Entrevista

“La obra está enguacalada desde septiembre del año pasado”: Mario Opazo

El segundo monumento construido con las armas entregadas por las Farc está listo desde hace meses, pero según el artista no ha sido llevado a la sede de la ONU en Nueva York por falta de voluntad política. ARCADIA habló con él.

Felipe Sánchez Villarreal*
12 de marzo de 2019
En el centro, el modelo digital de la escultura que el artista colombo-chileno construyó con el metal de las armas entregadas por las Farc. A los costados, dos segmentos terminados de la escultura en el taller.

Un breve inciso del capítulo más determinante del Acuerdo Final entre el Gobierno Nacional y la entonces guerrilla de las Farc, el de la terminación del conflicto, selló el destino final de las armas que entregaron los excombatientes. Según el punto 3 del documento, los fusiles y municiones debían disponerse como materia prima en la construcción de tres monumentos: uno en Bogotá, otro en Nueva York y el último en La Habana.

A comienzos de este año se inauguró el primero, el que debía alzarse en suelo colombiano, cuya ejecución quedó en manos de la escultora Doris Salcedo. En Fragmentos, su ‘contramonumento’, la artista fundió el metal de las armas y, de la mano de víctimas de violencia sexual, martilló unas placas metálicas con las cuales se modeló el piso de un nuevo espacio de arte y memoria en el centro de Bogotá.

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Mientras los detalles del monumento que residirá en La Habana aún permanecen en suspenso, a Mario Opazo, artista colombiano nacido en Chile, profesor y coordinador académico de la Maestría de Artes Plásticas y Visuales de la Universidad Nacional de Colombia, se le comisionó la construcción del segundo, que será emplazado en el jardín de esculturas de la sede de las Naciones Unidas en Nueva York.

Según el artista, la obra que modeló con el material de las armas, fundido en el taller Luis Eduardo Castillo, está lista desde septiembre del año pasado. Pero solo a raíz de una breve noticia en el periódico Arteria la opinión pública supo que el proceso de elaboración había sido concluido y que los tres segmentos de su proyecto, titulado Kusikawsay, están terminados, embalados y a la espera de ser transportadas a los Estados Unidos para su instalación.

En medio de la espera, hablamos con Opazo sobre su obra, el contraste entre su monumento y el espacio construido por Salcedo en Bogotá y las razones que el ministerio de Cultura le ha dado sobre los retrasos en el traslado y emplazamiento de la segunda escultura pactada en el Acuerdo Final.

El artista Mario Opazo ganó la convocatoria para elaborar la escultura que se exhibirá en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Foto: Nicolás Achury.

Su propuesta se titula Kusikawsay. ¿Qué significa esta palabra?

Es una palabra compuesta en quechua que traduce “vida nueva y venturosa”.

¿Puede describirnos la obra? ¿De qué manera están incorporadas las armas dejadas por los excombatientes de las Farc?

El ejercicio plástico no era sencillo, precisamente porque, primero, se trataba de un monumento. Cuando vi la convocatoria consideré que era una muy buena oportunidad de acudir al lenguaje escultórico, desde las exigencias de nuestro tiempo, y abrirlo hacia unos tonos y conductas contemporáneas, que me interesan personalmente mucho y tienen que ver con la descontextualización de un objeto a partir de distintos procesos: la trastocación de su material o la dislocación de su lugar y contexto. Como todos sabemos, eso tiene su asidero en las vanguardias de los años veinte, con propuestas que nacen con Marcel Duchamp y demás. Lo que yo hice fue sencillamente tomar la decisión de no avanzar en la configuración de una forma autónoma, una forma nueva, sino más bien acudir a un objeto que fuese potente y que funcionara también como una suerte de contenedor de identificaciones culturales.

Después de un inventario y rastreo de elementos, objetos, instrumentos y artefactos, fui llegando al cayuco, que es esta especie de canoa que vemos por todos los ríos colombianos: un vehículo fluvial que trae consigo un comentario sobre el territorio, sobre unos saberes populares, y también sobre una confianza y una vigencia de lo antiguo en nuestro tiempo. El cayuco, la balsa o la embarcación es un vehículo mítico: en muchas mitologías, la embarcación se constituye en ese medio de transporte o de transfiguración, de paso de la vida a la muerte, que en realidad habla de una nueva vida. La embarcación es, en muchas culturas, ese umbral, esa plataforma de tránsito de una vida hacia un otro modo de vida.

