Durante siglos, hemos convivido con la idea de que existe un purgatorio, a pesar de que la iglesia primitiva considerara herejes a quienes defendían la creencia. La idea de un “estado” o un “lugar” como el que hoy denominamos purgatorio existe desde la antigüedad. Platón en el Fedón (387 a.C), Virgilio en La Eneida (19 a.C) o Dante Alighieri en su Divina Comedia (1307) tenían una teoría sobre ese “lugar”. Al purgatorio se le ha descrito de muchas maneras, entre ellas: “las peores horas de la vida de un hombre.” Se dice que el purgatorio comenzó a ser parte de las creencias del catolicismo con el papa Gregorio I, máximo pontífice entre 590 y 604 d.C. La definición oficial de esta doctrina se dio en los concilios de Lyon (1274) y Florencia (1439), y fue reafirmada en su totalidad en el famoso Concilio de Trento en 1547. Así pues, la creencia de que los pecados pueden ser perdonados mediante castigos, penitencias y torturas, han sido diseñadas por los hombres, no por Dios.  

El purgatorio, que corresponde a la segunda etapa de la exposición La persistencia del Dogma en el Museo de Antioquia, nos presenta una serie de obras que trabajan la idea del sacrificio, la penitencia y el castigo al cuerpo como una manera de purificar los pecados. Pinturas anónimas que datan del siglo XVIII y XIX como San Juan Bautista decapitado, La piedad, La Virgen dolorosa, o La transverberación de Santa Teresa de Jesús, señalan específicamente el dolor no solo del cuerpo sino del alma, como la única salida posible para alcanzar el cielo. “Por esta razón, la cultura católica colonial enfatizó el tema del camino como alegoría de la salvación (o a la perdición). En el purgatorio solo la sangre lava los pecados, derramar la propia purifica. Pero también ser lavado por la sangre del salvador, redime,” se lee en el texto de sala. Por otra parte, el cuerpo en movimiento (el desplazamiento) en la búsqueda de la redención -nos advierte la curaduría-, tiene su correlato  en eventos como la colonización antioqueña, las migraciones por la violencia y los desplazamientos forzados a causa del conflicto armado que ha dejado a miles de personas golpeadas, mutiladas o asesinadas.

Como la Virgen dolorosa, miles de madres colombianas sufren por la pérdida de sus hijos convertidos en mártires. Los mártires, dicen, derraman su sangre voluntariamente, “nada mejor para sostener una sociedad guerrera. La sangre seguirá limpiando, políticamente, muchos otros pecados (políticos). Para que haya sangre se necesita la espada, el simbólico instrumento, o el machete en su interpretación más moderna”. Teniendo presente lo anterior, la artista Clemencia Echeverri presenta la obra Juegos de herencia (2009): un video “monocanal” que nos muestra crudamente “La fiesta del Gallo,” una celebración que se que se realiza en Chocó en la que un gallo es enterrado con la cabeza afuera, y espera a que se la corte un machete manipulado por un hombre vendado. Juegos de herencia es una obra que conmociona tanto por las imágenes a las que es enfrentado el espectador, como por el sonido del machete que refuerza el impacto. “El uso del machete, herramienta cultural para el cultivo y para actos de violencia en este país en épocas pasadas y recientes, resonó en mi conciencia, identificando su golpe y su timbre como el eje del proyecto. Sigo esta herramienta para conocer su sonido oculto, su fuerza y su amenaza,” dijo la artista al diario El Mundo.

Podríamos pensar que la sangre, la tortura y el castigo; las imágenes del sufrimiento y los efectos de las guerras físicas y espirituales, más que una forma de purgar las culpas, parecen estar muy cercanas al mal. Ese mal que, como afirmó François Cheng, no es otra cosa que aquello que el hombre inflige al hombre. Y cuando éste se sume en el odio y la crueldad, puede abrir abismos sin fondo que no son justamente los lugares que describe Platón, Virgilio, o Dante. Por el contrario, son eventos que pueden formar una tormenta en nuestra conciencia, causándonos una herida probablemente incurable.   *Úrsula Ochoa es crítica de arte, columnista en El Mundo y El Espectador, y docente de cátedra.  Las imágenes del dogma: Un cielo bajo sospecha El arte de las pequeñas cosas