Maternidad

Parirse a sí misma

Se acerca el Día de la Madre con su visión de maternidad como cuento de hadas, mandato civil o deber divino. Decidimos explorar en cambio otras representaciones, elaboradas por artistas como Frida Kahlo, Débora Arango y Orlan, que quisieron mostrar el lado más humano, visceral y desgarrador de la maternidad.

Sol Astrid Giraldo E.
9 de mayo de 2017
Escultura de Tlazolteotl-Ixuina, diosa azteca de fertilidad y deshechos. Foto: Douglas Miller/Topical Press Agency/Getty Images.

La primera vez que vi una imagen de Frida Kahlo hace ya muchos años, siendo aún estudiante, me explotó en los ojos. Desconocía la faceta de pop star de la artista y tampoco sabía del rentable mercado de la pena envasada en múltiples y coloridos souvenirs creado a su alrededor. No tenía ninguna referencia de ella. Y nada me había preparado para ese escandaloso parto presidido por la imagen de la Virgen María.

Mi nacimiento, Frida Kahlo, óleo sobre lienzo, 1932.

Allí, un cuerpo con el rostro tapado era desgarrado por una cabecita que salía penosamente y con sangre de entre sus piernas abiertas. La imagen hacía parte de unas postales que descubrí en una librería del norte de Bogotá. Se vendían como pan caliente, mientras las miraba una y otra vez sin terminar de asimilarlas. Nada tenían que ver con las imágenes habituales del día de la madre, y su publicidad de electrodomésticos y ropa para señoras. Menos con las apolíneas esculturas griegas que en ese entonces investigaba. ¿Dónde quedaba aquí el canon antropomórfico? ¿Dónde la armonía, las divinas proporciones, el cuerpo humano como la medida de todas las cosas? ¿Qué era esa Frankenstein vencida sobre una cama antigua y blanca?

Más que con Praxíteles, este monstruo femenino, esta hidra con cabeza de Virgen Dolorosa arriba y de niña taciturna abajo me conectaba, en cambio, con una historia personal. Por aquellos días, mi compañera de apartamento había abortado, y yo había estado cerca de su conflicto sin salida, de sus miedos, sus dudas, y de los médicos clandestinos que le habían hecho un legrado mientras hablaban de la fiesta del último fin de semana. Finalmente la había acompañado a su cama donde le di sus medicinas para el dolor, hasta que se quedó dormida. No tenía de donde pegarse, esa primera noche, en la que se sintió paria de la sociedad, del mundo de las casitas tranquilas sobre las praderas y de los sueños de sus padres. Sí. La imagen del nacimiento de Frida de alguna manera se acercaba a eso, aunque no se trataba exactamente de un aborto, era una pintura lejos del tono poético y triunfante de las maternidades canónicas y ejemplares, las únicas que hasta entonces había conocido.

Al contrario, era como si se le hubieran abierto los mantos a las brillantes maternidades marianas para dejar ver la oscuridad que siempre escondieron. Aquí, en cambio, se cruzaban la vida y la muerte, había fluidos, desgarramientos, carne. La historia no terminaba con un happy ending y para nada era ejemplar. Esa pintura revelaba que al menos otra mujer también había sentido que la maternidad no siempre era una fiesta divina y espiritual, como la que emanaba de las estampas que nos habían enseñado a adorar desde niñas, entre inciensos y mandatos autoritarios sobre nuestros cuerpos. Quizás aquel tormentoso episodio no era único, ni ella era “la peor de todas”, como llegó a decir de sí misma Sor Juana Inés de la Cruz, aunque hubiera infringido la Gran Ley de la feminidad.

