Keaton, en un fotograma de 'Film' (1965), que dura 24 minutos.

Cortometraje

Beckett, Keaton y el cine como grito existencial

Cinco meses antes de morir, el primero de febrero de 1966, el actor estadounidense Buster Keaton presenció el estreno de su última película, ‘Film’, la única incursión en el cine del dramaturgo irlandés Samuel Beckett.

Christopher Tibble
1 de febrero de 2017

En el verano de 1964, pocos días antes de iniciar el rodaje de su única película, Samuel Beckett se dirigió al hotel en Nueva York donde se hospedaba quien sería su protagonista, Buster Keaton, el mayor ícono cómico del cine mudo junto a Charlie Chaplin. Para ese entonces, el actor estadounidense rondaba los 70 años, sus días de gloria frente a la cámara ya en el pasado, empolvados bajo dos décadas de poca o nula actividad fílmica. El dramaturgo, que acudió a la cita con el director de la cinta, Alan Schneider, encontró a Keaton viendo un partido de béisbol mientras se tomaba una cerveza en lata. Su esposa estaba en la habitación de al lado.

Se saludaron de manera parca, incluso incómoda. La conversación que prosiguió fue igual de sobria, reducida por el actor a una secuencia de monosílabos. “¿Tiene alguna pregunta sobre el guion?” “No”. ¿Qué pensó de la película cuando la leyó por primera vez?” “Pues…”. Beckett, quien había admirado durante años al humorista, se encontró frente a un muro de indiferencia. Schneider registró el encuentro en un ensayo: “simplemente no tenían nada que decirse, no tenían mundos en común… fue un desastre”. Poco después del rodaje, cuando un periodista le preguntó por la película en un festival de cine, el estadounidense se limitó a decir: “Diablos, soy el último al que le deberías preguntar. Mitad del tiempo ni sabía ellos qué estaban haciendo”.

En los años sesenta, décadas después de que las vanguardias artísticas sacudieran a Europa, el cine se había adentrado de nuevo en el terreno del modernismo, donde los directores eran autores y sus obras, expresiones de su subjetividad. La Nueva ola francesa, impulsada por críticos de la revista Cahiers du cinéma como François Truffaut y Jean-Luc Godard, se había quitado de encima el corest estilístico de las viejas cintas de su país. Por otro lado, el ruso Andréi Tarkovski iniciaba su poética carrera cinematográfica con La infancia de Iván (1962), al tiempo que varios cineastas italianos como Federico Fellini se desprendían de los vestigios del neorrealismo para hacer obras menos sociales y más oníricas. En ese contexto fílmico, Beckett decidió hacer su película Film, cuatro años antes de ganarse el premio Nobel de Literatura.

En blanco y negro y sin audio, la cinta contaba con un guion escueto, en el mejor estilo de las obras de teatro del irlandés. ‘O’ (por objeto en inglés), el protagonista, hace todo lo posible por huir de ‘E’ (por ojo en inglés), la cámara, que primero persigue al nervioso héroe por las calles de Nueva York y luego lo enfrenta en el cuarto de su madre, donde éste se dedica a romper una serie de fotografías que hacen alusión a su vida. La clave estilística del cortometraje, que tantos dolores de cabeza les propició a Schneider y al director de fotografía, Boris Kaufman (Nido de ratas, 1954), consistía en que la cámara solo se podía aproximar “a ‘O’ por detrás y en un ángulo que jamás excediera los 45 grados”, como apuntó Beckett en el guion. De esa manera, ‘E’ no podría “percibir” del todo a ‘O’, y así el héroe tendría la oportunidad de huir de la “agonía de ser percibido”.

La idea de Beckett era hacer, en esencia, una película sobre la percepción, sobre lo que significa ser percibido y percibir. Como le dijo Schneider a un periodista del The New Yorker durante el rodaje, “de hecho, es una cosa muy sencilla... el que percibe intenta como loco percibir y el percibido intenta huir de manera desesperada”. Estos dos polos fascinaban al irlandés por varios motivos. El autor de Final de partida, famoso por su timidez, se sentía horrorizado ante la posibilidad de ser grabado -y preservado- por cualquier artefacto. Por otro lado, la cinta era una provocación que hacía el dramaturgo a la famosa consigna del filósofo George Berkeley, quien había afirmado que “esse est percipi” (ser es ser percibido). El héroe de Beckett huye de la cámara -huye de sí mismo- durante gran parte de la película, pero al final se enfrenta a ella, derrotado, en últimas incapaz de deshacerse de su propia autopercepción.

La película, comisionada por el editor Barney Rosset para conformar un tríptico junto a obras de Harold Pinter y Eugene Ionesco, fue un fiasco según Beckett. En una carta dirigida a Schneider, escribe: “Fracasamos a la hora de comunicar nuestras intenciones básicas a través de medios puramente visuales”. Aunque la idea era buena, tanto el guionista como el director de fotografía nunca pudieron ponerse de acuerdo con el irlandés sobre cómo separar la mirada de ‘O’ y la de ‘E’. No ayudó, además, el hecho de que Beckett y Schneider tuvieran poca experiencia cinematográfica. Este último, de hecho, había dedicado casi toda su carrera al teatro. Se encargó, entre muchas otras producciones, del estreno en Estados Unidos de Esperando a Godot. A pesar del sentimiento de que la cinta no funcionó, Film ganó premios en varios festivales europeos y desde entonces ha sido estudiada y analizada en un sinfín de universidades. El filósofo Gilles Deleuze incluso la llamó “la mejor película de Irlanda”.

Quizá para apreciarla, baste con recordar las palabras que le dedicó Schneider años después: “La amé incluso cuando no estaba del todo seguro qué quería Sam… Fue compuesta con el cariño, amor, tristeza y constante compasión que [él] sentía por la frágil esencia de los hombres”.