BREVE HOMENAJE A RIVERA
Rivera fue el primero de nuestros grandes escritores en aplicar la máxima de Tolstoi: "Aprende a describir tu aldea y serás universal".
La gente suele creer que la novela colombiana se hizo adulta y se echó los pantalones largos con la radiante aparición de García Márquez. Eso no sólo es falso sino que se trata -todavía peor- de una injusticia. Gabo es, por si se necesita decirlo otra vez, nuestro fabulista formidable, el más grande escritor vivo de la lengua castellana, superado apenas por Cervantes y por dos o tres nombres más.
Pero tampoco hay que olvidar, aunque la memoria sea flaca y débil, que aquí escribió Rodríguez la saga prodigiosa de "El Carnero", aquí escribió Carrasquilla alguna de sus mejores cosas antioqueñas, aquí escribió Isaacs su "Maria", aquí escribió Fuenmayor "Una triste aventura de catorce sabios". Y, sobre todo, es bueno recordar que fue aquí donde Rivera escribió "La Vorágine" paseando entre los senderos y arboledas de una finca de Sogamoso, después de su epopeya en la manigua.
El trópico, en García Márquez, es el calor, la lluvia interminable, el alcaraván que canta tristemente en un patio, la locura poética de sus personajes, un galeón español que aparece extraviado entre tremedales y bejucos. En Rivera, en cambio, el trópico es el paisaje. La naturaleza que estalla a su alrededor como un polvorín. Por eso, nadie, como él, podía escribir aquel verso estremecedor: "¿Y quién, cuando yo muera, consolará el paisaje?".
Rivera es el cantor de los platanales, del follaje, de los pajonales, del puma y el jaguar, de la garza morena que alza vuelo entre la sangre ardiente del sol de los venados, de los gualandayes que florecen al pie de una charca, del pedazo de playón que se desprende del río, arrancado de cuajo por la corriente, y se va aguas abajo, como un pueblo a la deriva.
Si no fuera porque tengo la sospecha de que es un juego de palabras medio idiota, yo diría que Rivera es el grande escritor de la ribera. De la gente, de la fauna y de la flora que viven en las barrancas del Magdalena. De los caimanes que ya desaparecieron para siempre bajo el fuego implacable de los trabucos. Es por eso que siempre he tenido un pálpito hasta ahora no resuelto: a lo largo de toda la obra literaria de Rivera ese portento que es "La Vorágine", más que la regla general, es la excepción. Me parece, digo yo acá, que lo suyo no era la selva. sino la llanura y el río. Las potrancas desbocadas más que la jungla tupida. Mucho sabría agradecer si los grandes críticos los estudiosos y los que saben de estas cosas me ayudan a esclarecer esta incertidumbre.
Ahora, cuando se cumplen cien años del nacimiento de José Eustasio Rivera, y casi setenta de la publicación de su libro inolvidable, no hay que equivocarse en decirlo, ni se trata de un arrebato de nacionalismo trasnochado: "La Vorágine" es una estupenda novela, aquí y en cualquier parte, y Rivera sobrevive como un escritor de los mayores, ahora o en cualquier época.
Alguien dijo, de él y de su libro, que en medio de la decadencia afrancesada y españolizada en que andaba nuestra literatura de esa época, Rivera fue el primero que puso al hombre auténticamente americano en el corazón de una novela. Pero puso, además, la selva malvada y el árbol del caucho. La suya es una acuarela incomprable sobre la naturaleza, el hombre y la vida.
Cada vez que voy por los lados del Huila, y veo en Neiva o cerca de Pitalito la lengua insaciable del río lamiendo las barrancas, y el torrente achocolatado que baja enloquecido hacia Bocas de Cenizas, me acuerdo de Rivera, porque fue el primero de nuestros grandes escritores que comprendió y aplicó la máxima sabia del conde Tolstoi: "Aprende a describir tu aldea y serás universal".
Rivera es el verdadero literato de nuestras pampas y junglas, de nuestras tierras indómitas. Un hombre que es capaz de escribir que los potros llevan un huracán revuelto en la crin, y que cuando por fin se detienen, alzando las cabezas, oyen llegar el viento retrasado, ese hombre, qué carajo, es un poeta genuino, aunque sus versos resulten demasiado pulidos para mi humilde gusto, y aunque no tengan la fuerza desatada de una tormenta, que sí se siente, en cambio, en su prosa, sobre la cual se han escrito investigaciones tan buenas como la que acaba de publicar Montserrat Ordóñez.
Estamos, pues, en este centenario de su nacimiento, convocando simbólicamente a Arturo Cova, a su corazón jugado al azar, al tordillo que resopla en estampida por la llanura, a la paloma que currucutea junto a la ceiba a los capataces de la Casa Araña, pero, sobre todo, al torrente bravo del río.