Entrevista

“Mis películas deben ser un acto de militancia”: Roberto Minervini

En su paso por Bogotá, hablamos con el director italiano —a quien la Cinemateca de Bogotá está celebrando con una retrospectiva— sobre la relación entre la realización audiovisual y la política global, así como de la libertad de expresión y la necesidad de la empatía y el entendimiento mutuo en los procesos de creación artística.

María Paula Lorgia
12 de septiembre de 2019
Hasta el 19 de septiembre, la Cinemateca de Bogotá está proyectando cinco películas del director italiano Roberto Minervini. Foto: Cortesía.

La Cinemateca de Bogotá realiza este mes una retrospectiva de Roberto Minervini, director, productor y fotógrafo italiano, residente en Estados Unidos, cuya obra intimista y política retrata la sociedad norteamericana rural a través del tránsito entre la ficción y el documental. En su paso por Bogotá, hablamos con él sobre la relación entre la realización audiovisual y la política global, su experiencia de hacer cine en ese país, así como de la libertad de expresión y la necesidad de empatía y entendimiento mutuo en los procesos de creación artística.

Para comenzar, quisiera saber sobre tu formación audiovisual, que suele marcar la línea conceptual de las obras de los directores de cine. Y me interesa preguntar porque tu experiencia como estudiante de cine fue paralela a la de tu vida como inmigrante italiano en los Estados Unidos. ¿Cómo influyó esta situación en las características estéticas y políticas de tu obra?

Mi recorrido es un poco peculiar, no es un recorrido normal. Yo no tendría que haber sido artista porque, en principio, aunque mi familia sí tenía ciertas aspiraciones artísticas —mi papá era actor de teatro, mi mamá también y es además pintora—, era una familia humilde y de clase obrera, así que las dificultades económicas que teníamos me hicieron estudiar otra cosa. Mis estudios son en Economía y así llegué a los Estados Unidos. Entonces, es verdad, el irme de Italia y ser inmigrante en este país sí tiene unas implicaciones políticas y sociológicas sobre mi forma de hacer cine y sobre las razones por las que hago el cine que hago. Vine —y esta es una típica historia de migración— porque tenía que trabajar. Por muchos años fui, con mucha amargura, consultor de una empresa. Pero después de que mis clientes fallecieran en una de las Torres Gemelas, perdí mi trabajo y recibí una compensación de parte de la ciudad y del estado de Nueva York como víctima del 11 de septiembre. Fue así como, por un juego rarísimo del destino, pude estudiar una maestría en Comunicación. 

Nunca fue mi intención llegar a ser cineasta. En realidad, yo quería ser fotógrafo reportero de guerra, pero mi carrera de freelance fracasó desde el principio y nunca conseguí nada, así que comencé a enseñar y empecé a hacer cine. Volviendo al comienzo, para contestar a tu pregunta, las implicaciones de mi recorrido como persona migrante, por haber sufrido esta condición de desarraigo y de tener que irme por razones exclusivamente económicas, también son políticas. Fue muy difícil para mí no hablar inglés y encontrarme en un país en cierto sentido hostil, donde yo no me sentía parte del tejido social. Tuve complejos, me sentía inferior porque no hablaba correctamente el idioma y sufrí mucho por esa razón en el trabajo, donde era el único extranjero. Los primeros diez años en los Estados Unidos me sentía muy al margen y eso marcó los fundamentos de mi postura política como cineasta, porque mi mirada siempre está dirigida hacia los que al fin y al cabo no encajan perfectamente en las dinámicas de la sociedad estadounidense.

Lo que creo que tienen en común todas mis películas, su subtexto, es el dramático cambio de la economía estadounidense en tan corto tiempo. En veinticinco años, esa economía ha pasado de ser una economía de manufactura y producción a una de servicios, y mucha gente se ha quedado atrás por falta de oportunidades para reinventarse y porque no tiene el conocimiento necesario. Esas personas conforman la base de quienes votan por la derecha y por personajes como Trump: los que se han quedado atrás en una transformación dramática y vertiginosa. Así que, aparte de concentrarse en el underdog, mis películas se interesan por ese sentimiento de marginalidad, porque siempre hace falta algún elemento fundamental para integrarse: el conocimiento, el idioma o la cultura. Algo falta, y es ahí donde encuentro mi mirada y mi afinidad con cierto tipo de personajes.

