MEMORIA
Como Franco, otros muertos molestos de la historia reciente ¿Qué hacer con los dictadores?
El Gobierno de España causó enormes protestas con la exhumación del cuerpo del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos. Y reavivó el debate sobre qué deberían hacer los gobiernos con los monumentos fúnebres de los dictadores.
"Ninguna crónica de la gloria de sus actos, sería tan convincente ante las generaciones venideras como la minuciosa y verídica descripción del cortejo que ponderó su poder en la hora de su muerte [...]. A las dos de la tarde, las iglesias unidas dieron fin a su muda disputa de símbolos y ritos con una bendición unánime sobre su ataúd de plomo”. Con este párrafo el escritor colombiano Jorge Zalamea empezó uno de los libros más icónicos de la literatura latinoamericana sobre dictadores del siglo XX: El Gran Burundún Burundá.
De ese modo, Zalamea captó la sensación de una época marcada por el caudillismo y las guerras y, por supuesto, por la muerte. Pero no sabía que las “generaciones venideras” seguirían viendo a los dictadores morir entre pompas funerarias y procesiones eternas. Así lo demostró la muerte de Robert Mugabe hace un par de semanas, el hombre que liberó a Zimbabue del régimen racista de Ian Smith, pero que lo condenó a 37 años de autoritarismo, represión, crisis y exilio.
Sin importar la historia, el actual presidente Mnangagwa insiste en que a su predecesor lo entierren en el panteón de los veteranos y los héroes de la “Lucha de liberación”. Un hecho que los medios nacionales interpretan como una estrategia para que la gente olvide que Mnangagwa, junto con la cúpula militar, dio el golpe de Estado que acabó con la dictadura de su antiguo padrino político, Mugabe.
La gente le arrebató el poder al Estado de decidir en dónde enterrar a los autócratas.
La familia prefiere un ritual privado y miles de zimbabuenses protestaron contra la idea de que el “causante de sus desdichas” reciba homenajes públicos. Pero el Gobierno desestimó las críticas y paseó el ataúd por las calles de Harare. Además, construirá un mausoleo que sobresalga, por su tamaño y lujo, sobre las demás tumbas del Panteón.
El caso de Mugabe es solo uno entre muchas de las más fastuosas ceremonias y lutos nacionales en torno a un dictador declarado. Los cubanos tuvieron que vestir de negro, apagar la música y evitar cualquier demostración de alegría en público durante nueve días por la muerte de Fidel Castro. Hoy reposa al lado del prócer José Martí en el cementerio Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba, a donde lo transportaron en una larga caravana por el camino de la Revolución. La muerte de Hugo Chávez, amigo de Fidel y presidente de Venezuela por más de una década, tuvo un ceremonial similar.
Del 17 al 29 de diciembre de 2011, también los norcoreanos cancelaron las actividades de su vida diaria para participar en eventos estatales en torno a la muerte del regente supremo Kim Jong-il, padre del actual dictador Kim Jong-un. Quienes no asistieron o no parecieron suficientemente acongojados fueron condenados a trabajos forzados durante seis meses. El cuerpo embalsamado de Kim Jong-il yace en un ataúd de cristal en el Palacio Memorial de Kumsusan. Por supuesto, cada tanto, su hijo hace demostraciones militares en su honor.
Algunos de los tiranos de los últimos años.
Y así, otros tiranos del siglo XXI murieron rodeados por multitudes, flores y actos militares y, a pesar de las polémicas, protestas y el rechazo que generan, algunos nostálgicos celebran que reciban tratamiento de héroes. Pero esta costumbre de llenar las ciudades de monumentos en honor a los dictadores y de despedirlos con grandilocuencia recibe cada vez más rechazo.
El martes la Corte Suprema española avaló al Estado para exhumar el cuerpo del dictador y moverlo a una tumba privada y familiar.
