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Wong Kar-wai y sus Blueberry Nights

Melancólica destrucción

Es dueño de un estilo taciturno que le ha ganado miles de admiradores en Occidente. Jamás prepara una película y ahora ha decidido incursionar en la industria norteamericana. ¿Le irá bien al adorado Wong?

Manuel Kalmanovitz G.
15 de marzo de 2010

Decía en una entrevista Wong Kar-wai que entre sus películas no había favoritas. Pero no como lo dice alguna gente, como hablando de sus hijos. Su problema, insistía, es que en realidad sus películas hacían parte de otra película más larga y compleja. “Y no estoy seguro de cómo será esa película, o cuánto durará”. Hay algo curioso en oír a un director diciendo algo así. Porque por lo general, un director sabe más o menos cómo van a ser sus películas antes de que comiencen a rodarse. No necesariamente toma a toma (aunque algunos planean sus películas hasta el último detalle), pero al menos sí cómo se desarrolla la historia, quién es el asesino, en dónde enterraron el tesoro, cosas así.

Pero ese no es el mundo de Wong Kar-wai. En el mundo de Wong, después de un par de semanas de rodaje puede decidirse que iría bien una cortina roja en un corredor, así haya que repetir lo filmado. En su mundo, una línea de diálogo puede decirla un personaje y luego otro y luego por los dos en otro lugar, y el lugar en el que irá dicho parlamento solo se sabrá luego, durante el largo proceso de edición que podría extenderse interminablemente de no ser por los festivales de cine que obligan a terminar las películas –sus últimas tres, In the Mood for Love, 2046 y My Blueberry Nights, se proyectaron en versiones provisionales en Cannes.

Según Wong, su método es sustractivo, como el de un escultor frente a un bloque de mármol. En vez de ensamblar los detalles que le interesan, trata de descartar lo que no quiere. Por ejemplo, con Happy Together, una historia de amor entre dos hombres honkoneses inmigrantes en Buenos Aires, sabía que quería rodar por fuera de la isla para evitar el ajetreo que vendría con la devolución de Hong Kong a China por parte de Gran Bretaña en 1997 y había leído The Buenos Aires Affair, de Manuel Puig. Hasta ahí llegaba el plan. “Es una especie de proceso de destrucción, de sacar las cosas que no quiero –dijo entonces–. Después de tres o cuatro meses, uno se da cuenta de lo que queda entre las manos y ese es el material que se quiere”.

Todo es particularmente exigente con los participantes, no solo por las incomodidades que vienen con cambios de última hora, con páginas de guión recién impresas, con comprometerse con un proyecto sin final a la vista, sino por una desagradable sensación de andar a la deriva. Cuando se estrenó In the Mood for Love, Maggie Cheung, su protagonista, se quejó con un periódico inglés. “De haber sabido antes que así iba a ser mi personaje, lo habría hecho más interesante, no necesariamente para los espectadores sino para mí como actriz. El personaje habría sido un mejor viaje para mí. Creo que me perdí la diversión de actuar, que es una lástima. Porque se construyó día a día”.

Pero muchas veces, al ver el resultado en la pantalla, el proceso vale la pena. La mayoría de películas de Wong tienen un aire etéreo y delicado; parecen ancladas en una profunda sensación de melancolía y de pérdida que viene más de las imágenes que de la trama. Cuando todo funciona, sus películas son al mismo tiempo misteriosas, frágiles y conmovedoras, como cuando se amanece con un inexplicable nudo en la garganta.

La idea de sí mismo que da Wong Kar-wai en las entrevistas es la de un desadaptado, un tipo marginal. Y es una imagen confirmada con los dos elementos de utilería favoritos del director: un cigarrillo colgando de su labios y unos inamovibles lentes de sol.

Y su biografía concuerda con el cigarrillo y las gafas. Sus padres, originarios de la sofisticada Shanghai, decidieron emigrar con el joven Wong de cinco años a Hong Kong a comienzos de los sesenta, dejando atrás a un par de hermanos. La familia esperaba poder reunirse pronto, pero Wong solo los vio años después.

En Hong Kong, su padre manejaba clubes nocturnos y el joven Wong a veces lo acompañaba en sus rondas, en las tardes acompañaba a su madre a matinés de cine en el barrio de emigrantes de Shanghai donde creció. Sin amigos y sin hablar el idioma de la isla (aprendió cantonés apenas a los trece años) dedicaba su tiempo a leer y a escribirles a sus hermanos cartas sobre sus lecturas: Balzac, Dostoievski, Chandler. Cosas para leer con lentes de sol, claro.

