Crítica de cine
Un mundo de víctimas: ‘Guasón’, de Todd Phillips
“‘Guasón’ es la película de nuestro tiempo, o, si nos damos a acotar, es la película de la exacerbación de una enfermedad americana que aspira a volverse universal, o de dos males que dependen el uno del otro: el individualismo y el narcisismo”, escribe nuestro crítico Pedro Adrián Zuluaga.
En De Caligari a Hitler. Una historia sicológica del cine alemán, un libro publicado en 1947, Siegfried Kracauer afirmó que “la historia psicológica de una nación puede leerse en sus películas”. Aunque esa aseveración siga siendo cierta en general, merecería al menos dos precisiones. La primera es que la psicología —o el espíritu de una época— no es lo único que se puede leer en las películas. La segunda es que el hecho de que una película interprete su tiempo con alguna exactitud, no es garantía de su valor artístico y, sobre todo, no siempre viene de la mano con la toma de posturas críticas sobre aquello que refleja. Kracauer retorcía en su texto la metáfora del espejo que descendía de Stendhal, quien dijo aspirar a que sus novelas reflejaran la realidad como “un espejo que se pasea por un ancho camino”. Pero poner un espejo ante la realidad puede ser también un ejercicio de narcisismo.
Guasón empieza, justamente, con Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) mirándose al espejo, componiendo el gesto con el que su personaje, un payaso, aparecerá en público. Que la película elija esta situación como imagen inicial es significativo. Indica que lo que veremos en seguida parte de esas condiciones básicas: una persona, el personaje que crea y su reflejo. La película desarrolla esa triada. Mirarse al espejo puede ser un gesto de vanidad. Y así lo es para el personaje de Arthur, por mucho que lo que el espejo refleje sea a un ser sufriente, en la estela de esos payasos tristes que van de Garrick a Jerry Lewis.
Joaquin Phoenix interpreta a Arthur Fleck en Guasón, de Todd Phillips.
Se ha dicho que el exageradamente virtuoso Joaquin Phoenix tardó varios meses en componer el tono exacto de la risa del guasón, que es una risa desesperada, casi un pedido de auxilio, una invocación a que quien la escucha se ponga en sus zapatos de payaso, demasiado grandes. Sobre todo, es una risa indiscreta, que rompe la convencional separación de lo público y lo privado. No hay que pasar por alto que Arthur presenta una tarjeta donde le explica a quien lo necesite que su risa incontrolable es una “enfermedad”. Pero esa enfermedad es, en realidad, lo único o al menos lo más valioso que el personaje tiene para ofrecer. Cuando Arthur se convierta en el Guasón, es decir, en una inesperada y efímera celebridad, su risa enfermiza será su distintivo. La risa, que en la película es sinécdoque de su trauma: haber sido un niño abusado con la complicidad de una madre descuidada. No es la risa de un cínico, como muchos la han interpretado: es la risa de una víctima que entra al mercado de los sufrientes y asciende dentro de él transando con su dolor. Y ese mercado no es otro que un mundo del espectáculo que demanda, en la lógica de la película, cada vez mayor extravagancia. En Ciudad Gótica, invadida por las ratas que medran en la basura no recogida de una crisis sanitaria, el consumo más fino es el consumo de desgracias.
Guasón es pues, en efecto, la película de nuestro tiempo, o, si nos damos a acotar, es la película de la exacerbación de una enfermedad americana que aspira a volverse universal, o de dos males que dependen el uno del otro: el individualismo y el narcisismo. Y es, sobre todo, la película de la fascinación con la imagen rota del espejo. Un filme que nos muestra cuán misteriosamente cómodos asistimos a la destrucción, siempre y cuando esta tenga espectadores y se convierta en espectáculo. “Es hermoso”, dice Arthur Fleck, ya convertido en Guasón, mientras observa como un Nerón moderno el incendio de esta Roma/Ciudad Gótica/Nueva York, imagen en miniatura del mundo. Ha provocado la anarquía, le ha dado un cauce a la rabia contenida de muchos que en Ciudad Gótica se sienten como él: residuales, deficientes, basura.
Guasón convierte el apocalipsis en grandioso espectáculo; en eso radica su honestidad. En que no disimula su rictus de placer ante el cumplimiento del desastre. Noten que la risa de Arthur, mientras contempla el estropicio que su anarquía provoca en Ciudad Gótica, ya no es la risa incontrolable y nerviosa de su enfermedad, sino una risa plena, satisfecha. Le ha dado rienda suelta a un impulso libidinal de castigo y linchamiento diseminado entre los habitantes de la ciudad; ha organizado una esfera pública y un nuevo sentido común. Como él, todos quieren venganza. ¿De quién se quieren vengar? De los políticos corruptos, de los medios venales y, sobre todo, de sus madres. Ya para entonces, en la película, sabemos que es la madre de Arthur quien ha permitido y propiciado el desastre de su vida.
Tal vez el consuelo que encuentra Arthur, su risa plena y satisfecha, no es otro que darse cuenta de que no está solo, que otras vidas como la de él, por no decir todas las vidas, están organizadas en torno a un trauma original o nuevo relato común que reemplazó al pecado como origen del ser. Y ese trauma no soporta no convertirse en espectáculo: demanda víctimas, sacrificios, asesinatos, autos sacramentales de furia y fuego. Ese trauma (la guerra entre el mundo y el yo) solicita la destrucción: último y feliz acto de una comedia con muchos espectadores.
Guasón es una gran película y, al mismo tiempo, la expresión de una mentalidad infantil generalizada. Propicia una hábil catarsis colectiva por medio de la cual el espectador cumple, por interpuestas personas, su deseo de vengar al niño abusado que fue. Se cumple así el sueño del Gran Poder: privatizar la desdicha. El candidato a alcalde de Ciudad Gótica, Thomas Wayne, es, presumiblemente, el padre ausente de Arthur. Así, la película sugiere que este es el hermano ilegítimo y no reconocido de Bruce Wayne, el futuro Batman. La revolución que Arthur propiciará es, pues, la revuelta de los bastardos, antes de que el hermano legítimo crezca y, seguramente, restablezca el orden. También es la revuelta del delirio sobre la realidad, pues la película sugiere distintos planos de la realidad.
Pero el plano del delirio privado prevalece sobre el drama político y lo absorbe. Si los políticos nos han fallado, lo han hecho primero como padres. No es solo el espejo narcisista el que planea sobre la ciudad. Es Edipo: imagen y espejo de todas las tragedias íntimas que se vuelven catástrofes sociales. Roma, Ciudad Gótica, Nueva York y, además, Tebas y su peste que, como sabemos, es propiciada por los dramas privados de su rey Edipo. Se necesita, pues, una gran catarsis, pero ya no es un sabio rey el que la va a librar con su sacrificio, sino un payaso convertido en celebrity: el gran espectáculo de la venganza del hijo más que el gesto mortificado del padre. Así, la película se consume y se devora a sí misma con feliz autocomplacencia. Es la gran contradicción —digámoslo ideológica— de este filme tan brillante (que recoge y refleja también una historia del trauma en el cine norteamericano desde Citizen Kane hasta Taxi Driver), tan confuso, tan confundido como su personaje y como nosotros, los espectadores.