ANÁLISIS

Nadie quiso ver lo que sucedía en el Atrato

Muchos de los males del río llegaron con la omisión institucional y el olvido general. Un experto explica cómo reparar esa inacción.

Mauricio Cabrera*
15 de diciembre de 2017
La cuenca del río Atrato es habitada en su mayoría por comunidades negras e indígenas. | Foto: José Vecino

La cuenca del río Atrato, ubicada en el Pacífico y habitada en su mayoría por comunidades negras e indígenas, ha sido desde siempre una de las regiones más olvidadas de Colombia. Sin embargo, hoy se percibe en sus habitantes una suerte de optimismo, derivado tanto de la disminución del conflicto armado en la región como de las acciones que se comienzan a implementar en el marco del cumplimiento de la sentencia T-622 de 2016. Esta última ratificó el estado de crisis humanitaria del Chocó y reconoció al río como sujeto de derechos.

En estas zonas rurales apartadas del país, el posconflicto es una realidad que posibilita vivir sin el miedo y la zozobra que reinaban en la zona. Es ahora, cuando se inician los procesos de retorno a las tierras abandonadas, que las perspectivas de un futuro sin desplazamiento comienzan a concebirse.

Pero para que ese futuro sea posible deben llevarse a cabo acciones concretas en el corto plazo. El reto es enorme: los años de conflicto y de abandono por parte del Estado han dejado una región muy pobre, con bajos indicadores socioeconómicos, pero a su vez han forjado una población resiliente, con carácter, sentido colectivo y conocedora de la riqueza de su territorio y de su cultura.

En el Pacífico, una de las regiones más lluviosas del planeta, en donde las carreteras se cuentan con los dedos de una mano, los ríos no son solo la vía de acceso. En las riberas del Atrato están tanto los grandes centros urbanos como las pequeñas poblaciones. Allí se encuentran las familias y se obtiene el alimento. Es el lugar donde se enamora, donde los niños juegan, el espacio para el aseo. Es donde ocurre la vida. La cultura, los mitos, las leyendas, los ‘alabaos’ y ‘gualíes’ de las comunidades negras y las tradiciones de las comunidades embera giran alrededor de su río.

Y este río requiere acciones urgentes. Lo dijo la corte, porque a esta se lo transmitieron las comunidades y porque luego lo constataron los hechos. Estas comunidades estaban, y aún están, en peligro de desaparición física y cultural por la inacción de las autoridades, que no veían los cientos de dragas y retroexcavadoras que pasaban por las dos únicas carreteras de acceso al departamento del Chocó. ¡No vieron el paso del combustible que usan, ni han visto las toneladas de mercurio tóxico vertidas! Tampoco vieron que desaparecían las orillas y el cauce en la búsqueda frenética de oro. No vieron que se iban los peces y que el agua se convertía en lodo.

Claro y sencillo

En la sentencia, la corte hace unas disertaciones profundas, pero el mandato es de una hermosa sencillez. Les pide al Ministerio de Ambiente y a las autoridades ambientales que descontaminen el río, que restablezcan su cauce y lo reforesten. Al Ministerio de Defensa, a los entes de control, gobernaciones y alcaldías, que controlen la minería ilegal. Al Ministerio de Agricultura, al Departamento para la Prosperidad Social y, otra vez, a las gobernaciones y alcaldías, que diseñen e implementen un plan de acción para recuperar las formas tradicionales de subsistencia y alimentación.

Al Ministerio de Salud, al Instituto Nacional de Salud y a otras entidades, que determinen el nivel de contaminación por mercurio de los pobladores. A la Procuraduría, la Defensoría y la Contraloría, que vigilen el cumplimiento y, finalmente, al Ministerio de Hacienda, el Departamento Nacional de Planeación y la Presidencia de la República, que asignen los recursos para que se cumpla. Pide que las entidades hagan lo que siempre les ha correspondido.

Este panorama hace pensar que el Atrato es una prioridad nacional. No obstante, aún existen enormes desafíos, como el de cuantificar los problemas que ha acarreado la extracción descontrolada: en el Chocó, más del 99 por ciento de la minería de oro no cuenta con título minero, ni licencia ambiental.

Los datos son indispensables para formular soluciones. No sabemos con exactitud cuántas hectáreas han sido arrasadas, cuál es el alcance de la contaminación por mercurio en los ríos, las personas, los peces y el aire. Desconocemos dónde están las mayores afectaciones a los ecosistemas.

Tenemos, por supuesto, indicios gravísimos: en el río Quito, uno de los afluentes del Atrato, se calcula que existen más de 15.000 hectáreas afectadas por la explotación minera. Al sobrevolarlo, es difícil creer que este era navegable, pues su cauce ha desaparecido.

Los principales retos se asocian a nuevos actores armados que ocupen los espacios, a la necesidad de fortalecimiento de la institucionalidad regional y local. Las estrategias de todas esas entidades, a las que la corte les exige diseñar un plan de acción, deben hacerse coordinadas y de abajo hacia arriba, comprendiendo las especificidades del territorio y de quienes lo habitan. Contar con la voz de quienes están allí para recoger sus sentires, preocupaciones y anhelos.

Así pues, el Atrato tiene motivos para ser optimista. Sin embargo, requiere una dosis de urgencia para transformar las leyes, tratados y sentencias en realidades concretas que beneficien a la población y garanticen la conservación de uno de los lugares más biodiversos del mundo. Los defensores del río vigilarán el cumplimiento de la sentencia y un grupo de organizaciones y personas en un panel de expertos haremos seguimiento; la paz se logra con acciones concretas. Ahí están los elementos, ahí el mandato. Estaremos atentos a su cumplimiento.

*Coordinador de política en temas mineros de WWF y del proyecto GEF-PNUD de biodiversidad y minería.

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