La vida de los cómicos no siempre es un festín de carcajadas. El humor también está cargado de tristezas, y hacer reír con sus penurias se puede convertir en una aventura de alto riesgo. En el caso de Molière, uno de los más grandes dramaturgos franceses de todos los tiempos, su dicha siempre tuvo sus consecuencias. Más allá de los juegos inagotables de Las preciosas ridículas, El tartufo, El burgués gentilhombre o El avaro, hubo otros registros que, como los de El misántropo, descubrieron sus temores más íntimos.La “leyenda Molière” siempre destaca su relación con la realeza y de cómo se encargó de burlarse de ella en sus propias narices, hasta el punto de convertirse en un aguzado censor a través de la dicha. El rey Luis XIV apoyó sus desmesuras y convertiría a su autor en el mejor representante de la inteligencia a partir de la irreverencia. Pocos son los escribanos en la historia del teatro que han sabido establecer una convivencia entre la crítica y la fiesta, entre la parodia y la poesía, entre el humor y la celebración. Los versos de Molière supieron darles una dimensión poética a las realidades más inmediatas, al punto que su obra logró el equilibrio casi imposible de ser aceptado por la nobleza y por el pueblo, por burgueses o por los futuros protagonistas de la rebelión del siglo XVIII. Sin embargo, con El misántropo, quizá su obra más autobiográfica, los niveles de intimidad logran tocar fibras mucho más estrechas y más ambiguas, sin dejar de perder su acidez, su travesura, sus ganas de sacudir los cimientos de su sociedad y de su entorno.Ya nadie pone en duda la importancia de su autor, y el hecho de que existan templos teatrales como la Comédie Française parisina da cuenta de cómo la obra de un dramaturgo puede seguir diciéndoles vitales impertinencias a otros públicos y a otros tiempos. En el caso de la puesta en escena del director Clément Hervieu-Léger, los anacronismos de su montaje son aparentes puesto que, como él mismo lo argumenta, en tiempos de Molière estas obras no se disfrazaban de pasado sino, que por el contrario, portaban los trajes que los personajes vivían en el presente. Se trataba de obras sobre seres humanos que su autor sacaba de su entorno y no los camuflaba con otras circunstancias (salvo, quizá, con Anfitrión o Don Juan). Poner en escena a Molière en el siglo XXI, con trajes y decorados actuales es, por consiguiente, una manera de decir que se está ante un dramaturgo convertido en “nuestro contemporáneo”, como diría Jan Kott refiriéndose a Shakespeare. El 9 de febrero de 2017, en la Sala Richelieu de la Comédie Française, se grabó a múltiples cámaras la puesta en escena de El misántropo, con toda la tecnología que da cuenta del viaje, no al pasado de sus versos, sino al presente de su representación. Es este el montaje que puede verse en las pantallas colombianas, que reconoce a un Molière en su más pura esencia pero, al mismo tiempo, en toda la ambición de su universalidad. No sabemos, a ciencia cierta, si estas obras fueron escritas pensando en que algún día iban a salir más allá de sus propias fronteras. Sin embargo, el transcurso del tiempo les ha dado su patente, las ha puesto a dialogar con otras culturas y con diversas maneras de asumirlas sobre la escena.El presente montaje evidencia cómo hay múltiples maneras de “leer” una obra a través de la mirada particular de su interpretación. Hay versiones de El misántropo en registro de farsa, como la que realizó en Colombia el director de origen canadiense Everett Dixon, con estudiantes de la Academia Superior de Artes de Bogotá, finalizando la década del noventa. El juego estaba presente y sus personajes se acercaban a los arquetipos de la Commedia dell’Arte. Por el contrario, en el montaje de Hervieu-Léger, los registros dramáticos se subrayan, de tal suerte que El misántropo se concentra en sus líneas de dolor, de insatisfacción. Ambos tienen la razón, por supuesto, porque los géneros no concluyen en la palabra escrita, sino que, todo lo contrario, nacen con ella para luego ser traducidos sobre el escenario, de acuerdo con los registros, a los impulsos que actores y directoresle insuflan en su materialización.

La Comédie Française parecía ser una institución cerrada a la que, como el Museo del Louvre, había que descubrir en París para ser testigo de sus prodigios. Ahora, el cine está estableciendo un nuevo matrimonio con las artes escénicas. Durante mucho tiempo se consideró que el teatro no podía traducirse en la pantalla, puesto que la relación directa del espectador con los intérpretes poseía una energía imposible de ser capturada. Hoy por hoy, esas distancias parecen acortarse. Si bien es cierto que la representación del “aquí y ahora” debe mantenerse, la necesidad de estar informado o de recibir emociones de otras latitudes se hace cada día más deseable. De esta manera, el teatro registrado en los grandes escenarios del mundo (del National Theatre londinense al MET neoyorkino, del Teatro Bolshoi de Moscú a las citadas tablas de la Comédie Française) es una fiesta para la sensibilidad donde El misántropo es también un anhelado protagonista.