Antes de que el sol de los llanos se pose sobre una pequeña loma solitaria en medio de la vasta planicie, don Alejandro ya se ha tomado el primer tinto y se ha calzado las botas de caucho, ha colgado el estuche negro con su machete sobre su cintura y ha dispuesto sobre su hombro la vasija con la que se mete en medio de un cultivo verde vivo de sacha inchi, que le ha cambiado, con dificultad y trabajo nada fácil, la vida a él y a su familia. Esa finca, que hace parte de la cooperativa Vissacha, es propiedad de Jimena Silva y de su esposo Javier Quintero, y es una iniciativa que ellos tuvieron para fortalecer esas cosechas en la región del Ariari, en Meta.
Alejandro no sucumbre ante el sol imponente de los llanos en la finca donde trabaja cultivando este producto que le ha dado una nueva oportunidad a su familia © Santiago Ramírez Baquero “Somos grupos de agricultores que trabajan igual que las colmenas. Hay uno en Mesetas, otro en San Juan y uno más en Acacías; en Uribe tenemos dos. Como las abejas, nos unimos para producir y ser grandes juntos”, dice Jimena. No hay largas hectáreas de sacha inchi cultivadas, pero cuando se juntan los vecinos la producción es mucho mejor, y ganan más, aunque muchos agricultores afirman que todavía no han podido generar una plusvalía neta, en la cadena siempre queda alguien que todavía no ve ganancias.
Lo primero que hacen los hijos de Alejandro, después del colegio, es alistarse para ayudar en la finca © Santiago Ramírez Baquero SachaPaz, el segundo cultivo más grande del país, es otra iniciativa que se está trabajando con este producto en la región. Es liderada por excombatientes de las Farc en el ETCR de Vista Hermosa, también en Meta. Sin embargo, Don Tito Orjuela, aunque aplaude este emprendimiento, quiere dejar en claro que esto no nació con la dejación de armas de las Farc. “Diego Sáenz y Javier Quintero, dos emprendedores de sacha inchi, me buscaron para vincularse al programa de sustitución de cultivos, mesa que yo presido en Vista Hermosa”, enfatiza este cultivador que por muchos años dedicó hectáreas al cultivo de coca y ahora ve un futuro prometedor con los verdes y vivos cultivos de sacha inchi, fruto con forma de estrella y frondosos a media altura precisos para que el machete corte y para que el abono llegue a las partes donde más lo necesita la planta. “Hay que ser claros”, agrega como antesala a una realidad del conflicto armado. Los campesinos como Tito estaban acostumbrados desde la década de los ochenta a ser un eslabón en la elaboración de la cocaína. Y aunque él afirma que toca apostarle a la sustitución, sabe que la siembra de otra cosa era un tema que estaba en manos de las Farc.
Tito Garzón sostiene un fruto de sacha inchi listo para pelarse y tostarse. El corte de machete debe ser preciso para que el abono llegue a las partes que necesitan nutrientes © Santiago Ramírez Baquero Pero aunque los proyectos han tenido sus frutos, también las autoridades que vigilan ese proceso han tenido sus errores. Como cuando el Ejército les pegó machete a las hojas de coca en vez de arrancar las matas. Entonces, con la misión de verificación que hizo después la ONU, se definió que no se cumplieron los requisitos y, por ende, los recursos para que los campesinos comenzaran su propia iniciativa se esfumaron. Sobre eso, 104 labriegos alegan que fueron anulados para recibir los recursos del gobierno para implementar la sustitución, ya sea por una cuestión de que se encuentran en áreas fuera del perímetro establecido de las comunidades o por razones de salud. El problema es que muchos, ante esta situación, solo ven una salida: volver a sembrar coca y echarle gasolina, amoniaco y otros químicos, contaminando el suelo y el aire, y volver a ser un engranaje del negocio de la droga.
Recolectar los frutos en una de las tareas arduas: implica recorrer todo el cultivo para seleccionar lo mejor © Santiago Ramírez Baquero Sin embargo, los agricultores creen que la viabilidad económica que está en la sacha todavía no se ve reflejada por ser un mercado tan joven. Además es el que mejor proyección ha tenido, pues han intentado iniciativas con hoja de jamaica, ají, sagú, estevia y otros productos. “Dicen que implementemos pero cuando vamos a la comercialización no aparece nadie, en eso hay endeudamiento, la sacha tiene fundamento y es real, pero necesitamos el refuerzo del gobierno”, dice Tito Orjuela. Según él, es más rentable una hectárea de sacha inchi que una de cultivos ilícitos Don Tito Garzón, que tiene más edad que su tocallo, tiene su cabellera llena de canas, algunos dientes caídos por el trabajo y las manos duras de tanto estar en contacto con la tierra. “Además no solo no cumplen con lo que prometen sino que tampoco incentivan a las nuevas generaciones a hacer atractivo el campo, se están quedando un poco de viejos mientras los jóvenes se van a las ciudades”, dice tajantemente.
Luego de recolección, la familia hace una selección de los mejores frutos © Santiago Ramírez Baquero Al trabajador Alejandro le sobran manos, su esposa Emilse le prepara el guarapo para soportar las jornadas calurosas y retomar energía para seguir dando machetazos precisos, consentir las puntiagudas estrellas de la sacha inchi que luego serán peladas y tostadas para finalmente convertirse en un maní salado, o en un aceite de cocina saludable. A pesar de que llevan dos años solos como cooperativa, el mercado aún lo buscan, pero saben que crear una cultura de compra alrededor de estos productos puede materializarse. Ya hay países que piden exportaciones, como Perú y Corea. Llegar hasta esa finca en Piñalito es como hacer un recorrido por la inmensa llanura del Meta, atravesar a lado y lado los pastizales en donde se mantiene el ganado o los espejos de agua por donde se ven carraos, loros, corocoras y babillas. Dos horas desde Villavicencio para luego tomar una moto durante una hora. El final del viaje es una subida a una pequeña loma que brinda un paisaje en donde la tierra está renaciendo, pero por ahora el futuro es incierto.
Vista de una casa campesina, en medio de cultivos de sacha inchi.