CINE

Ignacio Agüero y la divagación como estrategia antisistema

En su paso por el Festival Internacional de Cine de Cali, hablamos con el documentalista chileno sobre su nueva película, ‘Nunca subí el Provincia’, que invita "a la detención y la interrupción", y sobre cómo lee, desde su quehacer como realizador, el actual contexto de convulsión social en Chile.

Felipe Sánchez Villarreal
10 de noviembre de 2019
El documental 'Nunca subí el Provincia' hace parte de la selección oficial internacional que Luis Ospina dejó preparada para el XI Festival Internacional de Cine de Cali. Foto: Cortesía FICCALI.

En Nunca subí el Provincia (2019), el último documental del director chileno Ignacio Agüero, la cámara mira con paciencia una casa y una esquina. No mira: divaga. Observa con calma los pasos de los peatones que frecuentan las aceras entre ambas. Mide las distancias entra la una y la otra. Busca a quienes habitan el área (el hombre que recoge la basura, la costurera, el zapatero, el dueño de un bar) y habla con ellos. Caza ausencias: al vecino que ya no está, al panadero que se fue. Registra los trayectos entre la casa y las otras casas, entre la casa y el frío esplendor del cerro Provincia, que siempre la abrazaba a lo lejos. Teje una poética del espacio: se detiene en las ventanas, solapa su pasado y su presente, se inquieta con las aves, se pasea con tranquilidad por sus intersecciones, la hace dialogar con otros materiales y consigo misma. Se cuenta a sí misma con cartas y se vuelve ella misma una carta. 

“Más que contar una historia, como hacen casi todas las películas, Nunca subí el Provincia es un estado de elucubración”, dice Agüero cuando habla de su documental, cuyo empujón vino de cuando se dio cuenta de cómo la panadería de la esquina de su barrio, Providencia —en la zona nororiental de Santiago de Chile—, se transformó en un edificio residencial de diez pisos que detuvo la distancia entre su ventana y la nevada cordillera. De sus grabaciones de esa cordillera y de la sucesiva reestructuración del barrio por la invasión inmobiliaria quiso hacer un documental pensando solo en una cosa: divagar, dar a ver.

Agüero, de 67 años, socio fundador de la Asociación de Documentalistas de Chile, es una de las caras imprescindibles de la realización documental del país y, en estos tiempos de convulsión social y protestas multitudinarias, un agente visible de ese descontento. Con una trayectoria de más de tres décadas, los documentales del chileno, como Aquí se construye (2000) o Cien niños esperando un tren (1988), se han preguntado por asuntos como la memoria, los materiales del recuerdo y, sobre todo, sobre Chile: su historia, los efectos que sobre el país han sobrevenido de las transformaciones urbanas, sociales y políticas.

En su paso por el Festival Internacional de Cine de Cali, hablamos con él sobre la divagación y la interrupción, sobre lo político de detener la mirada y sobre cómo se ha posicionado, desde la creación audiovisual, frente al actual de furor y descontento popular en Chile.

Fotograma de Nunca subí el Provincia (2019), de Ignacio Agüero.

Hay algo de Nunca subí el Provincia que pareciera indicar que en esa casa y en esa esquina están pasando el país y el mundo. En un momento se dice: "En este cuarto vi morir a Allende; en este cuarto vi el golpe de Estado" y es ahí cuando lo político entra en el espacio doméstico. ¿Cómo entiendes esa relación entre esa casa y lo que ocurre a nivel nacional en Chile?

No es algo que sea muy premeditado o que haya sido un objetivo de antemano, sino que la película es un dispositivo que permite la entrada de distintas cuestiones y permite que algo como ese encuentro entre lo doméstico y lo público suceda. Esta es una película que se detiene a divagar, que construye esa divagación sin preocuparse por narrar una historia; se propone como un momento de detención. Para eso se vale de algo como la escritura de una carta, porque es una muy buena manera de convocar imágenes, recuerdos y pensamientos. Cuando se está escribiendo una carta a mano y se levanta la vista para pensar cómo seguir escribiendo se conjura un momento que convoca miles de imágenes. Y esas imágenes que convoca el dispositivo son mi propia cultura y mi vida, porque mi vida está atravesada por todas esas cuestiones; entre ellas, la historia política de Chile.

