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"Colombia existe como un país cinematográfico”: Annouchka de Andrade
Apasionada por el cine colombiano, activista cinematográfica en contra del racismo y sus miserias, en búsqueda permanente del cine arriesgado creativamente, Annouchka de Andrade debutó este año como directora del 37° Festival Internacional de Cine de Amiens, realizado del 10 al 18 de noviembre.
Cuando visito la exposición que el Festival de Amiens presenta del pintor colombiano Pedro Ruíz y sus imágenes me permiten viajar desde la ciudad donde vivió Julio Verne hasta la Sierra Nevada de Santa Marta, el Valle del Cocora o el paisaje selvático del río Caquetá, recordando el frío donde crecen los frailejones, pintados por Ruíz como criaturas míticas de los páramos andinos, o deslizando la mirada por las plumas de las aves torrenciales que alzan el vuelo en su pintura Araracuara, de repente, en medio del trópico embalsamado de la galería, escucho la voz suave de un hombre que me pregunta si hablo español.
Tiene un chaleco anaranjado de motociclista, la apariencia venerable de alguien que conoce la experiencia de los años, el cabello rubio y despejado levemente en su cabeza, una estatura mucho más alta que la mía y un brillo de curiosidad que cruza por sus lentes gruesos mientras espera mi respuesta.
Después de que le respondo que hablo español, me pregunta si soy colombiano. Le digo dónde nací y me sorprende con una réplica desconcertante.
“Yo también soy colombiano”, me dice con un acento inevitablemente francés filtrado en su garganta. “Soy de Cachipay”.
Y Verne de Zipaquirá, pienso extremando el delirio, que Monsieur Patoor, como sabré que se llama, desmiente luego de sonreír por la sorpresa que me causa encontrar a un hijo de la región del Tequendama en la exposición de Ruíz donde cualquier fantasía es posible.
“Bueno, no soy de Cachipay”, me explica. “Soy francés, pero viví allá hace veinte años con mi primera mujer y tengo dos hijos con ella”, me aclara.
Louis Patoor será uno de los primeros personajes que conozca en Amiens. Los otros irán apareciendo en las oficinas del festival, en las pantallas del evento, entre los directores invitados y con la llegada de los realizadores colombianos que asistieron para presentar sus películas y dialogar con el público tras las proyecciones de la muestra Colombie, réalisme et cinema, con la que su directora, Annouchka de Andrade, enamorada del país desde que trabajara en la embajada de Francia en Bogotá durante varios años, quiso rendirle un tributo a la geografía que la apasiona por la forma como está representada en el cine.
“Me enamoré del país y de sus directores cuando trabajé cinco años en Colombia, que no fueron suficientes, pues me habría gustado quedarme mucho más”, me dice Annouchka durante una pausa en el vértigo de su trabajo. “Le hice un homenaje al cine colombiano en el Festival de Biarritz y, por casualidad, cuando este fue el año Francia-Colombia, aproveché la oportunidad de mi primer año como directora del Festival de Amiens para tener conmigo a todos mis amigos”.
El afiche del festival fue otra expresión de la pasión según Annouchka por Colombia. Las flores gigantescas que surgían de una de las canoas emblemáticas de Ruíz y la aparente serenidad con la que nos miraba un tigre mariposa por los rincones de Amiens donde estaban colgadas sus imágenes, suavizaban con su calidez el frío del otoño.
“Las pinturas de Pedro Ruíz son increíbles”, me dice Annouchka. “Son un homenaje a la poesía. Está todo el país con su locura, sus flores, sus viajes, lo que significa para mí Colombia”.
Aunque las visiones del exotismo hicieran suponer a mucha gente en Amiens que las pinturas eran africanas. El festival se transformó entonces en un laboratorio pedagógico.
“El público está muy sorprendido con el descubrimiento de la cinematografía colombiana. Conocían algunas películas que se habían presentado en el festival, pero por primera vez tuvieron el panorama de un cine con muy alto nivel. Así que esto ha sido para mí un placer: mostrar de qué manera Colombia existe como un país cinematográfico”.
Al margen del temperamento malgeniado por la falta de confianza que define las relaciones en el país del Sagrado Corazón de Jesús, la generosidad de Annouchka de Andrade es inspiradora para seguirle el rastro al cine colombiano y a las cinematografías que con una mirada amplia e interesada por los fenómenos humanos vistos a través de una cámara hicieron parte de la programación del festival.
