Bill Murray, Chloë Sevigny y Adam Driver protagonizan la sátira de zombies de Jim Jarmusch, que se estrenó la semana pasada en Colombia.

CINE

Esto no va a terminar bien: ‘Los muertos no mueren’, de Jim Jarmusch

En su incursión en el cine de zombis, Jarmusch crea una comedia que expone, sin disimular el absurdo y el autoelogio, ciertas reflexiones filosóficas sobre el mundo contemporáneo diluidas entre el humor.

Danny Arteaga Castrillón
22 de enero de 2020

De vez en cuando viene bien una película de zombis. De cara a la inminencia de desastres como el de una catástrofe natural o un cataclismo nuclear, viene bien disfrutar en pantalla de un apocalipsis más próximo a lo irreal. Y si la propuesta viene de Jim Jarmusch, prolífico maestro del cine independiente estadounidense, de seguro habrá allí algo más que muertos vivientes que caminan con torpeza y devoran los sesos de los vivos.

En Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die), que debutó como película inaugural del pasado Festival de Cine de Cannes, la Tierra ha perdido su eje de rotación. Este fenómeno ha generado una serie de efectos en el mundo: que los días sean más largos, que las mascotas dejen sus hogares y, además, que los difuntos abandonen sus tumbas. El relato de ese extraño desajuste del ritmo del mundo, que los personajes asumen sin tanto asombro, se enfoca en Centerville, una pequeña ciudad rural ficticia cuya población es repentinamente asediada por los muertos vivientes. Dos agentes de policía, Cliff Robertson (Bill Murray) y Ronald Peterson (Adam Driver), son los héroes que buscan dilucidar las primeras muertes y, finalmente, defender al pueblo y a ellos mismos de la peculiar horda de zombis.

Como es tradicional en su estilo, con esta película Jarmusch crea una comedia que expone sin disimular el absurdo, al tiempo que despliega —de forma más velada— ciertas reflexiones filosóficas diluidas entre el humor, pero que se entrevén en su generalidad, desperdigadas entre las escenas y los variados personajes. 

Salpicada de humor y sarcasmo, bajo el argumento de Los muertos no mueren logra vislumbrarse una abierta crítica a la sociedad actual. En ella sobresale el cuestionamiento de la relación de los seres humanos con la tecnología (en una escena vemos a los zombis deambular con torpeza mirando la pantalla de sus celulares mientras balbucean: “bluetooth”, “Siri”, “wifi”) o la división entre semejantes y las ideologías que los convierte en enemigos. Esta es retratada en los momentos de lucha frontal contra los muertos vivientes, cuando los policías reconocen a algunos de los individuos que han pasado de ser miembros de la comunidad a informes monstruos que quieren devorarlos, o en la vulnerabilidad de los millennials.

Con un talante más práctico, el director nos muestra también encarnado en el personaje de un granjero (Steve Buscemi) el problema del racismo. Es un hombre arrogante, de gorra trumpista con el lema “Mantén a América blanca otra vez”, que en un momento álgido, cuando los zombis asedian su casa, les dispara mientras les grita: “Aléjense de mi propiedad”, como lo haría con cualquier otro individuo, sobre todo frente a individuos de razas distintas a las suyas. En contraposición está Zelda Winston (anagrama de la actriz que la encarna, Tilda Swinton), una mujer espiritual, de delicado misticismo oriental, que tiene una cercanía con la muerte, pues maneja una funeraria y se entrena, además, en el arte del kungfú. Sin perder los cabales, y siempre con una sonrisa, ejecuta zombis con su espada con maestría y elegancia. Pero su presencia luminosa y casi angelical no puede pertenecer a ese mundo, como se verá en una escena que pareciera extraída de alguno de los más extraños episodios de Twin Peaks.

A través de un elenco compuesto por varios de los actores fetiche de Jarmusch, como Murray, Tom Waits e Iggy Pop, incluido el hoy tan sonado Adam Driver, que desde su rol en Paterson (2016) parece estar ahora en la nómina, el director va desperdigando las fichas para transmitir su mensaje y sus guiños. Uno de los más visibles es al mismo George A. Romero, no solo en la recreación del cine de zombis, sino con elementos notorios en su primera película, La noche de los muertos vivientes (1968), pieza determinante para este subgénero del terror. Así, otro de los personajes, Bobby (Caleb Landry Jones), el clásico geek amante del cine y de las historietas, decide entablar la entrada de su puerta para defenderse de los zombis, como si quisiera imitar ese recurso empleado por Romero en su filme, primera vez que fue utilizado antes de convertirse en un cliché del que tanto se abusaría en el sinfín de réplicas sobre muertos que cobran vida, incluida la de Jarmusch. Y sí, en efecto ahí podemos ver con gusto los brazos lívidos de los zombis atravesar los resquicios de las tablas hasta derrumbar el frágil obstáculo.

Pero de entre estos guiños, hay uno que Jarmusch dirige hacia sí mismo, a través de un ejercicio metaficcional: desde el inicio, cuando la película se introduce con la canción “The Dead Don’t Die”, del cantante y compositor de música country Sturgill Simpson (que, por cierto, el director parece promocionar a lo largo de toda la película), el policía Ronald, que oye la canción en la emisora, afirma que aquel es el tema principal de la película. Más adelante, cuando Cliff, su compañero, le pregunta por qué ha reiterado tanto (como de hecho sucede varias veces de forma profética) que “esto no va a terminar bien”, responde: “Porque ya leí el guion, ya sé cómo va a terminar”. Y Cliff agrega con indignación: “Maldito Jim, a mí solo me dejó leer algunas partes; después de todo lo que he hecho por él”.

Tal recurso, que tiene algo de vanidad, es una de las pruebas de que este pareciera ser un film hecho para los seguidores de Jarmusch y no para una audiencia más amplia. Parece esta una tendencia reciente de directores longevos: hacer filmes cuyos códigos sean ya de conocimiento de la audiencia por haber visionado con rigor sus anteriores piezas, como ocurre con Tarantino en Había una vez... en Hollywood (2019) o con el mismo Scorsese en El irlandés (2019). ¿Será acaso una ausencia de creatividad que los lleva a aferrarse a la nostalgia y al autohomenaje? 

En todo caso, Los muertos no mueren sí es una película digna de Jarmusch, aunque no alcance la lucidez e ingenio de varios de sus trabajos previos. Se suma, también, a algunos de sus experimentos más osados, como Dead Man (1995), en el oeste, o Solo los amantes sobreviven (2013), sobre vampiros, cada uno decorado con un sutil sentido filosófico. Como en ellas, en esta última pieza Jarmusch quiso tal vez dejarnos a cada uno una pregunta: “¿Seré yo uno de los zombis o quien debe defenderse de ellos?”.