En esa divagación también aparece el destinatario ausente, que permite que la carta se extienda y se extienda. ¿De qué manera crees que esa ausencia, esa carta enviada al vacío, se relaciona con la forma en que construiste la película misma?

Es un juego dentro de la película. La película viene de una escritura real a alguien, una correspondencia que se transforma en un juego. Esa escritura, que parece no estar destinada a nadie porque el otro no responde, produce una liberación. La carta y la escritura son un experimento de escritura, un juego dramático que provoca al espectador a pensar en esas cosas, que quiere cuestionarlo sobre el sentido mismo de la propia película.

En la película también ese juego está relacionado con el diseño urbano de Santiago de Chile. La ciudad y esa esquina en particular se está modernizando: se va perdiendo la vista del Provincia por la demolición de lo que antes era una panadería y ahora es un edificio residencial. Cuéntame sobre esa transformación, cómo la has vivido tú. 

Lo que la película hace, incluso con mediciones específicas, es delimitar un espacio y a partir de ese espacio proyectarse. El edificio, un edificio cualquiera que construyen a cien metros de mi casa —algo que es banal, porque tampoco es un edificio espectacular—, se vuelve un hecho que la película lee o pone en un plano de lectura para abrir posibilidades de pensamiento que incluso tienen que ver con los derechos humanos o la política económica de una ciudad como Santiago. La pregunta que hago es en qué consiste habitar un lugar o cómo se construyen los límites de ese espacio. 

Esa delimitación del espacio puede leerse también como ejercicio de desnaturalización de lo cotidiano: la esquina y esos personajes siempre han estado ahí, pero la película busca esas presencias que daba por sentadas, les da rostro y voz. ¿Cómo fue esa relación con esos vecinos que siempre habían estado ahí, que ahora te despiertan un interés y con quienes quieres ir a hablar de ese espacio particular?

Hay algo que me gusta y es cómo lo cotidiano (y en cierto sentido banal, porque ha estado ahí siempre) es transformado por la película en algo especial. A pesar de estar trabajando de manera cercana con eso, como los vecinos, la película se aleja para verlo de otra manera. Ahí la esquina pasa a tener un significado o un peso significativo distinto al cotidiano. Y en ella también hay algo sobre el tiempo y las generaciones: la relación entre los viejos y la gente que llega, sus distancias, la forma como no permiten y no dejan entrar. En una de las cartas manuscritas se dice que los vecinos no permiten entrar a la gente que llega, que no la pueden conocer porque desconfían.

Esta distancia de la que hablas me hace pensar en las diferencias formales entre Nunca subí el Provincia y otro trabajo tuyo, quizás temáticamente similar, Aquí se construye (o ya no existe el lugar donde nací) (1977), en el que incluso hay entrevistas y retrata esa vida del barrio de manera más cercana, que se ve transformada por la demolición de las casas y la construcción de un nuevo edificio. ¿Crees que ese cambio estético se deba en parte a un cambio social?

Esta es una película que se propone otras cosas como juego cinematográfico. En Aquí se construye hay una imagen muy concreta que es el muro que divide la construcción del edificio de la casa que aún sigue en pie, una visión que enfrenta dos culturas distintas. Y digo esto porque las películas provienen de imágenes y no de análisis temáticos. Esta vez la obsesión con la imagen de esa pareja de ancianos que pasan, la irrupción de ese edificio que aplastaba la panadería y el panadero pasando a ser un desconocido en un lugar cuya historia pasaba al olvido, me llevaron a hacer esta película. Y luego la carta como la posibilidad de producir muchas relaciones y por lo tanto esta película se propone ser ese estado de divagación sobre lo que mira. Esta película se propone ser un centro divagatorio y la casa, que está representada a través del ventanal, es como el cerebro de la película o la oficina central, que yo llamaba el comité central de la película, que es el centro de la casa como un lugar de reflexión.

Ayer en el conversatorio alguien te preguntó en qué sentido esta película podía ser política, decías que tenía más que ver con la mirada y la divagación, una apuesta política por la contemplación en contraste con muchas producciones cinematográficas contemporáneas.

