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Ewan McGregor protagoniza la película.

Reseña

Jesucristo, sucio errante

La película ‘Últimos días en el desierto’ dirigida por Rodrigo García, hijo de Gabriel García Márquez, está en salas de cine colombianas. Se trata de una austera e inusual aproximación a la figura más importante del catolicismo.

Santiago Serna Duque
13 de agosto de 2016

Está crucificado. Nada nuevo, al parecer. Al fondo, unas polvorientas montañas impiden que el sol siga lastimando la piel del hombre moribundo. Yeshua da la espalda a la cámara. Su cuerpo en ascenso, adherido a la cruz, se separa en cortos lapsos de la madera. En la sala de cine, los parlantes hacen eco de sonidos pegajosos: sangre y sudor acompañados por los violines hondos de Danny Bensi y Saunders Jurriaans. En cámara lenta, la piel de Jesús se percibe seca, derrotada, ésta, atestigua su dolor.


La fetidez, el calor y la sed parecen salir de la pantalla y tocarnos en el transcurso de este filme. Rodrigo García logra con Últimos días en el desierto la reproducción de sensaciones físicas. Se valió de los elementos -agua, tierra, aire- para recrear un éxodo de 40 días en el que prima la condición humana de Jesús, con su belleza enmarcada por la simplicidad de una serie de hechos al parecer intrascendentes. Una piedra en el zapato, las altas temperaturas, el deseo sexual, convierten a este hijo de Dios en quizás el más mortal de los vistos en el cine. Los mesías absurdos, ensalzados por la Iglesia o las películas de Semana Santa quedan expuestos. 

En Trainspotting, cuya secuela se estrenará en 2017, un Ewan McGregor de 25 años desarrollaba su primer papel transgresor. Desde ese adicto hasta este semidios hay un mismo actor que con varias películas al hombro y papeles insustanciales, encuentra de nuevo su estatus de gran figura. La relación filial entre un padre ausente -Dios- y este hijo errante que se pregunta constantemente: “¿Padre, dónde estás?, ¿Por qué me has abandonado?”. Por eso Mcgregor, brillante es sus papeles complejos, aporta su sello a un largometraje de rasgos universales. El mismo artista se refiere a esta producción como una  “película que puedes ver sin pensar que se trata de Jesús, puede ser cualquier otro hombre santo, o un simple rabino, caminando en el desierto mientras busca respuestas”.

Dicha búsqueda de respuestas individuales es lo que potencia la película. Los cuestionamientos personales de Yeshua contrastan con un denso guión de 62 paginas, donde las líneas entre Dios, Satanás, el hijo y una familia se traducen en aburridas conversaciones perdidas en la finitud del desierto. Ese mismo desierto da pie para que el espectador pueda disfrutar de otra impecable puesta en escena y fotografía dirigida por el mexicano Emmanuel Lubezki (Gravity, Birdman), en la que la luz natural, en ocasiones, da la sensación de ahogamiento. 

Eventualmente esta obra austera, con algunas reminiscencias de La última tentación de Cristo (Martin Scorsese), quebranta la historia bíblica sin causar gran polémica. La aridez de la tierra, los apabullantes planos generales desérticos, y un uso innovador del sonido -premiada por Dolby Family Sound Fellowship- recuerda al cine de Abbas Kiarostami o Theo Angelopoulos, en el que los fenómenos naturales son tan significativos como las actuaciones.