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Dan Stevens y Emma Watson protagonizan la nueva película de Disney.

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'La Bella y la Bestia': amar a un monstruo

Disney estrena este mes la versión en acción real de uno de sus clásicos más populares, basado en el cuento de hadas escrito por Jeanne-Marie Leprince de Beaumont en el siglo XVIII. A partir de una analogía con la novela 'Frankenstein', de Mary Shelley, el autor de 'Un mundo huérfano' hace una lectura de esta historia de amor y terror.

Giuseppe Caputo* Bogotá
16 de marzo de 2017

Ocurre a veces que alguien quiere amar y explota el milagro de que es amado de vuelta, y entonces parece que ambos —amantes los dos, amados los dos— quedan por fuera del tiempo y del mundo: desaparecen los contextos, solo están ellos y solo son ellos, no existe historia en el espacio que no sea la historia de su encuentro: dos sujetos deviniendo amor; desaparecidos, hay que insistir, el tiempo y el mundo.

Cuando miramos la historia de amor de La Bella y la Bestia —la versión de Disney de 1991—, nos salta que en ese encuentro de un monstruo con “la más bella de las doncellas”, el tiempo y el mundo, en lugar de desaparecer, se hacen incluso más presentes: el amor no es posible sin la participación del tiempo —un tiempo que se está acabando, un tiempo que persigue a los protagonistas, el tictac inclemente del reloj marcado por una rosa que se marchita— y sin la participación del mundo —un universo mágico habitado por objetos que fueron personas, objetos extraordinarios que sienten y hablan, un universo que necesita con urgencia que ocurra el amor—. En La Bella y la Bestia, la unión de dos es la unión de dos con el tiempo y el espacio, y no por fuera de ellos.

Al ser, además, la historia de un monstruo que, en sus encuentros con el espejo, termina por pensar que nadie nunca será capaz de amarlo, La Bella y la Bestia nos recuerda a uno de los grandes monstruos de la literatura: la criatura de Frankenstein, el monstruo que quiere amar pero solo provoca terror. La Bestia logra lo que el otro no pudo y tanto quiso: encontrar una pareja. De esa forma, y como todos los monstruos, esta historia animada “tan vieja como el tiempo” grita que lo inimaginable es posible.

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Cuando, en la novela de Mary Shelley, Víctor Frankenstein empieza a contar su historia —la historia de su pasión y pregunta por el origen de la vida, y la historia, también, del monstruo que nació por él y de él—, el científico narra cómo, escarbando entre las “inmundicias de las tumbas”, juntando pedazos de cadáveres y torturando animales vivos, logró hacer un hijo confiriendo vida a la materia inanimada. Lo que crea —lo que nace de su pasión “en una noche espantosa”— es la criatura gigantesca que ya conocemos. A pesar de los esfuerzos que hizo Frankenstein para que su hijo tuviera “rasgos bellos”, no nació un hombre de un hombre —lo que él quería—, sino un monstruo. “¿Cómo describiría mis emociones al ser testigo de tal catástrofe? —se lamenta el científico—. Ningún mortal podría soportar el horror de ese semblante”. La criatura le tiende una mano y Frankenstein, aterrado, sale corriendo.

Después escuchamos al monstruo, que habla de los primeros tiempos de su existencia. “Perdido en la oscuridad —dice—, tenía frío y miedo… Sentía que me encontraba en la más absoluta desolación”. La criatura se refiere con dolor al momento en que se encuentra con un viejo que, al igual que el científico, suelta un alarido y sale corriendo cuando lo ve. “El gesto del desconocido —explica llorando— y su manera de huir me dejaron sorprendido”. Las reacciones se repiten: los niños chillan al toparse con él, una mujer se desmaya… Otros, sin embargo, empiezan a agredirlo; le lanzan piedras hasta que el monstruo, por fin, se refugia en un cobertizo. Tiempo después, la criatura dice: “Créeme, Frankenstein: yo era bueno; mi espíritu estaba lleno de amor y humanidad, pero estoy solo, horriblemente solo. Tú, mi creador, me odias. ¿Qué puedo esperar de los demás? Me odian y me rechazan”.

La criatura de Frankenstein es el monstruo que no quiere ser monstruo. Su monstruosidad es física, originalmente, y no moral. La fealdad externa de la criatura, los horripilantes ojos amarillos, se contraponen a su bondad natural.