En las películas que componen la trilogía de Texas (The Passage, Low Tide y Stop the Pounding Heart), realizas tanto un retrato intimista como una crítica política a la crudeza y al conservadurismo de la sociedad del sur de los Estados Unidos. ¿Cuáles son las estrategias o los recursos que utilizas para lograr este equilibrio entre un retrato tan cercano y una crítica política a escala macro?

Lo primero es un entendimiento mutuo que existe entre los personajes y yo. Pese a las diferencias ideológicas que existan entre nosotros, hay aún un entendimiento político. Pienso que, más que conservadoras, estas personas son reaccionarias y es una forma de reaccionar hacia y en contra de un sistema que los ha abandonado. Entonces sus valores e incluso el hecho de que crean en ciertas teorías de conspiración son siempre una búsqueda muy primordial que explica las razones por las cuales se han rezagado y las razones por las cuales ahora, por ejemplo, la agricultura ha fracasado. Es imposible sobrevivir ordeñando cabras, por lo cual la única forma de seguir adelante termina siendo el crimen o las drogas. Es la expresión del miedo, al fin y al cabo. 

Ese entendimiento mutuo, el hecho de que yo lo entienda, que sienta una enorme empatía con la situación y que también haya vivido algo así, nos hace sentir —y me parece una paradoja o un poco escandaloso decirlo— aliados. Sin esa condición de afinidad meramente humana no sería posible para mí acercarme a este tipo de personajes, porque tampoco creo que exista una técnica o un método a través del cual pueda construir esa relación. Sentir esa cercanía es algo primordial, natural, humano y afectuoso, y tiene muy poco que ver con Roberto Minervini el cineasta y muchísimo más con Roberto Minervini el ser humano, la persona.

Claro, es más en términos de empatía que haces tus películas. Pero, además, los temas a los que se refieren tus películas no solo se relacionan con un estilo de vida estadounidense, sino que aluden a una situación universal de las personas que en su vida diaria son afectadas por las políticas guerreristas, xenófobas y racistas del Estado. Teniendo en cuenta esta condición, ¿cómo escoges a tus personajes? ¿Cuál es tu relación con ellos desde el proceso de investigación hasta después del estreno?

Para escoger a los personajes desde luego hay varias condiciones que establezco yo. Evalúo cómo es la relación entre nosotros, pues esta debe durar, por lo menos, durante el tiempo de rodaje. Por otro lado está el miedo, porque creo que es un poco el motor, el alma de mis películas. Me interesa que haya un aura de esto en todos los personajes: el miedo a perderlo todo, a no lograrlo, a quedarse rezagados. Busco gente que exprese esa sensación y que reaccione de forma visceral, virulenta, brutal. Cuando encuentro en la gente una postura extrema, puedo comprenderla perfectamente y me interesa esa expresión tan clara y transparente del miedo. 

El ejemplo es —y está en todas las películas— vivir con base en las estrictas reglas de la Biblia, lo que claramente procede de un temor a enfrentarse a la vida de forma completamente abierta o sin seguridad, tomando muchísimos riesgos. De hecho, eso es lo que me decía la familia Carson [de Stop the Pounding Heart]: “Nosotros simplemente con hacer la película estamos tomando un riesgo”. Es lo mismo con los yonquis de Luisiana; la desintegración del núcleo familiar equivale a perderlo todo, así que claramente medicarse con droga es extremadamente efectivo a corto plazo. Lo mismo armarse y entrenarse como soldados: te hace sentir fuerte en medio del abandono estatal, el desempleo y en zonas geográficas al margen del mainstream, porque estamos hablando de zonas rurales. Todas son reacciones a situaciones que, genuina y objetivamente, producen terror. 

