Reseña

La ouija es una mentira, hasta en el cine

‘Oiuja: el origen del mal’, la más reciente entrega del director estadounidense Mike Flanagan, que se estrenó en salas colombianas, es un ridículo mosaico que procura homenajear lo mejor del cine de terror fallando en el intento. Sus pocas virtudes yacen en explicar cómo funcionan los fraudes esotéricos.

Santiago Serna Duque
20 de octubre de 2016
La película se trata de una secuela de la 'Ouija'

11 p.m, cementerio de La cuchilla del salado, Caldas. Seis dedos índices sobre el puntero movible triangular. Vemos que se mueve. Se abre la incógnita: “¿usted lo está haciendo?”. “No”. 2 a.m, se acaba la sesión. Quebramos la tabla. Nos vamos. Hace 9 años, cuando jugué con unos compañeros de universidad a la ouija, creímos haber contactado el ánima de un joven asesinado a machetazos. No fue así. En efecto, el triángulo se movió sobre la tabla de madera dando repuestas, pero quien lo desplazaba no era ningún espíritu errante, era el efecto ideomotor, un fenómeno psicológico resultado de una cantidad de movimientos inconscientes impulsados por un estímulo nervioso en particular. En este caso, el deseo reconcentrado de creernos nuestras propios cuentos esotéricos son reflejos automáticos del cuerpo similares a la ‘piel de gallina’ (piloerección), producidos por miedos, cambios térmicos o el placer que se genera al mentir.

Con Ouija: el origen del mal, Mike Flanagan (Hush) ha dirigido un largometraje en el que una viuda trabaja realizando fraudulentas sesiones de espiritismo con la ayuda de sus dos hijas menores de edad (oda a la explotación infantil). Tras ver que el negocio no anda bien, la madre compra una tabla ouija producida por Hasbro, perfectamente manipulada por su hija menor, la pequeña rubia que se comunica con el más allá. Al enterarse de ésto, un cura va al rescate de las niñas y, oh sorpresa, se encuentra con una casa de dos pisos -esa debilidad por ubicar al diablo en los cuartos de arriba-, un sótano que guarda secretos y demonios que se apoderan de cuerpos en contorsión. Los poseídos odian caminar por el piso: toman prestada la forma de un arácnido, deambulan por las paredes y se ubican en las esquinas del techo para atacar al desprevenido sacerdote.

Los zooms lentos en primer plano, acompañados de sonidos hitchcocknianos; las bocas desencajadas; las transiciones de contenido por medio del fuego; el arquetipo del cura buen mozo y la madre desolada resumen un trabajo hecho a base de retazos mal armados. Aunque cabe resaltar el homenaje que hace Flanagan a El exorcista: el cura -en clima otoñal- baja de un taxi, se para sobre el andén y admira la casa donde se llevará a cabo la lucha demoniaca. Aquella escena más que generar nostalgia, recuerda lo complicado que es hacer cine de terror efectivo, pero también las virtudes que lo destacan sobre otros géneros. Tras acabar una película bélica el espectador sabe que no será baleado, o que al terminar una de gangsters no se convertirá en el próximo Lucky Luciano, pero si la película de horror es contundente, esa sensación de vulnerabilidad lo puede acompañar por años. Cuántos no fuimos víctimas de la coulrofobia producida por Pennywise, el payaso bailarín de It (Tim Curry).

Esta película de bajo presupuesto (9 millones de dólares) despierta emociones, lo que no quiere decir que sea buena. De hecho, es pésima. Pero verla puede ser un buen ejercicio para entender la recurrente mitomanía del hombre. Esas ganas de fabular la realidad, de mentir, de achacarle la desazón a los muertos es, si se quiere, una enseñanza inconsciente que deja el film. Sí, los pelos se paran de punta, pero por el frío del aire acondicionado en una la sala donde existe un miedo latente, no por la historia, sino por volver a perder las horas viendo un cine de terror que parece haber agotado los recursos y se dedica a copiar clásicos (El exorcista, Poltergeist) para impactar. No se entienden las buenas reseñas de medios especializados como Indiewire, Time Out, Variety, El Clarín, entre otros.

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