OPINIÓN
El escritor Fernando Quiroz reflexiona sobre la paternidad en el confinamiento
En estos tiempos en que la casa se convierte en oficina, sala de reuniones y patio de recreo, vivir con los hijos hace que los días estén llenos de pequeños milagros.
Lo que más extrañaré de estos días de encierro será la bulla de mi hija. Esa bulla de la que a veces me quejo porque me impide la concentración, porque no me deja oír al interlocutor de turno con el que me reúno a través de la pantalla, porque me hace perder el hilo, porque creo que incomoda a los vecinos. De eso estoy seguro: extrañaré esa misma bulla que en el colegio se perdería en los campos inmensos en donde toman el recreo y en los bosques de pinos que los rodean, pero que en la casa se concentra bajo los techos de apenas dos metros con 20 y retumba en las paredes que les dan forma a los estrechos pasillos de las casas modernas, que jamás fueron pensadas para pasar en ellas las 24 horas de un día tras otro, semana tras semana.
Extrañaré esa bulla que es la muestra más palpable de la vida en un tiempo inédito en el que tantos mueren, en el que tantos enferman y en el que nadie está realmente fuera de todo riesgo. Porque aunque parezca inverosímil, algo de estos tiempos difíciles e impredecibles extrañaremos. Y yo extrañaré la bulla de mi hija tanto como el silencio de la calle. Como los cielos libres de plomo. Como la fortuna de haber regresado a las recetas que exigen horas de fuego lento. Como las tardes de cine familiar desde la platea de la cama enorme que decidimos comprar mucho antes de la cuarentena, cuando comprendimos que las camas de los papás se convierten poco a poco en una especie de zona franca en donde aterrizan hijos y mascotas a cualquier hora y sin pedir permiso.
Extrañaré esa bulla que llena el ambiente cuando mi hija organiza carreras con el perro desde el balcón hasta el último cuarto, cuando celebra el final de otra jornada de clases virtuales, cuando convierte la sala de la casa en el parque al que no puede salir. La extrañaré porque además de alegría transmite ilusión y exige esperanza aun en los días en los que la incertidumbre parece estar a punto de ganar la partida.
Porque de repente uno descubre que son los hijos los que nos están dando soporte a los padres. Uno piensa –y lo debate con su pareja– cómo evitar que ellos se enteren de ciertas noticias demoledoras en torno a la pandemia, cómo mantener en alto su ánimo a pesar de que no han podido regresar al colegio ni han vuelto a ver a sus compañeros, cómo llenar tantas horas de unos días que a veces parecen eternos… Pero ellos, sin pensarlo, sin proponérselo, lo van llevando a uno al refugio de la infancia, a esos años en los que somos inmortales –o eso creemos: que estamos protegidos de todos los peligros–, a esa época en la cual la realidad que nos desagrada se puede cambiar a nuestro antojo con unos lápices de colores, con un poco de plastilina, con una caja de cartón que se convierte en un mundo por explorar, con un párrafo en el cual la historia de los periódicos toma otro rumbo… Volver a la infancia parece el remedio más poderoso para vencer al virus que nos tiene en jaque: al menos mientras no tenemos otra opción que ir marcando días en el calendario y esperar el rumbo incierto que tome esta historia que apenas se está escribiendo.
Sí, ha sido fascinante volver a construir casas de varios pisos con ladrillos de colores y tratar de encontrar la pieza que le falta al rompecabezas para cantar victoria. Creíamos que lo hacíamos para entretener a los hijos, pero parecería como si ellos lo hubieran planeado para tranquilizarnos a nosotros. Para alejarnos de este mar de angustias en el que tantas veces nos hemos sentido como náufragos.
Sin embargo, no es fácil convertir la casa al mismo tiempo en lugar de habitación, salón de clases, oficina, patio de recreo y salón de conferencias. Como no lo es multiplicar el tiempo para que a los padres nos alcance el día –un solo día, el mismo día– para asistir a un par de reuniones virtuales, preparar los informes que se desprenden de estas reuniones, hacer las sumas y las restas de las finanzas de la crisis y, al mismo tiempo, las sumas y las restas de las tareas escolares, tender las camas, preparar el almuerzo, lavar la loza, sacar al perro a que nos dé una vuelta, resolver los problemas de conectividad de las plataformas que han reemplazado al salón de clases, averiguar cuándo se realizaron los primeros viajes tripulados al espacio, jugar parqués, armar palabras en el tablero de Scrable y tratar de hacer presencia a través del computador en los cumpleaños y en las fiestas y en las reuniones de amigos que ahora se programan con más puntualidad y vehemencia que antes de que el mundo entrara en cuarentena.
Aunque algo debo reconocer: mi mujer lo logra con mejores resultados y mayor eficiencia que yo. Tal vez porque yo he tratado de dividir las horas del día para alcanzar a cumplir con todas las tareas, mientras que ella aprendió a multiplicarlas. Los economistas podrán decir lo que quieran y hacer todos los cuadros que se les antoje, pero lo cierto es que nadie maneja las matemáticas caseras mejor que las mamás. Quienes lo saben recurren a ellas, por ejemplo, cuando una compañía está cayendo en picada: su capacidad para prolongar la vida y mantener la especie les ha dado una inteligencia superior, como bien lo demuestran en situaciones como la crisis que estamos viviendo. Precisamente, en estos días una noticia de prensa daba cuenta de cómo los países gobernados por mujeres habían logrado una mejor respuesta ante la emergencia.
Alentadora noticia para mí, pues al fin y al cabo mi casa está gobernada por mujeres. Esta casa que también ha tenido que multiplicarse para albergar trabajo y recreo, incertidumbre y esperanza. Una casa en la cual el silencio que reinaba en otros tiempos a media mañana unas veces es interrumpido felizmente por un piano que interpreta a Beethoven o a Coldplay, otras veces por la bulla cargada de vida y alguna vez por la risa que nos produjo una escena que bien podría convertirse en símbolo de nuestra cuarentena en familia: la de unas tijeras que sonaron sobre mi cabeza de poco pelo, ante la imposibilidad de asistir a la peluquería. Un símbolo, digo, porque así es como hemos tratado de llevar estos días de dificultades y negaciones: poniéndoles buena cara. Y nadie sabe mejor cómo hacerlo que los niños. Por eso, tener el aliento de mi hija en estos tiempos ha sido una fortuna.
*Escritor.
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