Fui tomando la decisión de apropiarme del cayuco, de su forma, y sencillamente hacer la descontextualización a partir de la trastocación del material, considerando que era el ápice fundamental de la convocatoria: trabajar con el material fundido de las armas y las municiones que entregó la guerrilla de las Farc después de firmar los acuerdos en La Habana.

Maquetas digitales de Kusikawsay, la escultura de Mario Opazo construida con las armas depuestas por las Farc. Cortesía del artista.

Después de llegar a la forma, acudí a otra intención, que fue no contemplar este objeto en su disposición lógica, sino darle un giro, bajarlo de la noción de pedestal del monumento; más bien lo sospeché como emergiendo de la tierra, saliendo de una suerte de hipogeo, apuntando hacia el cielo. Es un ejercicio simple de apropiación simbólica, que tiene que ver con la confianza en ese más allá representado en la bóveda celeste ese lugar donde se funden las escrituras cosmogónicas de muchos de nuestros pueblos originarios.

Al final, la obra terminó configurándose de la siguiente manera: bajo el nivel de la tierra planteé una suerte de hipogeo de concreto desde el cual emerge de manera vertical, levemente inclinado unos treinta grados, apuntando hacia el cielo, una embarcación que, vista de lejos, podría hacernos creer que es una suerte de proyectil, una suerte de lanza o misil. Hay también un cierto guiño hacia la paradoja: desde lejos vemos un proyectil y, cuando nos acercamos, vamos descubriendo que se trata en realidad de un cayuco. Por el proceso técnico y el modo como fue realizado ganó una impronta humana, ya que se hizo en varias partes, exigió procesos manuales o medianamente manuales como soldar las partes, lijarlas, pulirlas. Esto fue dejando una impronta, una escritura de la labor humana.

¿Cómo se articula ese concepto de su escultura a los objetivos de justicia restaurativa que busca el Acuerdo Final a través de los tres monumentos?

Son varias cosas. Por un lado, mi interés particular por el asunto de la memoria. No me interesa solamente entender la memoria en el sentido de memoria histórica, de memoria social o memoria como recordación. En cambio, me interesa la memoria como un concepto que alude a una potencia, a una fuerza transformadora. Esa es una noción antigua de la memoria, anclada a muchos pueblos ancestrales. Por ejemplo, la cultura griega le asignaba a la memoria el rol de la activación de la imagen: lo que ellos llamaban la alétheia o la alicia. Era a través de la memoria como uno se hacía testigo de la aparición de una imagen lo que ellos entendían como ‘el fantasma’ o ‘la verdad’. Esa alétheia es aquello que ocurre a través del rito. Y ese rito es una escritura que, para los griegos, se daba en la tragedia griega y, para los pueblos indígenas, desde el rito a través del cual reconstituyen sus lazos, sus vínculos.

En Kusikawsay, el concepto de memoria me interesaba en un sentido ampliado, como una fuerza promotora de la transformación que, en ese sentido, se articula con el trabajo de los artistas y se vincula con nociones amplias de arte entendidas también desde el ámbito social. El concepto de memoria es, en tanto potencia, un material más dentro de los procesos de transformación. Desde ahí se suma otro interés particular que tengo frente a la noción de imagen vinculada a la memoria: para las culturas antiguas la imagen o la escritura de la imagen cumple con esa función de convocar la aparición de una nueva forma. Todo esto asociado al sentido que tenía esta convocatoria me dio la confianza de participar en un proceso en el cual me he venido interesando hace mucho tiempo.

Por otro lado, he trabajado proyectos de laboratorios de pensamiento creativo con comunidades de sociedades en conflicto: he trabajado con algunas comunidades en el África; también en América, en Colombia. Trabajé en un proyecto con víctimas del conflicto armado en el Centro Nacional de Memoria Histórica hace un par de años. Digamos que también hay una preocupación por esta idea de memoria asociada a la historia o a los procesos de transformación social. Así me empiezo a interesar en la convocatoria y a aludir a una cierta transcodificación del pensamiento a la forma para planear su ejecución.

