volverse adicto a la sensación única de cumplir con una rutina de ejercicios.
Para alguien que pasó años tendido en la lona, terminar el día con apenas cinco minutos en la bicicleta, levantar mancuernas de 5 kilos, apenas 5 abdominales, y un solo minuto dándole puños y patadas a un saco de boxeo, hasta desfallecer, es toda una hazaña que devuelve las ganas de vivir. A pesar del dolor corporal que supone el ejercicio. Pero como dice el refrán ruso, “si te despiertas y no sientes dolor en el cuerpo es porque estás muerto”.
“Es la revolución de las pequeñas victorias...”, dice Figueroa, quien recuerda que el primer caso que recibió, mantenía los niveles de serotonina a tope porque jugaba fútbol hasta cinco días a la semana. Tres operaciones en rodillas y tendón de Aquiles lo sacaron de las canchas, y tras dos años con diagnóstico bipolar, en fase de depresión profunda, y con 81 kilos, superó los 21 días de entrenamiento y ya ha superado la barrera de los 100. Hoy pesa 70 kilos, cambió sus hábitos con los que a diario patea la pereza, volvió a jugar fútbol y recuperó la pasión por su trabajo. Volvió a amar.
Además del ejercicio, la alimentación saludable es innegociable. Adiós a los ‘paqueticos’, azúcares y toda la chatarra que en los días de crisis se consumían para satisfacer el hambre, cuando la pereza ya tiene dominada a la persona al punto que lo deja sin alientos de abrir la boca.
Estudios científicos han demostrado que en pacientes depresivos aumentan los marcadores inflamatorios en las citocinas. Estas son pequeñas proteínas que controlan el crecimiento y la actividad de otras células del organismo, entre ellas las sanguíneas. Cuando son liberadas, envían una señal al sistema inmunitario para que cumpla con su función, según explica Diana Milena Henao, psicóloga especialista en alimentación, metabolismo y emociones.
“La alimentación saludable es una herramienta de apoyo, los pacientes perciben una mejoría en su estado de ánimo, aumentando su motivación para retomar las riendas y el control de sus vidas. No solo consigue reducir los síntomas depresivos, logra bajar de peso y limpiar el organismo de los tóxicos que generan los antidepresivos y ansiolíticos”, agrega Henao, quien asegura que lo indicado para la depresión son los alimentos antiinflamatorios, muy característicos de la dieta mediterránea (vegetales, fruta, cereales de grano entero, frutos secos, legumbres, aceites naturales -como el Omega 3- y pescado).
El cerebro también debe ejercitarse, pero sin generar estrés. “La música da placer, tranquilidad y relajación. Es uno de los estímulos mágicos que hay en el planeta”, dice Antonio Cubides ‘Dj Cops’, mayor (r) de la Policía y que ha enseñado a mezclar a personas que llevaban años con la vida en silencio y ahora no se quitan los audífonos.
“El arte de controlar la mente es el arte de aprender a respirar y eso es lo que hacemos al practicar Yoga. El solo hecho de respirar más lento, largo y profundo, la amígdala cerebral, relacionada con el sistema emocional del cerebro, disminuye su actividad, se relaja, nos volvemos menos reactivos, actuamos más enfocados”, dice Silvia Uribe, profesora de Yoga, quien ha visto cómo pacientes desesperados respiran hasta diez y consiguen tomar mejores decisiones. Una de ellas, evitar seducirse por el suicidio.
“La danza es exploración, potenciación y transformación desde el cuerpo. El poder del movimiento consciente para la sanación y el bienestar unificado del ser”, asegura Zabina Numina, creadora de Datura Espacio Visión, quien ha comprobado cómo personas que antes ni se miraban al espejo volvieron a amar su cuerpo, y ahora hasta bailan mientras caminan por la calle.
“El teatro salva, de todo lo que agobia, el trabajo, la rutina, la soledad. Por eso actuó, para salvarlos a ellos”, dice Iván Fortich, payaso profesional, que ha hecho reír a carcajadas a quienes nunca pensaron volver a quedar sin aire por hacerlo.
Vencer la batalla contra la enfermedad mental también supone un trabajo en equipo. Padres, familiares y amigos, asumen mínimas funciones para que la sonrisa vuelva a aparecer. Tareas tan sencillas como estar pendientes de los medicamentos, de las tres comidas diarias, ayudar a escoger la ropa, asegurarse de que está durmiendo.
Tras superar el mayor episodio depresivo de su vida, Andrés Iniesta “dio con la tecla”, según sus palabras, para salir de aquel infierno en el que estuvo varios meses. Poco tiempo después marcó el gol que le dio la primera copa mundial de fútbol a España. J Balvin pudo volver a grabar, ganó el Grammy Latino al mejor álbum de música urbana y entró en la lista de 100 personajes más importantes del mundo de la revista Time. La exreina de belleza Daniella Álvarez, tras sufrir la amputación de una de las piernas, volvió a hacer algo que tanto le gustaba, bailar. Siempre amanece después del anochecer.