Esa desconocida pintora mexicana declaraba, en cambio, que la maternidad era también subjetiva, física, visceral. Y que podía ser una conmoción de sudor y preguntas más que un destino natural o una labor patriótica como lo recreaba el sistema de imágenes de las madres que en nuestra tradición han alimentado Eugenio Zerda, Francisco Antonio Cano, Ricardo Gómez Campuzano, Eladio Vélez, Pedro Nel Gómez y un extenso y omnipresente etcétera de hombres al pincel. Afirmaba, en cambio, que se trataba de un drama que sucedía en el cuerpo, ese que no tenía la Virgen María, pero mi amiga sí. Frida se lo devolvía. Hoy en día, cuando me pregunto por el fenómeno mediático de Frida, y me entran sospechas acerca de su leyenda plañidera y comercial, el pensar en la pintura de ese parto me reconcilia con el poder emanado de sus imágenes.

Madona del silencio, Débora Arango, óleo sobre lienzo, ca.1944.

Un par de años después descubrí la Madona del silencio de Débora Arango. Una declaración sobre la maternidad quizás más violenta que aquella de Frida, donde al menos había una capa de simbolismos que ayudaban a mirar el abismo. La pintura de Débora no tiene ningún atenuante. Esa mujer abandonada en una esquina urbana frente a su hijo malogrado está sola. No hay nadie allí, ni la compañera del apartamento, ni el padre del no nacido, ni el Estado, ni el manto mariano. No hay ninguna ley biológica, familiar, icónica que la justifique. Es, en cambio, un punto de oscuridad: inabordable, innombrable, irrepresentable. Un quiebre de cualquier discurso político, sentimental o estético: un trauma que se resiste a tomar forma y por eso apenas le quedan las sombras de esta pesadilla en el asfalto. Y en estos márgenes iconoclastas, igual que aquella pintura de Frida, lo único que hace es explotarnos en los ojos.

ORLAN accouche d‘elle m‘aime, Orlan, fotografía en blanco y negro, 1965.

Si bien la pintura de Frida podría tener un corolario todavía más radical en la pintura de Débora, también establece un diálogo con otra obra posterior, menos trágica y más empoderadora como lo es ‘Orlan da a luz a su amado yo’, realizada ya en la liberadora década de los 60. En esta fotografía, la artista feminista francesa también deja salir de entre sus piernas a una escultura que la representa a ella misma. Es decir, su hijo ya no es al niño Dios, única justificación de la existencia de la Virgen María en la biblia. Orlan como Frida, como Débora, como muchas de su generación, en cambio, es una mujer que se pare a sí misma, con amor, gusto, afirmación, incluso con erotismo y sensualidad, Y es este parto de sí misma su única justificación. El cuerpo de mujer aquí deja de ser la fábrica autorizada de cuerpos para la sociedad y por ello el fruto más valioso de su vientre no será necesariamente aquel divino varón. Después de parirse a sí misma, tomará la decisión de tener o no hijos, en un nuevo grado de conciencia que le permitirá arrebatarle su destino a la biología.

Para otras artistas contemporáneas como la británica Mary Kelly en su Post-Partum Document, donde los pañales de su bebé devienen símbolos psicoanalíticos, la argentina Ana Álvarez Errecalde, quien se autofotografía en el parto de su hija, feliz, sudorosa y untada de placenta, o la antioqueña Evelin Velásquez con su desestabilizadora Maria-Medea, la maternidad ya no es un cuento de hadas, un mandato civil o un deber divino. Ellas, en cambio, han propuesto otra lectura. Esta no necesariamente es un manifiesto anti-maternidad, pero sí un reclamos de narraciones más complejas, a veces desgarradas, otras de autoconocimiento o incluso de empoderamiento, pero en todo caso, carnales, confrontadoras, lejos de la mistificación del relato oficial. Allí, retoman el control que nunca tuvieron sobre esa “maternidad secuestrada”, de la que habla la artista mexicana Mónica Mayer, usurpada por el poder, sus controles y discursos. Posición que problematiza las ficciones e imaginarios que existen a su alrededor y cuyas profundas tensiones y fisuras estas celebraciones con estampitas, rosas y promociones en el supermercado nunca nos dejarán ver.

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