PASAR FIJÁNDOSE

La historia y el cuento

He visitado la Casa del Florero en otras ocasiones y alguna vez llegué a entrar, pero he perdido el recuerdo. Desde el lugar equivocado hasta el lugar de mi cita, pensé en el florero proverbial y en lo que se ha llamado el Grito de Independencia.

Revista Arcadia
11 de diciembre de 2015

Después de escribir la columna del mes pasado, en la que hablaba de la toma y retoma del Palacio de Justicia ocurridas hace 30 años, quise pasar por delante del nuevo Palacio de Justicia y luego subir por la calle donde está la Casa del Florero, que funcionó como cuartel provisional del ejército durante la retoma, y a donde, según se ha dicho, se condujo a algunas personas que salieron vivas del Palacio, para después hacerlas desaparecer. Vi el Palacio, aunque no la Casa. Asumí que la Casa del Florero era una delante de cuya fachada dos personas estaban tomándose fotos, pero esas personas me dijeron que el sitio que buscaba quedaba una calle más al norte. Yo iba tarde a una cita en La Candelaria, que nada tiene que ver con esta historia (aunque seguramente sí, pues todo tiene que ver con todo), de modo que, al final, no vi la Casa del Florero. La he visitado en otras ocasiones y alguna vez llegué a entrar, pero he perdido el recuerdo. Desde el lugar equivocado hasta el lugar de mi cita, pensé en el florero proverbial y en lo que se ha llamado el Grito de Independencia.

En la escuela nos enseñaban que los criollos se oponían a las limitaciones impuestas por la administración colonial y cuestionaban su autoridad, y que estaban indignados por la discriminación de que eran víctimas con respecto a los peninsulares. El 20 de julio de 1810, unos de ellos, los más tropeleros de Santafé, fueron a pedirle un florero a un comerciante español que se llamaba Llorente y que no lo quiso prestar. Fue, se dice “la gota que rebosó la copa”. Entonces, tristes y furiosos por la negativa, los criollos aprovecharon el incidente para dar cauce a sus reclamos. En escuelas más informadas, enseñaban la versión más completa y realista: que pedir prestado el florero era un pretexto de los criollos para instigar un levantamiento ya previsto y lograr que se estableciera una junta de gobierno.

Si yo fuera maestra de historia en una escuela, enseñaría este episodio —esta leyenda y este símbolo que supuestamente precipita nuestra conciencia de autonomía y nuestro agravio— como un texto; quiero decir que lo leería formulando preguntas al margen de la intención de los autores o de los protagonistas de los hechos. No preguntaría no solo por qué sucedió, sino también qué significa la manera como sucedió y qué connotaciones tienen los elementos que figuran en el recuento del suceso.

En ese trayecto que hice el otro día por el barrio de La Candelaria, se me ocurrió que podría preguntar en un salón de clase:

¿Dónde se ha visto que a alguien se le ocurra pedir prestado un florero?, y entonces, podría sugerir que quizás el efecto que se conseguía con la petición del florero, más que la negativa, era la estupefacción.

¿Es corriente prestar un florero?, y entonces, podría invitar a los alumnos a que notaran que es absurdo y hasta cómico que la negativa del propietario provocara indignación y, más absurdo, que desencadenara el grito de independencia.

¿Qué es un florero?, y entonces, podría hablar de la calidad del afecto que las sociedades coloniales sienten por lo accesorio y ornamental.

¿Para qué se usa un florero?, y entonces, podría llevar a los alumnos a pensar, por ejemplo, en la domesticación y la destrucción de la naturaleza, y en la relación entre la tendencia a la sobrexplotación y nuestra perdurable condición colonial. Podría hablar también de cómo un florero es una copa y cómo, por consiguiente, la elección del florero como símbolo revolucionario materializa la metáfora de “la gota que rebosa la copa”. Si aún tuviera tiempo, seguiría preguntando por la copa; por ejemplo, preguntaría qué connotaciones tiene que los trofeos —símbolos del triunfo— suelan ser copas (es decir, objetos que sirven para contener algo distinto de ellos), etcétera, etcétera.

Llevar a cabo un proceso de exploración como el que somera y vagamente describo me parece más útil para desarrollar la inteligencia de los niños, su capacidad crítica y su interés en la historia que hacer que repitan el simple cuento —lleno de motivos reducidos y sentimentalismo— según el cual un pueblo se indignó porque a uno de sus hombres no le prestaron un florero, o bien, el otro cuento —más complejo y verídico, y con más hechos, pero también reducido— de que el florero fue un pretexto elegido caprichosamente.

He tratado de dar un ejemplo del tipo de docencia que creo que hace falta para que cambiemos la concepción escolar de la historia nacional como un camino que va de leyenda en leyenda, de anécdota en anécdota y de causa aparente en supuesta consecuencia, por un estudio que se encamine hacia la ampliación e intensificación del pensamiento. Sería tal vez una contribución a la gesta de independencia, que no acaba de empezar.