La finca en la que once excombatientes de grupos armados ilegales dejaron caer el fúsil para recoger la pica se llama La Esperanza. Édinson Gómez Zorilla es uno de ellos. Así recuerda el momento de su captura en mayo del 2009: el Ejército rodeó la casa en la que se reunió con su esposa, su hijo y un camarada guerrillero. “¡No disparen! ¡Hay un niño adentro!”, gritó Édinson. Sus 45 años como militante del Eln terminaron ahí, en una vereda de Bolívar, Cauca, que también se llama La Esperanza. Poco después de aquel episodio, Édinson regresó a la finca de su familia en Jamundí, (Valle) donde cultivó durante un año hasta agotar recursos. Le seguirían dos tareas en los años posteriores: trabajador social en barrios vulnerables de Cali y promotor de la Agencia de Reincorporación y Normalización (ARN). Este último trabajo marcó su paradero actual en la finca.
TEXTO Y FOTOS: JAIR F. COLL Queda en el corregimiento de El Bohío, en Toro (Valle). Es un lugar para quienes en antes ocultaban su nombre y rostro en la oscuridad del monte, lo hagan ahora con gorras que los protegen del sol inclemente. Hace cuatro meses empezaron a trabajar la tierra y buscar oportunidades para hacer más productiva su labor. De hecho, el pasado jueves 22 de marzo se reunieron con empresarios de nivel nacional para buscar una mayor inversión por parte de este sector. Ellos hacen parte de los 2.705 desmovilizados que se han acogido a los proyectos de la ARN en los últimos 17 años en el Valle del Cauca, según cifras de la entidad. Pero a diferencia de otros, estos son mayores de 50 años. A unos se les notan las arrugas más que a otros. Su estricto horario militar del pasado es ahora uno más flexible: trabajan de siete de la mañana a cuatro de la tarde en 20 hectáreas de cultivo de ají. Próximamente, se sumará el de papaya y maíz tierno.
50 años. Esa es la edad de Jorge Elirio Quiroga. “Empecé como guerrillero de las Farc cuando tenía 33 años. La pobreza fue el motivo principal, el no encontrar suficiente aguapanela para el almuerzo”, cuenta. Mientras amarra un hilo a una guadua que ayuda a sostener los cultivos de ají, le viene una frase que resume sus 17 años y diez meses en el grupo insurgente: “El único futuro que le esperaba a uno era la muerte”.
| Jorge Elirio Quiroga estuvo 17 años y diez meses en las Farc. Nació y luchó en Bolívar, Santander. En Bolívar, en el norte de Santander, estuvo cerca de ella. Es su municipio de origen. El Ejército había preparado un asalto contra él y otros guerrilleros al mediodía, asalto que se extendió hasta las 10:30 de la noche. Los únicos sonidos eran susurros entrecortados y disparos sin descanso. Entonces Jorge escuchó unas palabras que los espabilaron terriblemente: “¡Salgan ya con las manos en alto!”. De inmediato huyó por la parte trasera del lugar en el que estaba escondido. Recuerda que saltó unas cuerdas que rodeaban la casa, pero olvidó cómo lo hizo. “No tengo idea de cómo estoy vivo”, afirma. “Me desmovilicé hace un año. Quería hacer algo productivo en vez de esperar en las zonas veredales. Y luego de postularme a este proyecto, fui elegido. La verdad es que me ha fascinado trabajar acá. Siempre me ha encantado el campo. Ahora el futuro no es de la muerte”.
El hilo que Jorge amarra a las guaduas lleva una rueda que, a su vez, lleva a las manos de Alirio. No dice su nombre completo. No dice en qué municipio del sur del Tolima nació. Sin embargo, cuenta que fue concejal de la Unión Patriótica, partido político en el que 1.598 de sus militantes o simpatizantes fueron asesinados o desparecidos entre 1984 y 1997, según cifras del Centro de Memoria Histórica. “Decidí ser parte de las Farc en 1999 por las injusticias de este país. Siempre ha gobernado la derecha y nunca se dieron cambios significativos”. Asegura Jorge mientras recuerda a los compañeros caídos en combate. “La peor experiencia de la guerra”.
| Alirio, excombatiente de las Farc, se negó a enseñar su rostro y nombre verdadero. En la foto, utiliza la mascarilla que se usa en las fumigaciones del cultivo. “Como no se pudo militarme, tocó por las vías del diálogo”, opina este hombre de 65 años que perteneció al Frente 15 -con incidencia en el Caquetá- hasta el 2010, porque se sentía viejo y quería regresar con su esposa, quien vive en los Llanos orientales. La llama todos los días, cada vez que termina la jornada laboral. Alirio a veces le habla de los dolores en su pierna izquierda, acentuados por el esfuerzo de levantar una máquina de fumigación durante ciertos días. “Siempre quise dedicarme al campo, vengo de familia agricultora”.
Debajo de sus botas se escucha el sonido de un líquido que corre por unas mangueras. Están ocultas por un plástico que protege las raíces de los cultivos. Los encargados de abrir las válvulas son Édinson y otro compañero. A pesar de la gorra que siempre lleva, la luz golpea la mitad de su cara. Su mirada suele volver hacia el sur. A más de 140 kilómetros se encuentra la ciudad en la participó como líder sindical: Cali. Lo hizo en una empresa de servicios públicos desde 1987 a 1999. De hecho, gran parte de su militancia en el Eln lo hizo desde Cali. Su labor como dirigente sindical empezó en 1977 como contratista de una empresa manufacturera del Valle, en donde fue despedido y reintegrado varias veces tras ocupar un puesto en la junta directiva. Posteriormente, pasaría a hacer parte del extinto movimiento ¡A Luchar!, que proponía alejarse del Estado como un espacio de participación para promover un ejercicio político sin representaciones de por medio. Sin embargo, muchos de los compañeros de Édinson fueron asesinados o desaparecido. En total fueron 205 víctimas según un informe que el movimiento presentó en 1989. ¡A Luchar! acabó dos años más tarde.
