Crítica de cine
'Érase una vez... en Hollywood', de Quentin Tarantino: la agresiva nostalgia
"Con el juego como arma de destrucción masiva, Tarantino parece decirnos que, si la vida no tiene remedio, lo mejor es aferrarnos a la dicha, antes de que el desastre nos recuerde a qué diablos vinimos al mundo", escribe el realizador y crítico Sandro Romero sobre la más reciente cinta del director estadounidense.
Sergio Leone realizó Érase una vez en el Oeste en 1968. Luego, en 1971, cuando su fama de padrino del spaghetti western lo consolidó como un ambiguo maestro del cine para grandes públicos, comenzó su carrera contra el destino de los distribuidores con su película Érase una vez… la Revolución, que tuvo tantos títulos como mutilaciones. Por último, su vida terminaría con una obra monumental, una de las joyas exquisitas del cine, a la altura de los títulos imprescindibles del cine de gánsteres: Érase una vez en América.
Ahora, en este 2019 de las nuevas religiones, Quentin Tarantino se saca un as de su manga que lo consolida como el eficaz prestidigitador que siempre ha querido ser. Érase una vez en... Hollywood le rinde homenaje al desaparecido maestro italiano y se sale con la suya. Es una película que, desde ya, está llamada a convertirse en un clásico y en un canto del cisne (o del cine, como diría un viejo amigo). Es una elegía y, al mismo tiempo, un grito de guerra. Un canto a los tiempos idos y, de paso, es una cachetada.
Leonardo DiCaprio como Rick Dalton en Érase una vez... en Hollywood.
Recuerdo muy bien, en la primavera helada de 1992, cuando un amigo de histérica cinefilia me llamó a París para contarme que, en Cannes, había aparecido una rara avis llamada Reservoir Dogs, muy violenta, filmada casi toda en una sola locación. La vi poco después y quedé fascinado. De la misma forma, Pulp Fiction, estrenada en 1994 y ganadora de la Palma de Oro, consolidó mi entusiasmo por el genio precoz de Tarantino. Pero, de allí en adelante, debo confesar que su cine me agotó. El problema no era suyo sino mío, por supuesto. Veía sus películas con disciplina de buen cinéfilo pero no me sentía especialmente sacudido ni por la repetida belleza de Uma Thurman, ni por las jocosas mentiras de Inglorious Basterds. Supongo que uno tiene derecho a escoger sus pasiones.
Sin embargo, lo que me sucedió viendo Érase una vez… en Hollywood me devolvió las esperanzas de un mundo mejor. No. No se trata de una biopic de Charles Manson, ni una revisión de la película Helter Skelter sobre la familia asesina. Es una fábula maestra sobre una estrella de las pantallas en decadencia y su doble (Rick Dalton y Cliff Booth, interpretados por Leonardo DiCaprio y Brad Pitt), gran metáfora del fin de una época y retrato de la Costa Oeste norteamericana, con la excelencia de su música, el kitsch en todo su esplendor y la pasión por el cine y la televisión de otros tiempos como telón de fondo de la parodia. Es un film extenso, como los de su maestro Leone, con estupendas actuaciones de DiCaprio y Pitt, con una reconstrucción meticulosa del fin de los años sesenta y con un homenaje de ensueño a la figura de Sharon Tate (Margot Robbie).
Dicen que los familiares de la estrella asesinada, así como los de Bruce Lee y demás “personajes reales” del film se han molestado porque sus parientes “no eran así”. Por supuesto que no eran así. Como la masacre de Cielo Drive no fue así. Nada de lo que narra Érase una vez… en Hollywood fue así, de la misma forma que Hitler no murió como muere en Inglorious Basterds. La película es un sueño, una pesadilla y el final sublime es, literalmente, un viaje de ácido de Brad Pitt. El gran acto de valentía de Tarantino, a mi modo de ver, es el de conseguir el tono de comedia negra, en el último cuarto de su film, recurriendo a un hecho tan repudiado por la historia como el de los crímenes en la casa de Roman Polanski. El director polaco-francés no ha dicho nada (su esposa sí), pero me atrevería a pensar que el film está dentro del espíritu de sus propias películas: el humor negro de Cul-de-Sac o de El inquilino se cuela en el divertimento de Tarantino y uno podría arriesgarse a pensar que el tono nada maniqueo de El pianista está presente en la mirada traviesa de Tarantino y sus juegos alrededor del crimen.
Margot Robbie interpreta a Sharon Tate, una de las víctimas de la masacre de ‘La Familia‘ de Charles Manson.
Para todos aquellos que crecimos en los años sesenta, la película es un tesoro, que lanza guiños a las series de televisión tipo Mannix, a la mansión Playboy o a los héroes del kung-fu. A veces pienso que una de las grandes tragedias de nuestro tiempo es la progresiva falta de sentido del humor. La risa, el cinismo y la irreverencia parecieran ser apropiados por el fascismo o por las nuevas derechas que dominan el mundo, así que cuando un juguetón inveterado como Quentin Tarantino sale con semejante acto de provocación saltan las camándulas y los ortodoxos ponen el grito en el cielo. En fin. Cada cual con sus fantasmas.
Por mi parte, me sentí feliz con Érase una vez… en Hollywood, feliz de verla en la nueva Cinemateca de Bogotá, con boletería agotada, excelente proyección y sonido impecable. La película está en salas de todo el país distribuida por Cine Colombia y está muy bien. Pero yo recomiendo verla en templos de la cinefilia tipo el Cine Tonalá o la citada Cinemateca. Porque se trata de un film “de la vieja guardia” para los nuevos tiempos. Me resisto a llamarla Había una vez… en Hollywood (como ha sido distribuida) porque se pierde el juego con las traducciones de los títulos de Leone. Y si algo debe conservar este nuevo tesoro de un arte que fenece es el de los homenajes.
A cincuenta años de 1969, con las conmemoraciones de Woodstock y Altamont, de la llegada del hombre a la Luna y la foto de Abbey Road; con la muerte de Peter Fonda y los recuerdos de Let It Bleed, la aparición de un film como Once Upon A Time… In Hollywood es un triunfo de la nostalgia. Pero de la nostalgia agresiva, contestataria, traviesa, inteligente, sensible, inútil. Nadie está insultando la memoria de las víctimas del clan Manson. Al contrario: con el juego como arma de destrucción masiva, Tarantino parece decirnos que, si la vida no tiene remedio, lo mejor es aferrarnos a la dicha, antes de que el desastre nos recuerde a qué diablos vinimos al mundo.