Creo que es precisamente en ese sentido es una película política, por ser una película antisistema chileno, va en contra de lo que se espera de un ciudadano. En ese sentido cumple de algún modo el rol del arte: detenerse a reflexionar, a mirar otra vez. También es política en la medida en que va creando su propio dispositivo, porque tampoco obedece a un formato predeterminado de "película antisistema", ¿no? Se va creando. 

Y siguiendo esta idea, podría decirse que también va contra este sistema de laboratorios de documentales de impacto que buscan los grandes personajes o los grandes acontecimientos, ¿no? 

Y que terminan reproduciendo un cliché también, ¿no? Porque incluso esta película se aleja de lo que tradicionalmente es un documental y se acerca un poco a la ficción; es las dos cosas. Intenta alejarse del cliché pero no bajo una clásica “estrategia de alejarse del cliché”, sino trabajando desde la detención y la interrupción como formas de hacer aparecer algo que no estaba previsto. 

Y antes decías que eso en el contexto chileno es particularmente importante y no sé si también tenga que ver con esa idea del progreso chileno, el milagro capitalista, y lograr detener el tiempo.

Claro, porque la película no cree en esa idea chilena del éxito, más bien lo cuestiona y lo pone en duda por la pura forma y deja entrar cosas. Se postula como un lugar adonde pueden llegar las preguntas y las asociaciones aparentemente inconexas, como los niños viendo Chaplin, el obrero de la construcción que llega a golpear la puerta con una pensión que no le alcanza, esa pareja de ancianos que pasan y ese misterio que van cargando, el panadero que aparece como un fantasma que existió y ya nadie sabe quién es, en fin. En el fondo es eso, una película que hace pensar en muchas cosas: cuál es el sentido del cine, lo que significa habitar un lugar, que remite a la experiencia personal de cada espectador.

En un momento como este, donde en varios países de Latinoamérica se puede observar una convulsión social tan fuerte, quizás es inevitable pensar en lo que ocurrió en la época del Nuevo Cine Latinoamericano, los años sesenta, y la relevancia que tuvieron los documentalistas para dar cuenta de unas urgentes demandas sociales y los conflictos políticos del momento. Ante esta idea de la detención y la reflexión para que emerjan en su momento las preguntas adecuadas, ¿cómo cree que actualmente un director podría tomar parte en estas manifestaciones sociales?

Es una buena pregunta y no sé cómo responderla. En ese momento yo me separo del documentalista y paso a ser un ciudadano, estoy en el medio. Y como cineasta estoy más alejado por la necesidad de distanciarme. Si a las marchas van un millón de personas, hay un millón de personas filmando todo el rato, está todo filmado. ¿Qué hace el cineasta? Creo que el cineasta debe participar como uno más solamente y luego esperar, esperar para elaborar. ¿Qué va a elaborar? No sabemos. Pero digamos que hoy ha cambiado la cuestión. Cuando no existía la tecnología que hace que todo el mundo pueda filmar, el documentalista tenía la responsabilidad de hacer algo inmediatamente con eso, distribuirlo y mostrarlo. Hoy en día esa premura y esa exigencia no existe. El documentalista de antes tenía esa presión y hoy en teoría no la tiene porque hay millones de ciudadanos filmando, distribuyendo y trabajando con la imagen. 

Hay varias cosas por hacer simultáneamente. Pero una debe ser llamar la atención sobre las cosas que importan. Estamos en una guerra de imágenes; la lucha política es una lucha de imágenes que pueden dominar a otras y se trata de una lucha permanente, y ahí tenemos que estar todos trabajando día a día, en lo cotidiano, lo táctico y lo inmediato. Por ejemplo, hoy se habla mucho en Chile de la violencia, que en Colombia seguro se percibe de otra manera, pero la estrategia del gobierno es "erradicar la violencia". Sin embargo, desde nuestro punto de vista la violencia es generada por el propio sistema y la policía; la mayor violencia que se genera en nuestro contexto es la violencia represora, es la que genera más violencia y más descontento.   

Ante esa multiplicación compulsiva de las imágenes y que todos puedan grabarlas ahora y usarlas en un sentido práctico, para informar lo que está sucediendo en el momento, ¿cómo puede un cineasta posicionarse para que igual esa elaboración pueda incidir eventualmente en su contexto político?