Recientemente se inauguró el primero de los tres monumentos construidos con las armas dejadas por las Farc que se pactaron en el acuerdo: la artista Doris Salcedo construyó Fragmentos, un espacio de memoria en el que las armas son el suelo de lo que ella llama un ‘contramonumento’. Usted, por el contrario, decidió erigir una escultura, digamos, más convencional. ¿Cómo ve su propuesta en contraste con la de ella?

Considero que los dos proyectos obedecen a estatutos internos del proceder artístico que tienen diferencias y distancias. Ambos somos artistas, los dos trabajamos con el mismo material, pero no hay punto de comparación. La maestra Doris Salcedo, desde sus dinámicas y sus modos de proceder artísticos, pudo construir un escenario, una suerte de recinto, para avanzar en actividades y en puestas en escena de futuros proyectos de otros artistas. Mi ejercicio de respuesta a la convocatoria, por el contrario, estuvo enmarcado en otras condiciones de partida. Primero, porque implicó la relación con una institución, la Organización de Naciones Unidas. Segundo, porque las condiciones materiales y físicas eran otras e inevitablemente lo disparaban hacia otro lado: había, por ejemplo, unas limitaciones de espacio y de peso.

Ambas obras fueron escritas y determinadas con una cierta cartografía, con unas ciertas coordenadas y una legislación interna desde donde cada uno hizo su escritura: en eso no hay punto de comparación. En el caso del monumento que yo finalmente configuré, con las condiciones dadas, pienso que hay una suerte de intención de activar simbólicamente la conmemoración, de activarla incluso en un ámbito muy íntimo. Creo que la relación va a ser, en ese sentido de lo antiguo, como detonador de imágenes o como una suerte de apertura a la dimensión de la imaginación, de la sospecha de un mundo con unas nuevas caridades.

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Uno de los segmentos de la escultura en el taller. Foto: Mario Opazo.

¿Cree que, para su proceso de creación, hubo limitaciones en el marco de esa convocatoria?

Pensar una convocatoria como esta hoy es bastante crítico, justamente porque el monumento en la contemporaneidad es un cierto tipo de presencia que alude a lenguajes decimonónicos, incluso clásicos. Está, por supuesto, esa discusión sobre el ‘monumento’ versus el ‘antimonumento’. Yo soy artista y profesor de la Universidad Nacional, entonces mi ámbito de trabajo tiene que lidiar y relacionarse con esas exigencias y discusiones de nuestro tiempo. Por lo tanto, asumir el ejercicio de una convocatoria que te invita a hacer un monumento por supuesto que tenía unas limitaciones y exigía una cierta perspectiva crítica.

Asumí el ejercicio con la claridad de que este proceso, que debía darse a través de la escritura monumental, o la escritura escultórica, no iba a constituirse como una lección de arte contemporáneo ni pretendía resolver el arte contemporáneo. Más bien lo que busqué fue, a partir de una señal física, a partir de una cierta huella material, conmemorar el esfuerzo y el trabajo de toda una sociedad que se ha venido abocando a la búsqueda y al fomento de la paz.

Usted dice que durante su trayectoria como artista ha trabajado con pueblos originarios y víctimas del conflicto armado. En el proceso particular de Kusikawsay, ¿hubo participación de las víctimas o diálogo con algunas de ellas?

No, para nada. Esto fue un trabajo mío de síntesis, de proyección, un trabajo en realidad bastante íntimo, que se realizó en mi escritorio. De hecho no tuve tampoco mucha participación en el proceso técnico, más allá de las asesorías respectivas y del acompañamiento con los técnicos, que son personas que conocen su oficio y la responsabilidad que implica un proyecto de tal envergadura. Entre otras cosas, yo no me considero artista porque tenga algún tipo de destreza o habilidad frente a una u otra técnica: me interesa el arte como un proceso de pensamiento, que también lleva a acciones de creación.

