EJEMPLO
Los indígenas de Murrí, en Antioquia, se resistieron al uso del mercurio
Los embera katío del Bajo Cauca han sido mineros durante siglos. SEMANA viajó al corregimiento de Frontino para conocer de cerca cómo viven sus pobladores y cómo extraen el oro “sin usar veneno”.
Un grupo de indígenas de la etnia embera eyavida (katío) cruzan un puente de tablas que atraviesa el río Cuevas. Van camino a La Blanquita, un pequeño centro urbano en Murrí, a cinco horas por trocha desde Frontino, en el occidente de Antioquia. El pantano cubre sus botas de caucho hasta la rodilla, y aunque no se les ve agitados, el sudor resbala por sus rostros. Las caminatas en Murrí varían: algunos tienen el ‘tambo’ (como llaman a sus viviendas) a dos o tres horas de Frontino, pero hay quienes andan hasta tres días para llegar a su casa desde el pueblo, con los víveres, sus hijos y aparatos a cuestas.
Pedro Bailarín, gobernador indígena de Chontaduro, un caserío fangoso de 450 habitantes, apuesta a que todos los que cruzan ese puente llevan oro entre los bolsillos y canastos. “Esta es una tierra bendita. Aquí todo el mundo puede vivir del barequeo. Seguro van a La Blanquita a venderlo”, augura.
Y sí. Uno de ellos, por pedido del mandatario, enseña un par de chispas de oro envueltas en una hoja de cuaderno. Brillantes y diminutas, equivalen a dos riales, una medida para este metal cuyo valor no supera los 40.000 pesos en el mercado que indígenas y colonos han establecido en la zona.
No hablan español y se muestran celosos con su pequeño tesoro. Las mujeres vienen detrás. Llevan cestos con niños, hojas de plátano y, en el fondo, tal vez, ataditos de oro. Allí, sin discriminación de edad o de género, madres e hijos (desde muy temprano) son mineros.
Foto: David Amado
Techos para los tambos
La extracción con batea y cajón es ancestral. Pedro, también minero, comenzó hace 30 años con la misma técnica. Igual que lo hizo su padre, Luis Aníbal Bailarín, hace 50 años, y a eso se dedicaban sus abuelos. Entonces, dice el gobernador, el oro no era negocio. Se fundía, se tejía y se convertía en piezas de adorno. Él mismo lleva en su billetera, como un tótem, un arete que encontró enterrado y se conserva rutilante.
Lisímaco Bailarín, otro líder de Chontaduro, cuenta también la historia de cuando el oro era joya y ofrenda, de cuando se recogía a manos llenas, sin tener que cavar la tierra, y se atiborraban botellas con los trocitos dorados.
Luego, no hace más de 40 años, los colonos llegaron a cambiarlo por relojes, radios, aceite, ropa, sal y arroz. “Era tanto oro, que no se vendía en riales, como ahora, sino en libras y arrobas. Pero así, de a poco, entre ellos y nosotros fuimos destruyendo el territorio y las reservas. Ellos se aprovecharon y nosotros no conocíamos de números ni de letras para defendernos”, relata.
Los embera de Murrí aprendieron la lección, y ante los cambios que la minería fue experimentando, ellos resistieron. El mercurio, por ejemplo, parecía tentador. Este metal líquido, que permite separar el oro del resto de elementos que resultan de su extracción, ha sido ampliamente utilizado en Antioquia.
“No sabemos qué es eso. No lo necesitamos. Aquí el oro podemos sacarlo de nuestras maneras tradicionales. Ese es un veneno que mata peces y personas, que destruye la tierra. No vamos a permitir eso acá”, refuta Pedro, y reconoce que, aunque mineros foráneos han querido emplear el mercurio en Murrí, los indígenas se han organizado para evitarlo a toda costa. Lo mismo ha sucedido con quienes han llegado con motobombas y dragas.
La alcaldesa de Frontino, Yudy Estella Pulgarín, corrobora que cuando el mercurio intentó entrar al municipio, fueron los indígenas los que denunciaron. De hecho, cuenta que, por su minería ancestral, las comunidades del pueblo lograron la formalización y que el gobierno nacional les aprobara un Área de Reserva Especial Minera.
En esta zona del Cauca, el suelo es bendito y facilita la extracción. No solo el oro se encuentra de manera muy superficial, sino que es más denso que en otras regiones del departamento, por lo que la separación manual del oro del lodo, piedras, agua y demás elementos con que se extrae inicialmente es más sencilla. Cabe anotar que el proceso, conocido como barequeo, consiste en lavar las arenas de un determinado lugar y, sin medios mecánicos ni químicos, obtener los metales preciosos.
