Crónica

La selva colombiana, un laboratorio de paz

Excombatientes y biólogos viajaron juntos a la selva en una expedición científica para conocer la riqueza de este territorio oculto por la violencia.

Juan Miguel Álvarez
1 de septiembre de 2020
Excombatientes y biólogos viajaron juntos a la selva en una expedición científica para conocer la riqueza de este territorio oculto por la violencia. | Foto: Robinson Henao

La escena parece de película. Así la recuerdan en la expedición. Anderson, un excombatiente de las Farc, punteaba la caminata unos diez metros adelante. Atrás iba el grupo moviéndose a paso lento. La selva era un manto oscuro apenas perforado por un rayo de sol que prendía un claro de calor sobre el suelo húmedo. Al pasar por encima de un tronco atravesado, Anderson dio un salto repentino y desenfundó su machete. En el claro de sol había una víbora amenazante: dos metros de largo, colmillos como jeringas, ancha como el brazo de un pesista. Anderson esgrimió un rápido machetazo, dio otro salto y se lanzó sobre la víbora. En segundos, la tenía dominada apretándola por el cuello con una rama de madera y esperó a que los científicos llegaran para estudiarla.

Esto sucedió en julio de 2018, en las selvas de La Tirana, nordeste antioqueño, última esquina del municipio de Anorí. Unas 30 personas se encontraban desarrollando una de las expediciones Colombia Bio, programa impulsado por el Estado y la cooperación internacional. Esta fue, quizá, la expedición más comentada en los medios de comunicación porque junto con los científicos iba un puñado de hombres que, como pocos, conocían esa zona: exguerrilleros de las Farc, sobre todo del frente 36, que habían tenido su retaguardia allí durante al menos 20 años. Anderson había sido el comandante de ese frente.

La Tirana es una de las muestras más vivas y prístinas de jungla en Colombia. Pero siempre había estado vedada para la investigación por causa del conflicto armado. Incluso, en los orígenes de la guerrilla del ELN, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, los hermanos Vásquez Castaño levantaron sus cambuches en ese mismo punto.

“Fue una de las cosas que más nos gustó como científicos: todos íbamos a lo mismo. No había jerarquías”, explica el biólogo Paulo Pulgarín, líder del equipo de ornitólogos en esa expedición. “Fuimos todos juntos a cooperar y a investigar. Nosotros a aprender de ellos sus habilidades en el campo abierto y ellos a aprender de esas cosas que nosotros sabemos”.

La expedición

El propósito de esta travesía era obtener un inventario rápido y amplio de biodiversidad en este sector. Insectos, escarabajos, ranas, árboles, plantas, serpientes, lagartos, aves, mamíferos, murciélagos y felinos. Al final, se lograron reportar 14 nuevas especies: dos cucarrones, diez plantas, un ratón arborícola y un lagarto. Para Anderson y los otros 12 excombatientes participantes fue un reencuentro con el escenario que había sido su hogar, pero sin el afán de la guerra. “Al volver a esa selva –dice– no íbamos pendientes del fusil sino de encontrar plantas, animales, especies nuevas para la humanidad. Mientras tuvimos los campamentos ahí, cuidábamos la naturaleza, pero no sabíamos los nombres de los animales, de las plantas. Y ahora ya sabemos una cantidad de nombres raros”.

La Expedición Anorí –como se le conoce– fue el primer gran momento que puso en el mismo plano al conocimiento de unos científicos con las destrezas de supervivencia en la jungla de unos excombatientes. Si se quiere, un laboratorio de paz. Pulgarín recuerda que encontraron a un ave llamada ‘Saltarín’, que cuando salta entre ramas emite un sonido con sus alas parecido al tono del traqueteo de un arma de fuego. A ese pajarito también lo llaman ‘guerrillerito de monte’. Al explicarles esto a los excombatientes hubo risas y bromas. “Fue una conversación muy chistosa”, recuerda Pulgarín. “Muchos de los excombatientes se sorprendieron de ver todo lo que hay en esas selvas”.

Un año más tarde, a mediados de 2019, Julián Pulido, estudiante de maestría de producción animal en la Universidad Nacional, lideraba una iniciativa de cultivo de pupa de mosca soldado para suplir el alimento de un proyecto piscícola que tiene lugar en el Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación (ETCR) La Fila, en Icononzo, Tolima. “A través de las larvas de mosca, puedes transformar residuos orgánicos en proteína de alta calidad para alimentar aves o peces”, explica Pulido. “Y en una producción piscícola, la proteína representa entre el 80 y 90 por ciento de los costos”.

Unos 25 excombatientes habitantes de La Fila están agrupados en la asociación Copagroc y su proyecto más importante y en el que han puesto todas sus esperanzas es la producción de peces como la cachama y la mojarra. “Lo hemos mantenido con nuestro esfuerzo luego de que terminó la implementación de la primera fase”, dice Karina, la líder más visible de la asociación. “Estamos esperando que se implemente la segunda fase para poder convertir esa pupa en alimento concentrado”.

Lo que hasta el momento hay en el ETCR es un galpón dividido en tres secciones: una para la incubación de los huevos de mosca, otra para el desarrollo de los huevos en pupa o larva, y la otra para la reproducción de la mosca. El problema que Karina encuentra por ahora es la falta de suficientes residuos orgánicos para producir más pupa. No cuentan con una manera de traerlos desde la cabecera municipal y lo que ellos mismos generan en el ETCR no alcanza.

Julián Pulido desarrolló esta iniciativa como su tesis de maestría y ha contado con el apoyo de la Facultad de Medicina Animal y Zootecnia de la Universidad Nacional. “Este tipo de iniciativas son innovadoras y tienen un componente social y ambiental muy potente: poder entregarles esas herramientas a las comunidades y a las que están en proceso de reincorporación para ayudarles a que mejoren su calidad de vida”.

Aunque tras la firma del acuerdo de paz, en noviembre de 2016, se han realizado varias expediciones científicas a antiguas zonas rojas, y en otros espacios de reincorporación se vienen adelantando proyectos productivos con relativo éxito, no son muchas las actividades en las que se ha involucrado el conocimiento científico con el conocimiento cotidiano de los excombatientes. Al año de la Expedición Anorí, en agosto de 2019, se llevaron a cabo unos talleres en el ETCR Agua Bonita, en el municipio de La Montañita, Caquetá, que formaron a los excombatientes en la riqueza de la biodiversidad en el pie de monte amazónico y en cómo podrían aprovechar esa riqueza para generar visitas turísticas con enfoque científico.

De cualquier forma, es un camino posible. Una manera de redescubrir el territorio nacional y comprender las vidas de los otros. Anderson lo vio así días después de haberse despedido de los científicos: “Nos quedó que ellos se dieron cuenta cómo somos nosotros, y se hicieron una idea distinta de los excombatientes. En este país para que haya paz, debemos aprender a conocernos todos”.

*Periodista.