La Declaración Universal de Derechos de los Pueblos Indígenas fue recientemente aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Esta Declaración, que fue el producto de más de 20 años de deliberaciones del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas, recibió el voto positivo de 143 de los países que hacen parte de la ONU. En su contra votaron únicamente cuatro países: Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Frente a la misma se abstuvieron de votar 11 Estados: Azerbaiján, Bangladesh, Bhutan, Burundi, Georgia, Kenya, Nigeria, Federación Rusa, Samoa, Ukrania y Colombia. La Declaración está compuesta por 46 artículos que contienen una serie de valores, principios y derechos que tienen como objetivo proteger a los pueblos indígenas del mundo. El documento, que no es jurídicamente vinculante pero que tiene un inmenso poder político en tanto que refleja el amplio acuerdo que existe en el globo sobre la importancia de defender la diversidad cultural, precisa una serie de derechos individuales y colectivos que buscan favorecer el autogobierno y la representación política de las comunidades indígenas, así como salvaguardar sus tierras ancestrales y sus culturas. La abstención de Colombia, que fue apenas mencionada por los medios de comunicación en el país y que no generó ningún tipo de debate en nuestra esfera pública, es cuestionable por razones de principio y por razones estratégicas. Por un lado, el Estado colombiano no se compromete con la defensa de un grupo de individuos, aproximadamente 370 millones en todo el mundo, que han sido históricamente discriminados por razones culturales y que, en la mayoría de los casos, son también vulnerables social y económicamente. De igual forma, el Estado colombiano se aparta de los mandatos constitucionales que reconocen y valoran la diversidad cultural. No parece coherente que Colombia defienda internamente los derechos de las comunidades indígenas y que, en el contexto internacional, se abstenga de votar una declaración universal que persigue el mismo objetivo. Por el otro lado, el Estado colombiano se pone del lado de los países que se apartan de los compromisos internacionales que buscan la protección de los derechos humanos. Esta decisión tiene un poder simbólico enorme que genera para Colombia una serie de efectos negativos en el contexto de la práctica política internacional. Dada la historia de violación sistemática de los derechos de los pueblos indígenas que tiene nuestro país, ¿resulta sensato que Colombia se presente ante la comunidad internacional como un país que se aparta de los esfuerzos internacionales que buscan proteger a estas colectividades? ¿Esta posición no reduce aún más su capacidad de maniobra en el ámbito internacional? ¿El Estado colombiano no pierde credibilidad frente a otros Estados y frente a los organismos internacionales al tener un discurso interno que protege la diversidad cultural y uno externo que se abstiene de hacerlo? Para justificar su decisión, el gobierno argumentó que la Declaración “entra en franca contradicción con el orden jurídico interno colombiano…”. Desde el punto de vista del gobierno hay dos temas que resultan particularmente problemáticos en este documento. El primero, la manera como se articula el derecho a la consulta previa. La Declaración indica que los Estados deberán obtener el consentimiento libre, previo e informado de los pueblos indígenas cuando se propongan adoptar medidas legislativas y administrativas que los afecten, o cuando se pretenda implementar proyectos que tienen como objetivo explotar los recursos naturales que se encuentran dentro de sus territorios. El segundo, la prohibición de que se realicen operaciones militares en los territorios indígenas, a menos que haya una amenaza importante para el interés público, o que las comunidades hayan aceptado o solicitado el desarrollo de tales actividades. Desde la perspectiva del gobierno, el primer punto viola el derecho a la propiedad que tiene el Estado colombiano sobre el subsuelo y los recursos naturales no renovables y contradice la Constitución del 91, al convertir el derecho a la consulta previa en un derecho absoluto. Según la interpretación del Estado, la Declaración permitiría que las comunidades tuvieran un derecho al veto frente a proyectos y decisiones que afecten sus tierras o tradiciones culturales. El segundo punto contraría “el principio de necesidad y eficacia de la Fuerza Pública”, es decir, que no permitiría que las Fuerzas Armadas cumplan con el objetivo que les impone la Carta Política de proteger la vida, honra y patrimonio de todos los ciudadanos en tanto que limita las acciones de la Fuerza Pública en tierras indígenas. Interpretados bajo su mejor luz, los argumentos expuestos por el gobierno hacen explícito un serio conflicto de principios. De un lado, se quiere proteger la diversidad cultural y garantizar que las comunidades indígenas puedan determinar autónomamente su vida privada y pública. Del otro, se quiere promover el desarrollo económico, la justicia distributiva y garantizar el orden y la seguridad pública. Para alcanzar el primer objetivo es necesario que los pueblos aborígenes tengan la posibilidad de impedir actividades que afecten la integridad de sus culturas. Por tanto, es necesario que tengan el poder de oponerse efectivamente a que se exploten los recursos naturales que se encuentran dentro de sus territorios o que se realicen actividades militares que puedan afectarlos individual o colectivamente. Sin embargo, para materializar el segundo propósito, desarrollo económico y justicia distributiva, es necesario extraer los recursos naturales que, como el carbón o el petróleo, están en territorios indígenas. De igual forma, para hacer realidad el segundo objetivo, es necesario que la Fuerza Pública transite o se asiente en territorios donde tienen presencia los grupos armados ilegales o las organizaciones criminales –varios de los resguardos indígenas, por ejemplo–. Sin embargo, la solución justa de este conflicto no exige que uno de los polos que lo componen se privilegie de manera absoluta. Más bien, ésta exige que se ponderen los principios en tensión y que se busque una salida que tenga en cuenta las características y contextos de cada uno de los problemas que se presentan. Una interpretación razonable de la Declaración permite pensar que, cuando haya un desacuerdo radical entre el Estado y una comunidad indígena, se busquen alternativas que rompan con el empate negativo al que llegaron las partes, entre otras, el nombramiento de un tercero imparcial que solucione el problema. El hecho de que una comunidad indígena no esté de acuerdo con un proyecto, medida o actividad no implica necesariamente que el Estado o la comunidad política deban aceptar siempre esta decisión. El Estado colombiano perdió una oportunidad histórica de unirse al tren internacional que busca proteger los derechos básicos de las comunidades indígenas. Una interpretación estrecha y poco creativa de la Declaración evitó que tal cosa sucediera. * Daniel Bonilla Maldonado, profesor de la facultad de derecho de la Universidad de los Andes y director del Grupo de Derecho de Interés Público de la misma universidad. El Grupo de Derecho de Interés Público de la facultad de derecho de la Universidad de los Andes (G-DIP), es un ente académico que persigue tres objetivos fundamentales: primero, tender puentes entre la universidad y la sociedad; segundo, contribuir a la renovación de la educación jurídica en nuestro país; y tercero, contribuir, a través del uso del derecho, a la solución de problemas estructurales de la sociedad, particularmente aquellos que afectan a los grupos más vulnerables de nuestra comunidad.