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En la escena inicial de La Bella y la Bestia, una anciana llega al castillo de un príncipe “malcriado, egoísta y poco amable”. Ella le ofrece una rosa a cambio de refugio contra el frío, pero el príncipe, repugnado por el aspecto andrajoso de la anciana, se burla de su obsequio. La anciana se revela un hada y, al ver que “en el corazón del príncipe no había amor”, lo castiga convirtiéndolo en una bestia.

El hada, entonces, lo desnuda: convierte en monstruosidad física su monstruosidad moral y, a diferencia de la criatura de Frankenstein, no hay en él disparidad entre su interior y exterior: el cuerpo del príncipe, ahora monstruoso, es igual que su alma.

La rosa que el hada le ofrece, sin embargo, está encantada y puede florecer por muchos años. De acuerdo con el hechizo, si el príncipe aprende a amar y es amado antes de que caiga el último pétalo, podrá volver a su cuerpo original; si no, será un monstruo para siempre. Pasan los años y cae en la desesperación: nadie, piensa él, será capaz de amarlo.

Bella, por su parte, es bella “en el corazón”, y su bondad y verdad son inseparables de su belleza física. En ese sentido, su situación es contraria a la de Bestia, cuya monstruosidad interior se revela en el exterior. Todos los demás, el resto del mundo, caen en la ambigüedad del refrán: “Caras vemos, corazones no sabemos”. Esto ocurre con la criatura de Frankenstein, cuyo semblante horrífico nos aleja de su bondad, como ocurre especialmente con otro de los personajes de La Bella y la Bestia: Gastón, el cazador, “hermoso como un sueño” y “fuerte como un león”. En palabras de los habitantes del pueblo: “No hay hombre en el pueblo tan macho”. Para él, “no es bueno que la mujer lea” porque los libros “dan ideas y la hacen pensar”. Quiere, por sobre todas las cosas, conquistar a Bella, “cazarla”. Ella, sin embargo, lo considera “narciso y mentecato”.

Estamos hablando de los espejos: de quienes se rompen y sufren cuando se ven en ellos, de quienes se reenamoran de sí mismos cuando están ante ellos. Ni la Bestia ni la criatura de Frankenstein pueden separar el amor de la relación con su reflejo. Ambos, en un punto de sus historias, llegan a la dolorosa conclusión de que siempre, en palabras del monstruo de Shelley, les serán negadas “las delicias que a las bellas criaturas se les conceden”.

“¡Odioso día en el que recibí la vida! ¡Maldito creador! —le grita la criatura a Frankenstein—. ¿Por qué creaste un monstruo tan horripilante, del cual incluso tú te apartaste asqueado?... ¿Me estás diciendo que a cada hombre le está destinada una esposa y a cada animal su pareja, pero que yo tendré que estar siempre solo?”.

Su deseo de amor se convierte en una urgente necesidad, como ocurre con la Bestia. En un punto de la conversación con Frankenstein, la criatura le dice: “Tienes que crear una mujer para mí, con la que pueda vivir e intercambiar el afecto que tan necesario resulta para mi ser”.

Ya sabemos cómo termina su historia: el científico, temeroso de que, al hacerle una pareja, puedan llegar a reproducirse y surja una raza nueva de monstruos, decide no crear una compañera para su hijo. La criatura termina como empezó: sintiéndose en “la más absoluta desolación”, pero decidido, además, a ser un monstruo moral que ha de sembrar esa misma desolación por donde va.

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Seguimos con La Bella y la Bestia: cuando el hada hechiza al príncipe y lo convierte en monstruo, también hechiza al castillo en el que vive. Así, todas las personas que ahí trabajan quedan transformadas en objetos que hablan, recuerdan, sienten y respiran: son cosas vivas. Si pensamos como Simone Weil en su ensayo La Ilíada o el poema de la fuerza que la violencia es una fuerza que transforma a las personas en objetos, leemos entonces ese hechizo en su literalidad: estas personas han recibido una violencia increíble y ahora son una raza distinta de la raza de los vivos. “¡Vaya maravilla! —diría Weil—. Cosas que hablan”.

Estos objetos que antes fueron personas conforman el mundo fantástico en el que vive Bestia. Todos conocen, además, lo que tiene que ocurrir para que el hechizo se rompa: que el príncipe ame y sea amado antes de que caiga el último pétalo de la rosa. Si el hechizo se rompe, todos volverán a ser humanos.