Películas con un énfasis temático en la sabiduría del universo femenino, críticas en su mirada sobre la precariedad de los derechos humanos, abiertamente políticas para juzgar los desastres del poder o los ultrajes del racismo, interesadas en los riesgos formales, cada proyección era presentada por Annouchka como una bienvenida a viajar desde la sala por los mundos que estarían en la pantalla.
Aparte del panorama en el que se proyectaron varios documentales de Marta Rodríguez y un testimonio sobre su obra, Transgresión (2015), realizado por Fernando Restrepo, y de siete largometrajes en los que se reveló una idea diversa de lo que significa Colombia -El corazón (García, 2006); Pequeñas voces (Carrillo & Andrade, 2010); La sirga (Vega, 2012); Tierra en la lengua (Mendoza, 2013) y Señorita María, la falda de la montaña (Mendoza, 2017), premiado en la categoría documental del festival; La mujer del animal (Gaviria, 2016); Yo, Lucas (Maldonado, 2017), y el cortometraje de Alexis Durán, A la deriva (2017)-, el festival cumplió con su propósito de hacer viajar al público de dos maneras: a través del mundo que descubre una pantalla y en el tiempo que se desvanece en una sala cuando el presente inmediato de una película realizada en otra época nos sitúa en la perspectiva del pasado como si estuviera sucediendo por primera vez ante nosotros.
Inaugurar un festival con un clásico revela una posición política. In the Heat of the Night, de Norman Jewison, fue un alegato en contra del racismo en 1967. Cuarenta años después, la película mantiene su vigencia cuando desnuda las tensiones que explotan con facilidad en Estados Unidos. La anécdota es sencilla: un detective negro (Sidney Poitier), de paso por un pueblo de Mississippi mientras espera el tren, es detenido por un policía blanco y racista (Warren Oates), subordinado de otro matón con uniforme (Rod Steiger), culpándolo de un crimen que Poitier tendrá que resolver a pesar de los ultrajes y amenazas del salvajismo sureño con la actitud del Ku-Klux-Klan.
Jewison, un canadiense nacido en Toronto, supo que era mejor abandonar Estados Unidos cuando asesinaron a Robert Kennedy y Martin Luther King seis meses después de que el Círculo de Críticos de Nueva York le diera el premio de mejor drama del año a su película.
“Este es un país donde matan a sus héroes”, declaró Jewison.
Al calor de la noche y del cine en Amiens, Annouchka me dice que el racismo es un crimen.
“Me da miedo pensar que no pase nada, por ejemplo, cuando se le puede hacer cualquier cosa a una mujer”, agrega. “Es inaceptable. El racismo no puede continuar. Nosotros tenemos que decirle a los jóvenes que esto no es posible, así como también me preocupa que el racismo se vulgarice y sea banalizado. Tenemos que estar atentos porque la conciencia política se puede diluir”.
Otra declaración política en términos cinematográficos: invitar al saxofonista Archie Shepp para que presentara un documental sobre el concierto que diera en 2016 en la Villette de París con el repertorio de su disco Attica Blues.
The Sound Before the Fury, de Lola Frederich y Martin Sarrazac, tuvo en la pantalla la forma de un recuerdo para que la conciencia no se diluyera en el olvido. Conmemorando la rebelión de los presos por las condiciones de maltrato y racismo que vivían en la prisión de Attica, en el Estado de Nueva York, Shepp compuso, al año siguiente de la rebelión que sucedió en 1971, un disco que sirve como crónica en clave de jazz del caos que incendió a la prisión y dejó un rastro de muertos que permanecen como los protagonistas de otra batalla a favor de los derechos civiles.
Consciente de que el cine es útil para multiplicar la experiencia personal con el conocimiento de la diversidad cultural que tienen sus imágenes, “Tejer los mundos” fue el eslogan que utilizó Annouchka para definir el festival.
“Mi madre siempre me ha dicho: ‘No me importa que digan que soy francesa o africana o de Guadalupe. Ante todo, soy un ser humano‘”, dice Annouchka evocando a su madre, la realizadora Sarah Maldoror, en la vanguardia del cine africano realizado por mujeres desde los años 60, continuando su legado en el trabajo de su hija.
Después de sufrir lo peor del ser humano en La libertad del diablo, el documental con el que el mexicano Everardo González registró los testimonios brutales de las víctimas y los victimarios que han sufrido y ejecutado el caos del crimen y la corrupción recientes que asedian desafortunadamente a México, lo mejor del ser humano salva el ánimo cuando Monsieur Patoor me escribe un mensaje en el que me invita a cenar con algunos de los colombianos invitados al festival.