Hay una tarea inmediata de propaganda y difusión de ideas a imágenes, que se aleja de cualquier reflexión sobre cualquier cosa. Hoy en día el gobierno y la clase dominante intentan reducir y violentan día a día los derechos humanos, y eso es algo que siempre ha estado ocurriendo, siempre ha sido necesaria esa defensa de los derechos humanos, es un asunto concreto. Hoy día puedes salir a la calle y perder los ojos, la policía dispara a los ojos de los civiles, viola a las mujeres y hace desaparecer personas. Pero a pesar de que suceden estas cosas, los medios hablan de otras. Así que eso no puede dejar de ser lo principal. Y es una cuestión que no tiene que ver con ser o no cineasta, tiene que ver con todo el mundo: los periodistas, los bomberos, los médicos. Es una acción inmediata que es previa a la reflexión propia del oficio. Y luego está la visión del cineasta y de los artistas de reflexionar, y ahí yo creo que es importante perder el deber ser de cualquier militancia o una visión políticamente correcta de las cosas. El artista observa, se aleja y propone una reflexión. 

Después de una extensa filmografía de un poco más de tres décadas, en la que constantemente ha aparecido la pregunta por lo político en el cine, aun en condiciones políticas de represión y censura, ¿has podido identificar una estrategia para lograr suscitar la aparición de las demandas o cuestionamientos sociales sin caer en el panfleto o el lugar común? ¿Has logrado identificar la línea que divide la propaganda del verdadero cine comprometido políticamente?

¿Cuál será el borde? Acabo de ver una entrevista a Francis Bacon a propósito de una exposición de sus pinturas en la que le preguntan cómo se hace un artista y él contesta enseguida, sin que pase un segundo: "El artista lo que tiene que hacer es perder el miedo al ridículo". Y yo creo que eso puede aplicarse a esa conversación. El artista no tiene que tener nunca la idea de sí mismo como alguien que tiene una misión de lo correcto o conducir a lo correcto; simplemente debe trabajar en su mirada, sea cual sea, y solo de esa manera puede alejarse del cliché, porque el cliché es lo peor ya que reproduce modelos del sistema y lo contrario a eso solo puede ser no tener un modelo. Y eso solo se genera en la obra misma, a partir de trabajar con el material, con las imágenes en este caso, no con las ideas. Trabajar sin ideas. Nunca subí el Provincia es una película que no tiene ideas sino que conjuga imágenes y a partir de eso genera pensamiento.

Ayer hablabas de esa tensión entre el cineasta y el ciudadano. Decías que te sentías un poco mal por estar en Cali y no en Santiago protestando.

Y no solo sentirse mal, sino que me dan ganas de estar allá. Porque lo que está ocurriendo es muy bueno, están ocurriendo cosas muy novedosas en la práctica de la vida cotidiana. Por ejemplo, conversar entre desconocidos, algo que en Chile es poco común. La gente está conversando en el metro, en la calle y en cualquier esquina sobre lo que está ocurriendo o lo que están viviendo. Y es también porque hay más tiempo. La vida se ha parado un poco; todos los días los trabajos terminan muy temprano y empiezan tarde, se trabaja menos, las clases se suspenden. Hay más tiempo para andar de ocioso, por la calle, vagando un poco. Entonces suceden unas conversaciones que nunca antes se daban y eso pasa a ser algo deseable, como una práctica que merece la pena que sea normal. Entonces, dan ganas de estar ahí. 

Entonces, las protestas han permitido tener tiempo el tiempo de contemplación y de divagación del que hablabas al comienzo...

Claro que sí, y eso provoca cosas muy bonitas. Por ejemplo, la gente se junta en un parque, de repente aparece alguien con un micrófono y empieza la gente a hablar, y hablan de cualquier cosa, incluso cuentan su vida, y hay espectadores mirando. Y cualquiera puede pasar y tomar el micrófono. Ahí yo me he perdido de hacer una película; en un día pude haber hecho una película preciosa de algo que viví en un parque. Porque están también saliéndose del cliché de la protesta, ¿no? Porque ahí se crea un formato distinto. El testimonio mismo de la existencia libre.