CINE
Esto no va a terminar bien: ‘Los muertos no mueren’, de Jim Jarmusch
En su incursión en el cine de zombis, Jarmusch crea una comedia que expone, sin disimular el absurdo y el autoelogio, ciertas reflexiones filosóficas sobre el mundo contemporáneo diluidas entre el humor.
De vez en cuando viene bien una película de zombis. De cara a la inminencia de desastres como el de una catástrofe natural o un cataclismo nuclear, viene bien disfrutar en pantalla de un apocalipsis más próximo a lo irreal. Y si la propuesta viene de Jim Jarmusch, prolífico maestro del cine independiente estadounidense, de seguro habrá allí algo más que muertos vivientes que caminan con torpeza y devoran los sesos de los vivos.
En Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die), que debutó como película inaugural del pasado Festival de Cine de Cannes, la Tierra ha perdido su eje de rotación. Este fenómeno ha generado una serie de efectos en el mundo: que los días sean más largos, que las mascotas dejen sus hogares y, además, que los difuntos abandonen sus tumbas. El relato de ese extraño desajuste del ritmo del mundo, que los personajes asumen sin tanto asombro, se enfoca en Centerville, una pequeña ciudad rural ficticia cuya población es repentinamente asediada por los muertos vivientes. Dos agentes de policía, Cliff Robertson (Bill Murray) y Ronald Peterson (Adam Driver), son los héroes que buscan dilucidar las primeras muertes y, finalmente, defender al pueblo y a ellos mismos de la peculiar horda de zombis.
Como es tradicional en su estilo, con esta película Jarmusch crea una comedia que expone sin disimular el absurdo, al tiempo que despliega —de forma más velada— ciertas reflexiones filosóficas diluidas entre el humor, pero que se entrevén en su generalidad, desperdigadas entre las escenas y los variados personajes.
Salpicada de humor y sarcasmo, bajo el argumento de Los muertos no mueren logra vislumbrarse una abierta crítica a la sociedad actual. En ella sobresale el cuestionamiento de la relación de los seres humanos con la tecnología (en una escena vemos a los zombis deambular con torpeza mirando la pantalla de sus celulares mientras balbucean: “bluetooth”, “Siri”, “wifi”) o la división entre semejantes y las ideologías que los convierte en enemigos. Esta es retratada en los momentos de lucha frontal contra los muertos vivientes, cuando los policías reconocen a algunos de los individuos que han pasado de ser miembros de la comunidad a informes monstruos que quieren devorarlos, o en la vulnerabilidad de los millennials.
Con un talante más práctico, el director nos muestra también encarnado en el personaje de un granjero (Steve Buscemi) el problema del racismo. Es un hombre arrogante, de gorra trumpista con el lema “Mantén a América blanca otra vez”, que en un momento álgido, cuando los zombis asedian su casa, les dispara mientras les grita: “Aléjense de mi propiedad”, como lo haría con cualquier otro individuo, sobre todo frente a individuos de razas distintas a las suyas. En contraposición está Zelda Winston (anagrama de la actriz que la encarna, Tilda Swinton), una mujer espiritual, de delicado misticismo oriental, que tiene una cercanía con la muerte, pues maneja una funeraria y se entrena, además, en el arte del kungfú. Sin perder los cabales, y siempre con una sonrisa, ejecuta zombis con su espada con maestría y elegancia. Pero su presencia luminosa y casi angelical no puede pertenecer a ese mundo, como se verá en una escena que pareciera extraída de alguno de los más extraños episodios de Twin Peaks.