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También me dice que cada lunes participa en una “comida solidaria” con otros ciudadanos de Amiens en contra del estado en el que se encuentran los niños africanos en las calles de la ciudad. Se reúnen en la “Boîte Sans Projet" -https://www.boite-sans-projet.org- y trabajan como activistas comprometidos con la situación de los inmigrantes.
El cine del lado de acá de la pantalla descubre en personajes como Patoor al protagonista de una película filmada en la realidad. Tendrá como escenario su casa un par de noches después.
Mientras tanto, el festival continúa y el viaje me lleva a otra dimensión del ser humano. Regreso a la geografía del vecindario en América con Mujeres del caos venezolano de Margarita Cadenas.
Un testimonio sobre el proceso de la ruina económica y ética que destroza a Venezuela en los tiempos desquiciados de Nicolás Maduro. Visto a través de la experiencia de cinco mujeres de distintas condiciones y con dramas personales diferentes, el factor común que las reúne es su instinto femenino para que no se derrumben los muros de sus casas por las trampas del azar impuestas por la dictadura.
Su directora me asegura que no le interesaba hacer de su película un alegato político. Descubro en la pantalla una descripción narrativa y elocuente de la historia que narra cada personaje ante la cámara y compromete su coraje femenino; en la que el miedo a la inseguridad, al terror de las desapariciones y a los asesinatos, a la incertidumbre del exilio, al peso que deja en el ánimo la ansiedad de la venganza, se entretejen y componen el retrato de la familia disfuncional en la que se convirtió un país por los giros desafortunados de su historia y donde ya no hay posibilidad de retorno. Aunque es una película totalmente venezolana y le sugiero a Madame Cadenas que le ofrezca al espectador desprevenido la explicación del contexto en el que filmó su documental, concluyo que la violencia y su exterminio nunca han tenido exclusividad geográfica. Mujeres del caos puede ser un relato originado en un tiempo y una cultura específicas, pero es capaz de dialogar con mujeres de otros lugares agobiados por las insolencias del poder.
Annouchka me dice que otro propósito del festival bajo su dirección era tener “películas de mujeres o sobre mujeres porque creo que ellas pueden contribuir a salvar este mundo de locos donde estamos. Hicimos entonces una sección que llamamos Miradas de mujeres, pues para mí era muy importante que se encontraran tres directoras, de tres lugares distintos, que pudieran hablar sobre sus impresiones del mundo después de cada proyección: Margarita Cadenas de Venezuela; Éliane de Latour, una francesa que filmó en Costa de Marfil su documental Little Go Girls, y Rahmatou Keïta, de Nigeria, que presentó L’Alliance d’or (Zin’naariya!)”.
La suerte me permitió compartir el documental de Éliane de Latour con otra directora totémica del cine colombiano, Camila Loboguerrero, siguiendo la historia de Bijou, Blancho, Chata, Mahi y otras chicas que escapan en Abidjan de sus familias para tener la libertad que se les niega, aunque deban soportar ser consideradas como parias, dormir en la calle o dedicarse a la prostitución y la delincuencia.
Extrañamente lírico en sus imágenes contrastadas con la sordidez del relato y de un tono melodioso cuando escuchamos la voz sedosa de la realizadora explicando los motivos del desastre, el documental de Éliane de Latour fue otra ilustración del racismo en contra de las mujeres señalado por Annouchka. Con una larga observación de la vida de sus personajes, en la tradición paciente de los documentales que no apresuran el material de sus historias, el viaje hacia la miseria extrema de las “Go Girls”, guiado por la mirada antropológica de la directora, es otro testimonio que puede cruzar fronteras cuando la tragedia se repite para tantas mujeres vulneradas por las tradiciones familiares que reprimen su libertad.
“¡Tenemos que luchar!”, insiste Annouchka. “Los artistas tienen que asumir su papel ante la sociedad. El cine es un medio accesible a todo el mundo. Está muy integrado a los niveles culturales y sociales, a todas las edades. Mi papel como directora del festival no es mostrar películas que estarán en la cartelera un mes después. No me corresponde apoyar a Walt Disney. Tampoco estoy acá para decir que sé más que los otros. ¡Para nada! Mi trabajo en Amiens se cumple cuando le digo al público: ‘Relájense y viajen. Voy a presentarles algo que me parece interesante‘. Por ejemplo, con el cine colombiano, me interesaba que el público descubriera al país de otra manera”.