Años después diría que su experiencia en Hong Kong estuvo siempre marcada por la impermanencia. “Me di cuenta de que a pesar de haber vivido 33 años en Hong Kong, aún me sentía en unas vacaciones permanentes, una transición que dura para siempre. Es raro y divertido. Siempre estábamos listos, de chicos, para mudarnos a otra parte o de vuelta a Shanghai. No vivíamos con la idea de pertenecer a este lugar, a esta ciudad”.

Pero ahí terminó quedándose y sus películas ejemplifican como pocas el aura mestiza y acelerada del Hong Kong del nuevo milenio, el resultado de un caótico choque entre el capitalismo tardío desbocado y una cultura sólida y milenaria.

Wong estudió diseño gráfico pero, antes de terminar, empezó a trabajar en una cadena de televisión comercial. Luego entró a ser parte del equipo de escritores del estudio cinematográfico Cinema City, lo que quizás explique el disgusto que luego manifestaría a trabajar con guiones. En 1988 alguien le ofreció financiarle una película y ahí comenzó su carrera cinematográfica.

Pero fue en su segunda película, Days of Being Wild, de 1991, cuando encontró su estilo –en buena parte gracias al australiano llamado Christopher Doyle. Doyle había sido marino mercante, pastor de vacas en Israel y explorador petrolero en India antes de llegar a Taiwán, donde terminó haciéndose director de fotografía. Doyle trajo la paleta de colores exaltados y los juegos con películas de distintas velocidades tan claves para su estilo.

Luego vino Ashes of Time, una extraña película épica que tomó tres años y, en medio de un descanso, hizo Chungking Express, rodando rápido y sin pedir permisos, escribiendo por la mañana lo que se rodaría en la tarde. La película lo catapultó al mundo de los festivales de cine, al de los autores del futuro. En Estados Unidos lo promocionaban como “el Tarantino de Hong Kong” (en Hong Kong, en cambio, Tarantino era “el Wong de Estados Unidos”).

La siguió Fallen Angels (1995) y después Happy Together (1997) con la que ganó el premio al mejor director y la Palma de Oro en el Festival de Cannes. En el 2000 llegó su película más exitosa, In the Mood for Love, ganadora de toda clase de premios, al logro técnico y mejor actor en Cannes, de círculos de críticos en Nueva York y España, en los premios nacionales en Francia y Alemania.

Aparentemente, ahí el sistema Wong comenzó a hacer agua. Se suponía que el rodaje iba a durar cinco meses pero duró quince. Al final Doyle abandonó la filmación por compromisos previos, lo que creó roces. Y luego vinieron las quejas de Maggie Cheung.

Las cosas solo empeoraron en la siguiente película, 2046, que duró rodándose cinco años. La película empezó como una reflexión sobre lo que sucedería cincuenta años después de la devolución de Hong Kong a China (en 1997 China se comprometió a no hacer mayores cambios en la isla durante 50 años), pero terminó siendo una secuela de In the Mood for Love. “Era como una bola de pelo en el estómago de un perro –dijo Doyle sobre la experiencia, dando por terminada la sociedad de 12 años–. Siento que 2046, viéndola ahora, era innecesaria. Posiblemente llegó un punto en el que Wong Kar-wai también se dio cuenta y por eso tardó tanto. Cuando uno se da cuenta de que ya dijo lo que tenía para decir, ¿para qué seguir?”.

Pero bueno, hay motivos: la gente puede querer más; el autor puede sentirse que ese momento no ha llegado o que un cambio de aires puede solucionarlo todo. Así que Wong Kar-wai firmó un contrató por tres películas con Fox Searchlight, la rama “independiente” de Fox y su primer fruto puede verse en My Blueberry Nights, recibida con indiferencia, sin aplausos ni abucheos, cuando inauguró el Festival de Cannes del año pasado.

Es la historia de una muchacha despechada (la cantante Norah Jones) que decide irse de Nueva York y pasa una temporada en Memphis y luego otra en Nevada, escribiéndole lo que encuentra al dueño de un café en Nueva York (Jude Law). Es una visión más bien turística de los Estados Unidos. “Como siempre (…) la película es hermosa y desparpajadamente romántica –escribió el crítico del diario inglés The Guardian desde Cannes–. Pero también es vacua y efímera, usando una versión de karaoke de los Estados Unidos que nos lleva de café a bar a parada de camiones so lo porque están ahí”.

Es como si Wong Kar-wai hubiera tenido que irse de casa para darse cuenta de que, después de todo, sí era de alguna parte.