En lo que va del siglo los ciudadanos destruyeron, grafitearon o removieron cientos de estatuas, sobre todo de dictadores del siglo XX, como el soviético Josef Stalin y el dominicano Rafael Leonidas Trujillo, en un deseo de reescribir la historia, rehabitar los espacios públicos y respetar a las víctimas y a los sobrevivientes de los regímenes totalitarios.
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El historiador de la Universidad Autónoma de México Pablo Rodríguez le explicó a SEMANA que la ola de protestas tiene que ver con que “la sociedad está cansada de que el Estado decida por ella cómo honrar y recordar su pasado. Los símbolos y las imágenes de líderes son lugares de memoria y parece que en algunas ciudades se está dando una especie de combate o de lucha por ocupar y apropiarse de esos espacios”.
Por esa línea, los ciudadanos a su vez se están apoderando de la manera de enterrar a los tiranos. En los últimos años el caso más famoso de exhumación ha sido el del generalísimo Francisco Franco, el dictador español que construyó su propio sepulcro en El Valle de los Caídos, con la sangre de los presos políticos, que se erige en las cercanías de Madrid con una monumental cruz de 150 metros.
Desde que se posesionó el jefe de Gobierno, Pedro Sánchez, prometió sacar los restos de Franco del Valle y hacer que lo entierren en una cripta privada. Sin embargo, la Fundación Franco y la familia se han opuesto en forma tenaz, hasta demandar al Estado por negarles su derecho a escoger en dónde enterrar a sus muertos. Apenas unas semanas atrás, la Corte Suprema española avaló al Estado para exhumar el cuerpo del dictador y moverlo a una tumba privada y familiar. Hoy así lo hizo, a pesar de las masivas protestas de sus seguidores, pero también rodeados de víctimas que agradecieron el gesto.
Un grafitero búlgaro pintó el monumento de Sofía en honor a las Fuerzas Armadas soviéticas con los superhéroes estadounidenses, para criticar la versión soviética de que los liberaron de los nazis.
Otros descendientes de dictadores se han acogido también a esta ley, pero muchos gobiernos la apelan a su vez bajo el concepto de reparación y memoria. Ese es el caso de Argentina, en donde los familiares de Jorge Rafael Videla tuvieron que enterrar al dictador en una escueta tumba bajo el nombre “Familia Olmos”.
O el de Alemania, que va incluso más lejos con Adolf Hitler, al prohibir cualquier veneración o acto referente al nazismo en público y al permitir que los soviéticos lo enterraran en un lugar desconocido y, luego, presuntamente arrojaran sus restos al río Biederitz, para que su cuerpo no fuera nunca un lugar de peregrinación. O el de República del Congo, que le negó a los allegados de Mobutu Sese Seko, uno de los dictadores más sanguinarios y corruptos de África, repatriar su cuerpo. En cambio, tuvieron que enterrarlo a escondidas en Rabat.
Otros de los dictadores del último siglo.
Sin embargo, todavía hay países, como China con Mao Zedong, Rusia con Lenin y Stalin, Italia con Mussolini, Rumanía con Ceausescu, Chile con Pinochet, Filipinas con Ferdinand Marcos, Irak con Saddam Hussein, entre otros, que se niegan a criticar a los dictadores y a darles un sepelio ‘digno’ de su opresión: privado y sin glorificación.
No se trata entonces de que no existan los monumentos o los lugares para conocer, estudiar y recordar a los victimarios, como apunta un artículo del diario estadounidense The Atlantic. Se trata en realidad de entender que hay que transformar la intención con la que fueron erigidos esos lugares. Los dictadores no deben recibir pedestales ni flores, dice el columnista del Atlantic, sus cuerpos o mausoleos deben exponerse como un recordatorio “de lo que el Estado es capaz de hacer si se le llena de poder, y de lo que podría seguir haciendo si la gente lo olvida”.
De lo contrario, los Burundú del mundo seguirán paseándose en largas procesiones dentro de ataúdes de plomo, esparciendo su legado fatal, de muerte y autoritarismo, a generaciones sin fin.