Cartel de la película 'Le Redoutable' de Michel Hazanavicius

CINE

'Godard, amor mío': el retrato pintoresco de un 'enfant terrible'

Camilo Rodríguez hace una crítica de la más reciente película de Michel Hazanavicius, sobre la tormentosa vida de Jean-Luc Godard.

Camilo Rodríguez
26 de julio de 2018

Todos los artistas deberían morir antes de cumplir 35 años y convertirse en viejos cretinos.

Jean-Luc Godard

Le Redoutable —que traduce “el terrible” o “el formidable”es el nombre de un submarino soviético distinguido por su calma en medio de las más arriesgadas misiones de espionaje y ataque durante la Guerra Fría. Este símbolo político y misterioso arroja una confusa clave para comprender el excéntrico carácter de Jean-Luc Godard, o por lo menos de la versión de Godard que propone el realizador francés de origen lituano Michel Hazanavicius en su nueva película.

Traducida (mal) como Mal genio o Godard: amor mío y seleccionada para la Competencia Oficial de Largometraje en el Festival de Cannes del año pasado, la película se inspira en Un año después (Un an après), un relato biográfico de la actriz, novelista y realizadora Anne Wiazeimsky, que revive momentos neurálgicos de su relación sentimental con Godard entre mayo de 1968 y 1969, cuando él tenía 36 años y ella 19. La cinta logra un contrapunto entre una etapa esencial en el compromiso político de la nueva ola del cine francés y el vertiginoso amor de ambas celebridades. “Yo sabía que ella me dejaría: no sabía cuándo, cómo o por qué, pero estaba seguro de eso”, reflexiona el Godard de Hazanavicius. Definitivamente, en la figura del director franco-suizo se comprueba que el amor, el cine y la política son todos caminos diferentes para hacer la revolución.

Tráiler de Le redoutable

La evidente sátira en el retrato de Godard nos deja en claro que la película descree de su compromiso político, muchas veces reducido al afán caprichoso de un hombre con impulsos pueriles para imponer su voluntad. Sin embargo, también adopta una perspectiva de homenaje al reproducir muchas de las técnicas que su cinematografía instauró como principios estéticos en el séptimo arte: referencias a textos literarios, la inclusión del fuera de campo, las secuencias filmadas con cámara en mano, el paso de un formato documental al de ficción y viceversa, los saltos de plano en color a blanco y negro, la mezcla del sonido de interior y exterior, secuencias de diálogos lacónicos donde los subtítulos revelan el pensamiento real de los actores y una larga lista de etcéteras.

El carácter controversial, irónico y revulsivo de Godard hace las delicias del guión: muchas escenas se coronan con bromas en doble sentido, frases contestatarias o pinceladas con cierta dosis de poesía y misterio, tan propias de un sujeto enigmático y fascinante como él.  Louis Garrel, un actor cuya trayectoria en el cine independiente francés lo alza como el nuevo Jean-Paul Belmondo —ya lo hemos visto como militante del mayo francés en Dreamers de Bernardo Bertolucci y en Los Amantes Regulares de Phillipe Garrel, su padre—, asume esta apoteósica labor de forma serena y no cae en tentaciones como la sobreactuación o la solemnidad. La imitación del tono seco y suave de Godard, de su dislalia inconfundible, de sus frases agudas y sus salidas geniales es prácticamente irreprochable.  

En definitiva, el filme nos muestra a un individuo en constante contradicción consigo mismo, un realizador avergonzado de su propio éxito avasallador, un hombre que siempre persiguió, sin éxito esta vez, la rebeldía infantil de su juventud inagotable. Las situaciones retorcidas introducidas por medio de diálogos teatrales pero espontáneos, manifiestan cómo Godard fue y sigue siendo un ser humano con un conflicto interior irresoluble, un dilema andante. Porque se le puede reprochar lo que sea (mezquindad, irrespeto, abuso de poder, autoegolatría, etc.), pero es claro que si alguien se esforzó en tratar de destruir el mito romántico del artista como un talento innato, individual y sagrado, ese fue Jean-Luc Godard. Así pues, muchas escenas son un guiño, una burla y un elogio al mismo tiempo. “Estoy segura de que tu película [La Chinoise] le va a gustar a mucha gente”, dice Anne. “Pues yo me pregunto a quién podría gustarle”, responde socarronamente Godard.

Por fortuna, la película es fiel al relato de Wiazemsk, quien no solo devela el infierno florido que vivió en casi 12 años de matrimonio con un carácter como el de Jean-Luc, sino que evidencia, sobre todo, el machismo de la época, del mundo cinematográfico y del propio Godard (en este momento histórico en que el comité del Festival de Cannes ha anunciado que exigirá una cuota igualitaria en la participación masculina/femenina). A ese propósito, la actriz Stacy Martin ejecuta su papel de forma impecable, irradia serenidad, encanto y una profunda devoción amorosa. No obstante, el rol secundario al que se le conmina no permite explotar su innegable potencial y tampoco le hace justicia al Godard cineasta, uno de los mejores retratistas de la belleza femenina que ha inmortalizado la historia universal del cine.  

La cinta de Hazanavicius abusa un poco de la puesta en abismo, de la metarreflexión cinematográfica (la película que se piensa a sí misma y piensa al cine a través de la expresión cinematográfica). Además, no queda clara cuál es la intención detrás del filme –quizás no hay intención, lo cual sería decepcionante– pues a juzgar por la historia, la composición nos inclina hacia una pálida moraleja según la cual el compromiso político y la salud conyugal son incompatibles. Por fortuna, el filme brinda brillantes destellos de comedia y recrea un periodo histórico que se ha incrustado en el imaginario colectivo como la nueva infancia de la humanidad.

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