Sé que me estoy extendiendo, pero quiero ser claro al responder a tu pregunta sobre cómo los escojo. Esta es la apertura total que yo busco para luego poder ir detrás de ellos y encontrar su fragilidad. No tiene nada que ver con artimañas o trucos cinematográficos, porque no es algo que hago en el montaje, sino que es el camino por el que pasa nuestra relación: la fachada —ya sean las armas, las palabras de la Biblia o la metanfetamina— es esa reacción virulenta a una situación. Desde allí escojo a aquellos personajes que tengan la fuerza de mostrar toda esa reacción abiertamente, y luego intento volver atrás e ir más a fondo hasta encontrar su verdadera humanidad. Insisto: no es una coincidencia que en muchas de mis películas haya luego llantos, confesiones o abrazos. Siempre los hay porque al fin y al cabo se cae esa fachada.

Siguiendo con el tema de los personajes, en el marco de esta retrospectiva, la Cinemateca de Bogotá realizará la premier en Colombia de What You Gonna Do When the World‘s on Fire? La película se refiere de manera contundente al racismo en Estados Unidos, los asesinatos de civiles a manos de la policía y la resiliencia de las Panteras Negras. Quisiera que describieras cómo fue tu relación con ellos: cuáles fueron tus intenciones con esta película y cuáles han sido las reacciones de la comunidad y el impacto en el público más amplio y los medios de comunicación estadounidenses después de estrenarla recientemente en salas. 

What You Gonna Do When the World‘s on Fire? ha sido la película más difícil de todas. Antes siempre había trabajado dentro del mundo blanco, lo cual implica una sensación de seguridad, pues nunca me he sentido en verdadero peligro por ser blanco (y, encima, un blanco europeo), y eso producía un cierto respeto y temor hacia un blanco “poderoso” y “mediático” como yo.  Consciente de esa ventaja que yo tenía de ser blanco entre blancos, en algún momento decidí ir a hacer otro tipo de película y ser yo el diferente. Pero no era solo eso. Yo sabía que me estaba metiendo en algo que trasciende el racismo y las políticas racistas, en algo sin solución: una dicotomía, la separación entre blanco y negro, entre blanco y no blanco —prefiero decirlo así en inglés, white y non-white—. 

En un país que es una aglomeración de razas e individuos y cuya jerarquía está basada en el color de la piel, desde el mismo momento en que este país se formó como lo conocemos hoy, ese ha sido un problema sin remedio. Esto supera las expresiones políticas racistas actuales y tiene que ver más con la doctrina del “Destino Manifiesto”, escrita desde los tiempos de los nativos americanos, según la cual había que eliminar a los que no eran blancos para construir (y expandir) un país. 

Está claro en documentos y libros que yo mismo he estudiado desde que vivo aquí y por eso sabía que realizar un proyecto así sería complejo. Bajo esta premisa yo sentía un enorme peso emocional y acercarme a estas personas fue muy complicado. Mi recorrido ha sido sobre todo espiritual. Me afectó mucho el hecho de que iba a ser odiado, rechazado o incluso asesinado. Pero acepté esta condición, porque si de verdad queremos acercarnos los que somos blancos y los que no son blancos, pues hay que pagar un poco las consecuencias de la historia podrida de este país. 

Me fui en carro, empecé por Nueva Orleans y busqué gente con la que pudiera enfrentarme y de la cual recibiera al principio este odio, pero con la que pudiera hablar de las cosas que te estoy hablando, más o menos en estos términos o en otros, y buscar esa convergencia pese a las diferencias, un poco como con los otros personajes con los que había trabajado: buscar un entendimiento mutuo. Me acuerdo siempre de algo con lo que bromeaba con las Panteras Negras cuando nos sentábamos juntos: “Yo entiendo cómo deberían ser las cosas y de verdad espero que ustedes ganen la revolución. Lo único que les pido es que me echen de aquí, si quieren, que me manden de regreso, pero que no me maten. No les voy a pedir que seamos amigos, porque hay demasiada historia, pero por lo menos no me maten”. 

Era un poco en broma, pero también era verdad. Sentía esa imposibilidad de solucionar algo y por eso mi película no presenta soluciones. Es solo un fresco, una mirada a un momento y un escenario donde la gente se puede expresar. El punto de partida de este proyecto era, precisamente, la imposibilidad de solucionar una situación de este tipo, porque este país se creó bajo circunstancias y creencias absolutamente podridas y racistas.

