"La vista bonita es lo único bueno que tenemos acá", dice una vecina del barrio. | Foto: Archivo particular

BOGOTÁ

A rey muerto, rey puesto: la maldición de los barrios más violentos del norte de Bogotá

Entre el fuego cruzado de las bandas criminales, sus pobladores han visto incluso cómo se matan entre hermanos por el control del territorio. Así es la vida en una de las zonas más hostiles de la ciudad.

3 de marzo de 2017

Cada tanto, Bogotá mira hacia las montañas sobre las que se emplazaron los barrios más violentos del norte: El Codito, Santa Cecilia y Cerro Norte. Por estos días, salió de esas calles la noticia de la desaparición de tres menores de edad que hacían domicilios en el sector. Antes, la atención la han captado los jefes de cuatro bandas criminales, de las más sangrientas, en una disputa territorial que lleva más de una década. Esa en la que, incluso, se han masacrado entre ellos, sin importar que por sus venas corra la misma sangre. Y en medio de la guerra: los inocentes. Así ha sido la vida en esos cerros, sobre los que parece haber una maldición que, pese a la caída de los capos, no los deja vivir en paz.

Para subir a La Perla, Santa Cecilia y Cerro Norte hay una sola entrada, sobre la carrera Séptima con calle 162. Basta con escuchar algunas de las historias vividas en esas primeras cuadras para armar la película de terror que han padecido sus pobladores.  El primer poste del barrio está empapelado con afiches con una inscripción en letras grandes: "desaparecidos", ilustrada con los rostros jóvenes de tres amigos de los que no se sabe desde hace 11 días.

Brayan Montaño, Mauricio Castillo y Juan Moreno (entre los 14 y 17 años) se juntaron para trabajar como domiciliarios de un supermercado. En uno de esos trabajos desaparecieron. El 22 de febrero, hacia las 4:00 de la tarde, según comentan en el barrio, los muchachos arrancaron en la camioneta blanca en la que subían mercados hacia las partes altas de los cerros. Su último destino, al parecer, era El Codito. Nunca regresaron ni se volvió a saber de ellos. Tampoco de la camioneta. En la zona es una práctica vieja el robo de vehículos. Por eso, entre los vecinos suena fuerte la versión de que su último viaje pudo ser una trampa para arrebatarles la camioneta. Las autoridades investigan pero aún no encuentran rastros. Las familias, mientras tanto, los buscan con desespero.

Frente al poste empapelado con fotos, está el asadero de pollos Mi Ranchito, el escenario de uno de los episodios más violentos de la guerra que se libra en ese sector.  En 2013, Los Pascuales y Los Luisitos eran las dos grandes bandas en confrontación. La primera llegó a ser tan poderosa que las autoridades la identificaron como un posible enlace del entonces Clan Úsuga, hoy llamado Clan del Golfo, en Bogotá. La segunda era una disidencia que nació de las entrañas de los Pascuales, de su misma sangre. El 6 de enero de ese año, los líderes de las bandas, Pascual Guerrero de una y su sobrino, Luis Guerrero, de la otra, acordaron una cita para pactar una tregua.

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En representación de su clan, Pascual Guerrero mandó a dos de sus hijos y Luis Guerrero a tres emisarios. Dialogaron sentados en las mesas del asadero hasta que, en medio de la comida,  se calentó el ambiente. Hacia las 4:00 de la tarde se armó la balacera. Murieron los  hijos de Pascual Guerrero y dos emisarios de Luis Guerrero. El primero, furioso, quiso cobrar venganza en el acto. Entonces ordenó el asesinato del padre de Luis Guerrero, es decir, de su propio hermano. Y para asegurarse de que se cumpliera el encargo, envió de gatillero a su hijo Orlando. En su casa, en la parte alta de la loma, cayó el anciano, mientras arreglaba el motor de un carro. Pero para entender cómo escaló esa guerra hasta llegar al fratricidio, hay que seguir conociendo la zona.

A 20 metros del asadero donde ocurrió el tiroteo, queda el salón comunal, el que solía ser el lugar de las fiestas, hasta 2012. Ese año, en una muestra de las formas en que una guerra ajena se cuela en la cotidianidad de los pobladores de esos barrios, miembros de Los Pascuales treparon hasta el techo del salón, removieron las tejas y se colaron a la fiesta de una quinceañera. Una vez adentro, armados, no dejaron salir a nadie, hasta que entre los asistentes hallaron al hombre que buscaban. Ante la mirada de todos y en medio de la celebración se lo llevaron. Esa misma noche lo asesinaron.

En la cuadra siguiente hay un parqueadero amplio donde se forman los carros informales que transportan a la gente por esas lomas. El año pasado, los conductores empezaron a ser amenazados y extorsionados por parte de las nuevas bandas dominantes, que no solo les han exigido dinero sino participación en el negocio. Desde ese punto, en la zona baja de la loma, arrancan los camperos por las pendientes empinadas.  En la mitad de la ruta pasan por el lugar donde se desató toda esta guerra, donde se comprende el origen de una violencia que no cesa: la casa de Pascual Guerrero Rincón, el patriarca criminal.