Una década después, Édinson decidió regresar al monte. Fue como su primera vez en el Eln, cuando tenía 17 años y debía dar largas caminatas por el norte del Cauca. “Aprendí a ranchar, a hacer guardia, a caminar de verdad. Conocí las costumbres del campesino, de su lucha por sobrevivir ante las injusticias de este país. Aprendí cosas de la vida que no se enseñan en la universidad”. Recuerda los tres años en los que perteneció al entonces Bloque del Suroccidente Colombiano. Pero al contrario de esa época, la última etapa de su vida guerrillera fue más difícil, especialmente por el crecimiento de la fuerza paramilitar. “No me arrepiento de la decisión que tomé cuando estaba joven. Seguramente, si no me hubieran capturado en la vereda La Esperanza aún seguiría en el monte. Ahora las cosas son distintos y estoy muy amañado aquí en la finca”. Un compañero grita el nombre de Édinson. Continúa con el riego. Se siente feliz.
*** –Yo tenía una hija que estuvo en el mismo frente del Eln que yo, en el Cacique Calarcá. Pero a diferencia de mí, fue guerrillera contra su voluntad luego de que la organización la obligara a hacer parte. –¿Qué pasó con ella? –Murió en un bombardeo en Lloró, Chocó. Fue en 2012. –¿Y qué edad tenía en ese momento? –Murió a los 21 años. Ya llevaba siete en el Eln. ***
El padre se llama Faustino. Tiene raíces indígenas, a las que no puede regresar, dado que no era bien visto por los Embera Chamí de Risaralda que un exguerrillero fuese miembro de la comunidad. “Para ellos fui un traidor luego de que decidiera unirme al Eln cuando tenía 42 años”, explica. Hoy tiene 20 años más. A pesar de que estar en el grupo armado le ayudó a “despertar” sobre temas políticos y de injusticia social, la muerte de su hija lo llevó a retirarse en 2013. Sin embargo, la guerrilla lo interpretó como una traición al movimiento, un cambio de bando: de combatiente a informante del Ejército. De inmediato, Faustino recuerda a sus hijos. Son 10: tres hombres casados, dos mujeres casadas y cinco niños que viven con él. Viven en Pereira luego de que el Eln los desplazara de la comunidad indígena. “Para mis hijos la vida en la ciudad ha sido difícil, más que todo en la búsqueda de un trabajo. Es muy distinto en donde uno se crio como indígena. Allá uno tiene la tierra”.
Luego de integrarse al proyecto, que tiene una vida útil de dos años, los 11 excombatientes contemplan la posibilidad de adquirir un terreno propio o continuar con el proyecto de manera indefinida. “Esperamos ser independientes. Dar un ejemplo de que nosotros podemos construir una verdadera paz en Colombia”.
Al otro extremo de la finca La Esperanza, otro hombre de igual edad que el indígena, pero con rasgos más envejecidos y cataratas en el ojo izquierdo, echa tierra sobre el plástico que protege los cultivos. “Es para que la brisa no se lo lleve”, comenta Pablo Campos, excombatiente de las Farc.
Su temprana actitud andariega lo movió a irse de su casa cuando tenía 14 años. Conoció el Valle del Cauca y después se dirigió a San Vicente del Caguán, en Caquetá. Fue en este municipio en donde ingresó al Partido Comunista. “Éramos 25 miembros. Algunos resultaron en la cárcel, otros murieron. Siempre fuimos perseguidos mientras verificábamos que la tierra fuera para los campesinos. Que hubiera educación, vías de penetración”. Tras conocer la propuesta ideológica de las Farc, que ya llevaban casi 10 años de existencia, Pablo decidió hacer parte de ellas. Le asignaron la labor de hacer trabajo político en organizaciones amigas de la guerrilla. A veces regresaba al monte. “En algunas comunidades colaboramos en la construcción de puentes. Luego las autoridades los bombardeaban”.
A veces regresaba a las organizaciones. El vaivén entre asfalto y selva duró años. Sin embargo, se detuvo en 2002, cuando Álvaro Uribe subió a la Presidencia. Los altos mandos lo asignaron a la columna móvil Teófilo Forero, grupo de élite de las Farc y considerado como uno de los más temidos de la guerrilla. Protagonizó al menos 22 acciones militares, incluyendo el secuestro de políticos, aviones y el asesinato de personas influyentes en el poder. Uno de los atentados más reconocidos fue contra el club El Nogal de Bogotá, en 2003. El hecho dejó 36 muertos y 160 heridos. “Siete años después de sumarme a la Teófilo, me desmovilicé. Uno ya se va sintiendo viejo”, recuerda. Pero de súbito regresa al momento actual, a la pala que tiene entre sus manos y de la que se sirve para echar tierra sobre el plástico que protege los cultivos.
“Lo que no logramos en treinta y pico de años, lo hemos conseguido en cinco meses. Esperanza”.