Precisamente, esta película en particular me hizo querer preguntar algo: en What you Gonna Do…? pones en escena la narrativa de colectivos y minorías que no son visibilizados por los relatos oficiales, construyendo de esta manera una historia no oficial de la sociedad estadounidense. ¿Piensas en tus películas con la intención de construir un relato opuesto a la historia oficial, sobre todo en el proceso de investigación, o esto es más una consecuencia de las historias de los personajes que eliges?

Sí, lo pienso así, pero también lo pienso de una forma que trascienda el cine. Creo que mis películas deben ser un acto de militancia: para mí es muy importante el nivel político. Si lo hubiera podido hacer con la música, lo habría hecho. Lo que pasa es que en este momento histórico el cine es un medio efectivo y por eso lo utilizo para contar las historias de un país que nadie cuenta. Esa es mi postura y esas son mis convicciones políticas e ideológicas. 

Mi filmografía en su conjunto tiene la ambición de contar unas historias —como decía Godard: “las historias y la Historia”— de los Estados Unidos que no se exponen normalmente, pero que vemos claramente en las elecciones. Estas historias son las de la mayoría de la población estadounidense, son las historias de quienes ganaron las elecciones, del Partido Republicano, de la América del midwest, de la América rural y que sigue siendo obrera, aunque ya no haya trabajo para obreros; la América que no funciona, donde no funciona nada, ni siquiera los servicios básicos y donde no hay internet. Es un desastre cómo funciona esa América que la gente desconoce, esa sociedad homofóbica, sexista y racista.

En este momento en el que ha habido un nuevo auge global del fascismo y del armamentismo, y un aumento de las brechas sociales y el abandono estatal, como bien dices tú, es evidente que estos sectores marginados y “minoritarios” en realidad son la mayoría de la sociedad. ¿Cuál crees que debe ser el papel del arte, específicamente del cine, frente a estos temas y a este contexto político?

El rol del arte debe ser explícito. Si el arte quiere ser relevante, desde este punto de vista, para construir nuevos relatos sobre estos contextos y estas problemáticas comunes, requiere tomar una posición política explícita. No tácita ni alegórica, ni siquiera metafórica, que es un poco el cáncer del arte, como lo veo yo. El problema que veo en exceso en el arte es esa falta de disposición de los autores para ser claros políticamente, lo cual es absurdo porque cualquier historia que dé cuenta de las dinámicas sobre las cuales se basa y funciona una comunidad ya es un relato político por definición. Entonces, es absurdo y casi imposible no tomar una posición política. Necesitamos ser explícitos, defender unas posiciones políticas y no seguir los juegos del sistema. 

En estos momentos, con esta película me enfrento a la etapa de la promoción que está relacionada con los premios y ese tipo de cosas, en los que hay todo un sistema corrupto que dicta que para ganar popularidad la película necesita lobby y alianzas de poder. Muchos cineastas se preocupan más por el éxito de la película que por la película en sí misma. La atención que se presta a la promoción es mayor que la atención puesta en la filmación, lo cual es un completo absurdo. El cineasta tiene que ser valiente y enfrentarse al sistema, pagar un precio. Por eso debe ser un acto de militancia. Los grandes cineastas que yo adoro, aprecio y respeto del pasado son todos los que se enfrentaron al sistema y pagaron un precio.

¿Cómo cuáles?

Como todos los brasileños del “cine marginal”. Siempre menciono a Ozualdo Candeias, pero hay muchísimos más como Rogério Sganzerla o Ruy Guerra. O como los del cine underground norteamericano de los años ochenta, al que llamaban sinema (como pecado): David Wojnarowicz, Richard Kern o Nick Zedd, gente que se enfrentaba al sistema del capitalismo feroz. O como los japoneses de los años sesenta, los que trabajaban en el pinku (el cine rosa): Koji Wakamatsu y el gran Masao Adachi y muchísimos otros, que se arriesgaban. Esa gente era militante. En lugar de preocuparse por los premios, Adachi iba a Palestina a luchar. Esos son mis héroes: gente que ha demostrado que nunca aceptó compromisos. Por definición, el arte no tiene que tener compromisos, tiene que ser claro y político; no necesariamente ideológico, pero sí político. De lo contrario, el arte es un ejercicio de estilo y eso a mí, personalmente, no me interesa.