Esos barrios sobre las montañas de Usaquén fueron desde mediados del siglo pasado refugio para los que huían de la guerra en el campo. Los desplazados se asentaron sobre la falda de los cerros y los colonizaron luego hasta la cima. En esos tiempos, el agua se sacaba de aljibes y a las partes altas se subía en mula.  Los Guerrero llegaron a comienzos de los 90, y ocuparon un terreno justo en el centro de la montaña que hoy es el barrio Santa Cecilia. Un sitio que les cayó de perlas, pues desde allí se accede rápido a los barrios vecinos. Pero entonces, esa familia era solo la de un puñado de desplazados del Huila.

La esposa de Guerrero se hizo reconocida en la comunidad por el puesto de fritanga que puso en su casa. Entonces, su esposo y sus hijos empezaron a andar torcido. Se dice que primero robaban bicicletas y que, con el tiempo, el negocio de la madre se convirtió en una fachada para la venta de droga. Los Pascuales pasaron de ser una familia a una banda criminal, en la que se vincularon sobrinos y primos. A comienzos del 2000 ya mandaban en la zona y expandieron su dominio a los otros barrios.

Hacia 2008, después de controlarlo todo y hasta de poner restricciones a la vida de los habitantes de esos barrios, Los Pascuales empezaron el declive. Varios de sus miembros fueron capturados. Entonces, Luis Guerrero Rincón, sobrino del patriarca, quien había hecho carrera criminal junto a él, aprovechó el momento de debilidad para montar una disidencia, que se conoció como Los Luisitos. La cruzada tuvo su clímax en el episodio del asadero, en 2013, después del cual los dos jefes criminales fueron capturados. El pasado 3 de octubre, Pascual Guerrero Rincón fue condenado a 30 años de prisión. Pero con la caída de los jefes no llegó la tranquilidad.

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El recorrido continúa hacia un costado del barrio La Perla, donde se ve La Roca, como conocen la enorme piedra incrustada sobre la montaña, en medio de árboles, donde se estableció la olla más grande de la zona. Allá, a comienzos de la década del 2000, había hecho su aparición alias Chucho, quien llegó a controlar una pequeña porción del microtráfico en esa época. Incluso se enfrentó a Los Pascuales, hasta que cayó preso.

Y en La Roca reapareció en 2013. Libre y sin el clan criminal en el camino, Chucho retomó el control de todos los negocios ilícitos: microtráfico y hurtos. Y comenzó uno nuevo: la extorsión a los transportadores. Su periodo de dominio coincide con el descenso de los homicidios en Usaquén, que llegaron a su punto histórico más bajo en 2016, pues ya no había una disputa del territorio. También encaja con el disparo del resto de indicadores criminales: lesiones y hurtos de todo tipo.

Pero el reinado de Chucho no duró mucho. En noviembre pasado fue capturado junto a once de sus secuaces. Sin embargo, la caída de la banda dominante, una vez más, no significó la pacificación de los barrios. A rey muerto, rey puesto. Hoy se habla de Príncipe como el nuevo jefe, un delincuente de vieja data en el sector, que estuvo vinculado antes con algunas de las organizaciones antiguas. No se sabe si lo dicen para intimidar o si es cierto, pero la banda del momento se presenta como la depositaria del legado de los capos anteriores, ahora encarcelados.

El recorrido de los colectivos en Santa Cecilia termina en Las Cruces. En ese punto, casi sobre el filo de la montaña, se reúnen los grupos de cristianos antes de regarse por las callejuelas de los barrios a evangelizar. Allí también está la casa de una anciana solitaria que perdió a un hijo en medio de esa guerra. Ella es el reflejo del temor acumulado. Desde que lo mataron, paranoica, se armó con una escopeta con la que apunta a todo el que se asoma por sus terrenos. Incluso pone en la mira a los niños que suben hasta allí a elevar cometas.

Y a unos cuantos pasos más, el bosque y la arenera que separaran a Santa Cecilia de El Codito. Un lugar lleno de historias de crimen: se convirtió en el escondite de los ladrones, es el paso entre los barrios para cometer fechorías y el taller donde deshuesaban los vehículos robados. Incluso, dicen en el barrio, allí fueron enterrados muchos de los cadáveres de esa guerra.

Desde ese punto alto, la postal de la ciudad se ve completa. "La vista bonita es lo único bueno que tenemos acá", dice una vecina. Una que, como muchos, llegó del campo huyendo de la violencia y, junto a su familia, creyó encontrar entre esa montañas un refugio. Pero dio con un territorio maldito, donde los capos se quitan y se ponen en un instante, sin dejarles un solo periodo de paz.