Por eso cuando Bella entra al castillo, los objetos imaginan enseguida que el hechizo podría romperse. La historia ocurre así: su padre, el inventor, se pierde en el bosque y, en su busca de refugio, termina entrando en el castillo. La Bestia, convencida de que ha entrado a comprobar si es cierto que ahí vive un monstruo, decide hacerlo su prisionero. Bella empieza a buscarlo y, con la ayuda del caballo que lo llevó al bosque, logra encontrarlo. Entonces negocia con Bestia su liberación: ella ha de quedarse secuestrada si deja al padre libre. La Bestia acepta el trato y en el castillo queda entonces con su nueva prisionera, rodeados ambos de los objetos vivos.  

Bella se siente repugnada por la Bestia, no solo por su aspecto físico sino por lo mismo que repugnó al hada al inicio de la historia: su monstruosidad moral. Poco a poco, sin embargo, y bajo el consejo de los objetos, Bestia empieza a suavizar sus maneras. Todos, el monstruo incluido, saben que ella podría romper el hechizo. Y cuando, frente al espejo, Bestia suspira: “Mírala a ella y mírame a mí”, un objeto, la taza, le responde: “Entonces tienes que hacer que ella vea otra cosa”.

Bella intenta escapar del castillo. Afuera, en el bosque, unos lobos la persiguen y rodean, y cuando están a punto de atacarla, la Bestia los espanta: los lobos, sin embargo, hieren al monstruo. A partir de ahí cambia su relación: surge el cuidado y, con el cuidado, un acariciarse el cuerpo que es un acariciarse el alma. Sucede, en fin, la ternura, esa “palabra-escalera” que, al decir del poeta Mario Mercier, conduce hacia el alto palacio del amor. “Si el amor es la rosa —escribe Mercier—, la ternura es su perfume”.

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Podemos hacer una lectura que problematiza este amor: pensar, con razón, que Bella termina enamorándose de quien secuestró a su padre y la secuestró a ella, y que al hacerlo termina obviando las violencias de su pretendiente. Bella, sin embargo, también tiene una actitud claramente feminista ante Gastón: un rechazo contundente y sin miramientos al macho típico.

También podemos hacer una lectura mucho más provocadora y radical: hablar de zoofilia, recordar el amor de Bella por los animales y ver que Bestia parece un león, y que ella se enamora de la criatura peluda antes de saber que tuvo forma humana y que podrá tenerla nuevamente. En ese sentido, podemos pensar su amor por la Bestia como la consecuencia última de su amor por los animales.

Hay otra lectura posible para pensar en el poder de la mencionada caricia. Para ello recuerdo a Herta Müller y su novela Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma, la escena en la que la narradora cuenta cómo, mientras su amiga intenta escapar de la dictadura en Rumania de Ceaucescu, un soldado la asesina, motivado por una política de recompensas: “El muchacho que le disparó a Lilli era un joven campesino u obrero… Cuando disparó era alguien que patrullaba miserablemente bajo el cielo, mientras el viento silbaba la soledad día y noche... Perspectiva de diez días de permiso. Quizás lo esperaba una mujer como yo, que si bien no podía medirse con la muerta, podía reír y acariciarlo al conjuro del amor hasta que él se sintiera un ser humano”.

Es eso lo que los objetos vivos quieren: volver a sentirse seres humanos. Es lo que Bestia recuerda gracias a Bella.

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Las escenas finales de la película son inolvidables: mientras los pétalos de la rosa caen y se acerca la posibilidad de que el hechizo sea definitivo, los objetos vivos —el mundo que rodea a la Bella y la Bestia— preparan una noche mágica para que ocurra el comienzo del amor: para que ambos, quizás, olviden esa rosa —el tiempo— y ese universo increíble. El conjuro del amor haría que cada uno volviera a saberse un ser humano.

Después ocurren tropiezos: Gastón llega al castillo y hiere de muerte a la Bestia. Desesperada, Bella se acerca al monstruo y le dice: “Te amo”, justo cuando el último pétalo cae. Entonces ocurre una muerte —una pequeña muerte— antes de que, en medio de fuegos de colores, la Bestia se eleve y vuelva a transformarse en hombre. Quien fue un monstruo sigue estando desnudo: ahora la belleza de su cuerpo se parece a la belleza de su alma acariciada.  

El mundo, entonces, ahora lleno de personas dichosas de ser personas otra vez, los rodea y celebra. El tiempo no es más un tiempo que persigue o se acaba sino un tiempo que da y crea: un tiempo eterno. Al amarse Bella y Bestia, el mundo y el tiempo se transforman: el mundo y el tiempo participan de ese amor.

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