Still de Stop the Pounding Heart.

Actualmente, sobre todo en Latinoamérica, han sido evidentes los ataques a la cultura y a la libre expresión por parte de los gobiernos de turno. En oposición a esto han surgido varios movimientos y obras que llaman la atención sobre la urgencia de revertir este contexto. ¿Crees que actualmente en Estados Unidos hay una reacción de algunos cineastas en oposición a estas políticas o simplemente hay una sociedad silenciada por lo que tú mismo llamas el “capitalismo de la industria del cine”?

Está absolutamente silenciada. No hay ninguna. El cine norteamericano no es valiente, perdió la valentía, se acabó. Y eso es porque, como consecuencia de un sistema capitalista sin freno, pasa que ya hay grandes corporaciones como Netflix y Amazon que hacen una selección basada en la rentabilidad y no en la calidad y las cualidades artísticas de los trabajos. El cine es un producto cultural masivo cuyo valor se basa solamente en las ventas esto no es nada nuevo, pero el dinero se ha convertido hoy en una cuestión esencial para un cineasta, porque dependemos de ese dinero. 

Yo rechazo proyectos estadounidenses porque no garantizan ninguna libertad creativa. Yo pido tal libertad creativa que no permito que un productor entre a la sala de montaje. La última palabra es exclusivamente la mía. Además, cuando lo he dicho explícitamente, “Quiero hacer algo inconveniente desde el punto de vista político”, pretenden no permitírmelo. En este momento, el cine norteamericano es lobotómico, no existe nada que sea digno de los grandes referentes del cine militante; ahora es un cine completamente reaccionario y culpable de respetar las reglas de un sistema que va en contra de la libertad de expresión. Por eso digo que los liberales no podemos quejarnos por cómo va el país cuando nosotros mismos vivimos de esa forma. No podemos quejarnos de que el Partido Republicano acepte pasivamente las políticas dictatoriales de un hombre cuando nosotros aceptamos las políticas de las distribuidoras y las productoras norteamericanas. Me alegra saber que en Latinoamérica haya corrientes artísticas que se opongan a la represión política, porque aquí no hay.

Por último, Roberto, la Cinemateca de Bogotá está interesada en ofrecer retrospectivas como esta con la intención de visibilizar la obra de artistas relevantes mundialmente que cuestionan las formas tradicionales del quehacer audiovisual y se resisten a estas dinámicas comerciales de las que hemos estado hablando. En tus películas es evidente no solo una expresión de resistencia política, sino que formalmente también se encuentran a medio camino entre la ficción y el documental. ¿Utilizas este recurso como forma de libertad? ¿O quizás es un recurso efectivo para lo que buscas y que te atrae estar en la mitad de estas dos formas de hacer cine

Cien por ciento como forma de libertad. Esa es mi forma de ser: entre la ficción y el documental. A veces resulta divertido cuando inscribo la película a festivales, porque unas veces la clasifico como ficción y otras veces como documental. Juego con eso, y eso es un reclamo absoluto de libertad formal. Cuando en 2013 me di cuenta de que para el mercado los festivales más importantes y las distribuidoras tenían una enorme dificultad en clasificar una película como Stop the Pounding Heart, porque yo también me negaba a clasificarla, tomé la decisión absolutamente intencional de seguir navegando en los pantanos entre la ficción y el documental, para que mis películas no den respuestas predecibles. Mis películas parecen escritas, pero no escribo ni una sola palabra ni tomo notas ni reviso material, aunque mi intención es hacer que sí parezcan escritas. Es todo un reto para mí, un desafío a una forma y un lenguaje rígidos, que son propiedad de las corporaciones, como los festivales de cine. Me rehúso absolutamente a conformarme con un lenguaje, porque la libertad de expresión es el patrimonio que tenemos. No quiero ser pedante; simplemente me importa mucho esa libertad.