OPINIÓN
Días de cacerolazo
Una ruidosa procesión avanza desde la Plaza Fundadores a la Fuente Luminosa de Cúcuta. Las arengas reemplazan a los rezos. No invocan a Dios sino al gobierno. No suenan las matracas ni es Semana Santa. Es la hora de las cacerolas.
De tanto oír retumbar sus ecos impotentes pero incansables en los edificios caraqueños, las cacerolas me sonaban a Venezuela. Pero la noche del 21 de noviembre ese tañido ronco y plano que viajaba con el viento helado de Bogotá se convirtió en un quejido colombiano. Y a medida que sus ondas se extendían por esta y otras ciudades como Medellín, Bucaramanga y Cúcuta, iban sumando apoyos y se iban replicando.
Las cazuelas usadas como instrumento político tienen un poderoso encanto: esa extraña dualidad de mostrarse inofensivas y a la vez intimidar. Con ellas suenan las cocinas, es decir las entrañas de nuestras familias, saciadas o hambrientas, sin ninguna diferencia. Básicas y homogéneas como ya muy pocas cosas en la vida, ollas y olletas suenan igual en las casas pobres y en las privilegiadas. Y en medio del desconcierto por los alcances del vandalismo, se convirtieron en una voz transversal de quienes anhelan cambios, sin violencia.
He aquí su otra virtud: son instrumento de protesta más allá de las ideologías. Ya habían retumbado en Chile en los días más críticos de escasez de alimentos del gobierno de Salvador Allende. Luego servirían para mostrar el hastío con el dictador Augusto Pinochet, que había derrocado al socialista y que después sería forzado por un plebiscito a abandonar el poder. También sonaron sin tregua en Argentina para rechazar el ‘corralito financiero’, hasta que la renuncia del presidente liberal Fernando de la Rúa las sació.
En la patria de Bolívar, las cacerolas de Guarenas anunciaron en 1989 el ‘Caracazo’ contra las medidas económicas del gobierno del socialdemócrata Carlos Andrés Pérez. Ahora, en tiempos de la ‘revolución socialista’, el tintineo nocturno se ha convertido en parte de la vida cotidiana.
Ollas y sartenes han despertado de a poco desde el este de Caracas a las zonas populares como Catia, y en ella, el infranqueable bastión chavista del 23 de enero. En ciertos momentos críticos, se oyen sonar en esos sectores, pero los pobladores deben apagar las luces para no ser identificados por un régimen que monitorea con lupa la lealtad de sus seguidores. Por estos días, sin embargo, acusan cierto cansancio. La última vez que se oyeron fue en marzo. El silencio es otra expresión de desazón de los ciudadanos. Y de eso sí que pueden dar fe en las áreas de frontera, donde las percepciones, los estados de ánimo y sobre todo el hambre, se traducen en oleadas migratorias.
En Colombia resuenan vigorosas. No sabemos para qué ni hasta cuándo. Con cada golpe liberan un poco de rabia, vapor, presión, a ritmo de inocua percusión que se convierte, a veces, en canto de batalla.
*Directora de información internacional de Caracol Televisión.