El año pasado se hizo la preinscripción de 1.500 indígenas como mineros artesanales, y ya hay alrededor de 600 que se pueden verificar como barequeros tradicionales, lo que les permite comercializar hasta 35 gramos de oro al mes, siempre y cuando sean extraídos de manera manual y sin mercurio.
Aunque el funcionamiento de esta figura aún es incipiente en Murrí (donde está el 95 por ciento de la población indígena del municipio), poco a poco estos pueblos ancestrales, a través de una cooperativa, han conseguido vender el oro a mejor precio. Los mineros certificados como barequeros tradicionales logran vender el gramo a 65.000 pesos, y la idea es que con nuevos avales de calidad y cuidado medioambiental puedan comercializarlo directamente a cerca de 100.000 pesos.
Una ventaja más de esta formalización es que a los indígenas se les abre la puerta para que se conviertan en exportadores directamente, sin intermediarios, y esto a la larga mejora su calidad de vida. De hecho, la alcaldesa busca que los dineros que entren por regalías al municipio se prioricen para beneficio de las comunidades de Murrí, donde es prioritario mitigar los daños medioambientales derivados de la minería ilegal, y, además, se deben construir viviendas dignas y mejorar las condiciones educativas y de salud.
A Pulgarín le preocupan las condiciones de vida de los indígenas. Los tambos carecen muchas veces de techos, que son reemplazados por plásticos; no hay vías, ni agua potable y mucho menos saneamiento. Entre las mujeres, hay denuncias de líderes sometidas al cepo (un artefacto empleado por las comunidades para castigar a los infractores de sus normas) por reclamar recursos públicos para proyectos productivos que contribuyan a su independencia económica.
Foto: David Amado
Ni el oro es para siempre
Son las mujeres embera katío las que parecen llevar el mayor peso de las inequidades y la precariedad. Además de que el oro, la mayor fuente de sustento del pueblo indígena, es cada vez más difícil de conseguir y sus precios no siempre son favorables, la situación económica y la violencia es más grave para ellas.
A Ana Rita Bailarín la encontramos en una especie de socavón, muy adentro de la selva de Murrí. Tímida, susurra algo en su lengua, que suena como a un canto del Asia Oriental, y con las manos hace entender que no habla español. Un joven sirve de traductor y revela que la mujer no sabe qué edad tiene. Como no sabe leer ni escribir, tampoco entiende cuántos años le pone su documento de identidad. “Quisiera haber ido a la escuela para saber en qué mil novecientos nací”, lamenta. Sus hijos, que trabajan con ella en esa mina improvisada, tampoco pasaron por las aulas. Ana Rita no tiene idea de cuántos son, y entonces los va nombrando con los dedos de sus manos: Ana Ligia, Carlitos, Ferney, Ignacio, Alexánder y Eligio.
La mujer, que no concibe el tiempo en las ciudades ubicadas más allá de esas montañas, dice que barequea desde que se asoma el sol hasta que está próximo a desaparecer. “¿Dónde vives?”, pregunta el traductor, y ella señala hacia el oriente, y advierte en su lengua que es muy lejos, que no sabe exactamente a cuánto.
En su casa tiene un pequeño sembrado de yuca, plátano y maíz. Ella se hace cargo, porque el padre de sus hijos, perdido en la tapetusa (un licor a base de caña), abandonó el hogar hace poco. Su tambo, dice, es un rancho en madera, tapado con plástico. No hay camas, no sabe qué es un sanitario y la ducha es un río que pasa cerca. La minería puede ser riesgosa: una vez se lastimó el estómago con la presión del agua que baja por un tubo usado para estas labores, y en otra ocasión la mordió una serpiente en una pierna.
Por eso, no solo sueña con tener un techo de zinc y conseguir “bastante ganado” (que para ella son dos o tres vacas), también le gustaría dedicarse al campo, a cultivar sus propios alimentos, “para no depender de las sardinas enlatadas y de lo que se trae del pueblo”, cuenta.
Este anhelo es el de muchos en Murrí. Por más estándares que logre la minería de esta zona, el mismo gobernador Pedro Bailarín reconoce el efecto a largo plazo de la actividad. “Hemos visto cómo el oro se agota y sabemos que con el barequeo el agua es menos transparente, se llena de lodo”, afirma. Por eso, paralelo a la extracción del metal, desde ya, los embera de Chontaduro piensan el futuro con nuevos modelos económicos. “Producir nuestros alimentos, sin químicos, comer para estar bien y vender para fortalecernos en lo demás”, explicó el líder.
*Periodista