EMPRENDIMIENTO

Viotá: después de la violencia siempre queda el café

Esta es la historia de la líder campesina Luz Marina Peñalosa, quien sobrevivió a las amenazas de la guerrilla y fundó una asociación de mujeres caficultoras que es un ejemplo para el departamento.

Juan Miguel Álvarez*
27 de agosto de 2018
Luz Marina Peñalosa, de 59 años, es una de las líderes campesinas más respetadas de Bajo Palmar. Se ha capacitado en el Sena para ampliar sus conocimientos sobre el café. | Foto: David Amado

“ La cosecha de este año no estuvo buena”, dice Luz Marina Peñalosa mientras avanza a paso experto por entre el cafetal de su finca. Elude zanjas, esquiva latigazos de ramas, pone la pisada en suelo seguro. “La gente está decepcionada. De a poco se van pasando para el aguacate”. La finca vecina dejó el café hace años y la del frente está tomada por el monte voraz. “El precio siempre cae en épocas de cosecha –añade–. Las familias no alcanzan a pagar los créditos”.

Es media mañana y el cielo desnudo de nubes amenaza con darle vida a un sol crematorio. Estamos en la vereda Bajo Palmar, a 40 minutos montaña arriba del casco urbano de Viotá. El cafetal de Luz Marina ocupa dos hectáreas, incluida la casa en la que vive con su familia y una enramada en la que surten el beneficio del grano. Tiene 59 años y se expresa con el vigor de una adolescente. Es esposa, madre, abuela y cuida a su papá en los metros finales de la vida. También es la presidenta de una organización campesina llamada Asomucavit, acrónimo de Asociación de Mujeres Caficultoras de Viotá en el Tequendama.

“Mire”, dice y me muestra una especie de palma sembrada en fila estricta que usa para delimitar el predio. “Esto también se vende, no la pagan muy bien, pero algo ayuda”. La hoja tiene mercado en las floristerías de Bogotá. Además de esta palma, el cafetal de Luz Marina y Gilberto Moya –su esposo– está salpicado por frutales: un limonero allí, un naranjo más acá, un mandarino al pie de la casa, aguacate, plátano y banano. El canto de los pájaros nunca se calla y el suelo conserva el tono oscuro de la fertilidad.

También hay árboles enormes que son un parasol encima del café. Hubo una época en que los técnicos de la Federación Nacional de Cafeteros les enseñaban a los campesinos que debían tumbar cualquier árbol que fuera sombra sobre el cultivo. Así alejaban los bichos traídos por pájaros y animales silvestres, y controlaban la resequedad del terreno con riego constante. Decían que el café necesitaba exposición a plena luz y que entre más palos de café cupieran en una hectárea más dinero ganaría el campesino. En zonas como el Eje Cafetero implementaron este método. Pero en otras regiones del país, como aquí en el suroccidente de Cundinamarca, los campesinos desconfiaron de aquella instrucción y mantuvieron los cultivos como bosques de color y diversidad. “Nunca tumbamos los árboles de sombra ni los de comida”, dice Luz Marina.

De unos años para acá, la federación invirtió el método. Les dijo a los campesinos que debían volver a la sombra. Por cada 199 palos de café, un árbol de ramas generosas. Entonces, en Viotá y en otras pocas regiones del país cantaron victoria: la enseñanza de sus abuelos, la agricultura ancestral, prevaleció por encima de la siembra agroindustrial.

El café llegó a Viotá a mediados del siglo XIX, luego de haber pasado por los Santanderes. Fue un punto estratégico. A medio camino entre Girardot y Bogotá, es decir: entre el río Magdalena –ruta hacia los puertos de la costa Atlántica para su exportación– y la capital del país –el más grande mercado nacional–. Aunque se constituyeron vastas haciendas productoras, la mayoría de los caficultores fueron dueños de poca tierra. Fincas de dos y tres hectáreas. Esta división de la propiedad aseguró una economía de subsistencia para todas las familias.

Durante la primera mitad del siglo XX, Viotá y el occidente de Cundinamarca fueron lugares de prosperidad campesina. Luego sobrevino la violencia partidista, con muertos y desplazamientos, y aunque hubo cambio de dueños en las tierras más bajas y calurosas, las altas siguieron en las mismas manos –como las de Bajo Palmar–.

A finales de siglo, golpeó la siguiente violencia: la de la guerrilla de las Farc, el contraataque militar del Estado y la bestialidad paramilitar. Combates, emboscadas, asesinatos selectivos, descuartizamientos y desplazamientos masivos. Un día de 2001, Luz Marina fue sacada de su casa por un comandante guerrillero. La acusaba de ser informante del Ejército; la iba matar. Pero sus hijos alertaron a la comunidad y entre todos le salvaron la vida.

En ese entonces, Luz Marina ya se comportaba como líder campesina. Tenía vocación y se desenvolvía con propiedad. Así que apenas la violencia le dio una tregua al pueblo y las instituciones como el Sena empezaron a ofrecer capacitación gratuita, Luz Marina quiso prepararse. Cursó talleres de liderazgo y se fue involucrando en la organización comunitaria. Tomaba la vocería de varias familias y se fue erigiendo en la persona a la que se le confiaban conversaciones con el gobierno local.

En 2013, Luz Marina y los suyos, junto con las familias más afines, entre las que había parientes, dieron vida a Asomucavit. El propósito era, y sigue siendo, estandarizar la producción de café para optimizar los costos y ganar más utilidades. En otras zonas y en otro tipo de cultivos, como el de arroz, las asociaciones campesinas pueden servir para contrarrestar la competencia internacional. Reunidos, varios productores juntan sus cosechas y negocian a bajo precio en busca de utilidades por volumen. Pero en el café, además del volumen, las asociaciones buscan elevar la calidad del grano para registrar un mejor perfil de taza –medida que garantiza el precio de compra final– y recibir bonificaciones. También, para reducir los costos de transporte desde las fincas hasta el local de compraventa. Es más barato que entre varios caficultores paguen el flete de un camión.

En los cinco años que lleva Asomucavit, Luz Marina puede hacer inventario de logros: algunas cosechas han obtenido precios más justos, han comprado equipos para tostar y empacar lo que facilita la venta directa al consumidor y se han hecho más fuertes como comunidad. A mediano plazo, la meta es adquirir un silo de secado para dejar de perder plata vendiendo café mojado. “Cuando hay cosecha –me explica– no alcanzamos a secar todo el café y nos toca entregarlo así y nos lo pagan mucho más bajito. A veces, ni alcanzamos a recuperar el costo de producción”.

Luz Marina también puede enumerar carencias: la mitad de los miembros fundadores ya no hacen parte de la asociación –hoy son 15– y el precio de compra sigue inestable por situaciones incontrolables: climas adversos, plagas como la broca y caídas frecuentes en la cotización internacional del café. “Hay productores que están a punto de perder la finca”, dice.

De todos modos, hay algo que mantiene a estos campesinos atados a la caficultura. Puede ser un apego histórico: estas familias son hijas de los hijos de los primeros cafeteros del país. Pero, sobre todo, es un asunto de sobrevivencia. Otros productos no se venden tan fácil ni están protegidos por una federación. En cambio, el café es plata en mano: “Poquito o mucho, de mala o buena calidad, mojado o seco, con o sin cosecha, a uno siempre le compran el café”.

*Periodista.