Entre otras cosas, lo que a mí me interesa es el estado humano en la contemporaneidad; es decir, cómo vive el hombre actual, cuáles son las pulsiones que lo atraviesan, las tensiones que vive, su relación con un mundo que tiene un modo escritural nuevo, unos nuevos medios, una cierta condición mediática. A través de las preguntas que me hago y mi relación con los distintos lenguajes y los distintos medios estoy tratando siempre de considerar el quehacer artístico como una suerte de escenario y ventana de contención y conocimiento del mundo actual. En este caso fue un proceso absolutamente íntimo, sin que eso quiera decir que no haya sido un trabajo de captación, recopilación y síntesis de experiencias que he desarrollado en tiempo real y presente con comunidades.

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Si uno lee el Acuerdo Final, uno de los objetivos que se persigue con estos tres monumentos es contribuir a la reparación simbólica de las víctimas, a una memoria distinta del conflicto. ¿Su proceso en Kusikawsay cómo responde a eso? ¿Cree que el arte puede incidir en esa reparación?

La verdad es que al arte y a los artistas nos montan sobre los hombros de una responsabilidad que debería ser de todos. Pienso que estas convocatorias incurrieron en un error, no con malas intenciones sino por pura costumbre —una costumbre indiscutible no solo en Colombia, que es sospechar un mundo que le delega la responsabilidad de la memoria, y de la nueva forma que esta puede tomar, al arte. Contrario a eso, creo que somos todos, cada uno de nosotros, los que debemos asumir esa responsabilidad reconociendo también la potencia creativa de cada ser humano, no solo de los artistas.

Por otro lado, el error fue no abrir estas convocatorias a otros grupos humanos: pensar que esto es propiedad y responsabilidad de los artistas y no más. No estoy hablando solo de otras profesiones, aunque también (¿por qué no arquitectos y diseñadores?), sino a comunidades y grupos que han venido trabajando desde la labor viva frente al tema. Esto es algo en lo que los acuerdos debieron reparar, y es una labor a la que yo me aboco a trabajar a diario en la universidad y en la escuela de artes en la que trabajo. Los procesos de reparación simbólica, inevitablemente, tienen que ver con la educación y, en gran medida, con los gobiernos. También tienen que ver con cómo entendemos y administramos el conocimiento en el mundo moderno, que tienen que pensarse desde la base. Es un tema álgido. Lo otro es entrar en una discusión chata, en unas críticas que, de todos modos, se van a quedar en un terreno inofensivo frente a una realidad que a gritos reclama un mundo distinto.

El cayuco modelado con el metal de las armas de las Farc. Cortesía del artista.

¿Y ya la obra está terminada? ¿Por qué no se ha instalado aún en Nueva York?

No soy un artista que piense objetos aislados de su espacio. Mi relación con el lenguaje instalativo me ha hecho inclinarme por cierta consideración física, material, conceptual y territorial del lugar en el cual se va a emplazar la instalación. La obra está enguacalada desde septiembre del año pasado. En ese sentido, la obra se concluyó hasta donde yo debía aprobar: eso se dio hace meses. Según lo que cuenta el ministerio de Cultura, se empezó a planear y a avanzar en el tema de transporte, traslado e instalación. Ella viaja en tres segmentos y, cuando llegue, hay que instalarla, soldarla, etcétera. Eso implica nuevas acciones que requieren mucha voluntad; sobre todo, voluntad política.

Lo que de ahí en adelante sucedió, según me dijeron, es que el ministerio venía avanzando en cada uno de esos pasos, seguramente con la consideración de todos los detalles y con los tejemanejes de orden político y conceptual que se estarán dando. Es obvio que eso suceda en estados como los nuestros en los que las instituciones van cambiando de gobernancia y, entre la nueva y la anterior, obviamente se revisan y ajustan cosas desde el deseo político de quienes llegan al poder.

Yo no tengo confirmado absolutamente nada. La obra está lista, han pasado varios meses, y es la hora en la que todavía estamos esperando que sea trasladada. El ministerio dice que no lo ha hecho porque hay un invierno terrible en Nueva York y estas acciones de emplazamiento requieren unas condiciones favorables de clima. En esa situación estamos. Lo último que se me ha dicho es que en abril es posible que se concreten las acciones que hacen falta para completar el proyecto. Porque el monumento no está concluido hasta tanto se instale en el lugar para el cual fue pensado. Lo que ha faltado es voluntad.

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*Editor digital de ARCADIA