Al cine y a los colombianos exóticos de Cachipay como Monsieur Latoor la noche que nos invitó a su casa a comer una tonelada exquisita de moules-frites en compañía de Marthe, su esposa, nacida en Costa de Marfil, dueña de una sonrisa tan deslumbrante y absoluta que podría iluminar estadios, y de dos de sus hijos.
Los documentalistas Fernando Restrepo y Diego García; el realizador de cine de animación Jairo Carrillo, sorprendido por la generosidad de Latoor y por su vasta colección de trenes de juguete, y mi enamorada de toda la vida, Genoveva-La-Mar, comprobamos el regalo de la suerte que puede ser un festival cuando propicia encuentros inesperados que luego estarán en la memoria como la coincidencia de un rompecabezas humano ensamblado con la perfección del instante.
“Vivo en un barrio caliente”, nos advirtió Latoor cuando llegamos. “Es un barrio al que no puede entrar la policía”.
Sin embargo, la temperatura se desvaneció cuando nos detuvimos en el apartamento de un musulmán, que vive en el edificio de Latoor, tan generoso como él, para pedirle unas sillas prestadas en las que nos acomodamos y viajamos por la película de nuestro anfitrión, repartida entre América y Europa con la perspectiva de la solidaridad.
Cuando salimos del edificio para regresar al hotel, una patrulla de la institución inmencionable en el barrio pasó zumbando a milímetros de mí persiguiendo tal vez a un delincuente fantasmal. Frenando en lo profundo de la calle, las puertas se abrieron con la velocidad de un ataque sorpresa, para que salieran corriendo entre los matorrales un par de gladiadores uniformados que me animaron a subirme cuanto antes al carro donde me esperaban Latoor y mis amigos.
La realidad plagiaba de nuevo a la ficción, sin superarla, como aseguran los que desconfían de los prodigios de la fantasía y de sus invenciones.
De nuevo en la tranquilidad de las salas, el festival siguió cumpliendo con las ideas que tiene Annouchka acerca del cine que le importa, en el que se refleje tanto su compromiso político como su visión amplia del mundo; un cine exigente y arriesgado creativamente, que así se vea poco en las pantallas de los circuitos comerciales se atreve a renovar la tradición como demostraron en el festival películas como la autobiografía filmada de Lucas Maldonado, Yo, Lucas; el documental con categoría de clásico inmediato desde su primera proyección, Señorita María, la falda de la montaña, con el que Rubén Mendoza avanzó de manera kilométrica en la construcción de una cinematografía en movimiento por los caminos de su reinvención formal, sin admitir treguas a una creatividad sin pausa, o la biografía que el director brasilero Marcelo Gómes hizo de un héroe representativo de la historia de Brasil en su proceso de independencia, Joaquim José da Silva Xavier, “Tiradentes”, recreado en su último largometraje, Joaquim, a través de una descripción cercana a sus demonios interiores -el sexo, la riqueza, la ilusión de ser alguien en el mundo-, con un tono descriptivo más cercano a la poesía que a la prosa del cine.
Tres historias exigentes y arriesgadas creativamente, que muestran a sus personajes con el plano cerrado de la intimidad y hacen de la pantalla un escenario público de sus confesiones. El compromiso político continúa así cuando los individuos son semblanzas del país donde nacieron por el azar de sus biografías.
Y el viaje también continúa. Para el 2018 tendrá otro rumbo en Amiens.
“El próximo año quiero tener una programación sobre el exilio”, me dice Annouchka. “Pero no desde el punto de vista en el que se ve a los exiliados como personajes condenados por la pobreza en su condición de refugiados. Al contrario: me interesa mostrar los beneficios del exilio. Entender, por ejemplo, por qué un exiliado llamado Joseph Losey hizo sus mejores películas en Francia, como sucedió también con Roman Polanski o Costa-Gavras. Me interesa que el público tenga una mirada positiva de la felicidad y del aporte que nos traen los extranjeros. No solamente en el cine. Hay que revisar la historia. ¡Mucha gente cree que Picasso es francés! Olvidan, o no saben, que era español y llegó a Francia porque en su época era el lugar al que venían todos los pintores cuando tenían problemas para vivir en sus países y Francia era una tierra abierta para los exiliados. A través del cine quiero que el público regrese a la historia de la Revolución Francesa y a la Declaración de los derechos del hombre; que entienda cómo gracias a los extranjeros Francia creció y fue un país mucho mejor”.
Hasta el próximo año, à bientôt, cuando el viaje continúe.