Bernardo Cuero murió sin protección a pesar de haber denunciado, en varias ocasiones, que su vida corría peligro. | Foto: Cortesía

HOMENAJE

En memoria de Bernardo Cuero

A pesar de las amenazas, murió de 62 años, sin protección, a Su última batalla como líder comunitario fue intentar robarles jóvenes a las bandas de microtráfico en el municipio de Malambo, Atlántico.

Diego Alarcón*
11 de diciembre de 2018

A Bernardo Cuero dos hombres lo fueron a buscar a su casa, en el barrio Villa Esperanza de Malambo (Atlántico). Llegaron a la puerta preguntando cualquier cosa y cuando él se acercó para atenderlos le pegaron siete tiros. El 7 de junio de 2017, entre las 7 y 7:15 de la noche, Bernardo cayó en el suelo de la entrada, con los pies en la calle y el resto del cuerpo adentro. Ese día lo mataron, pero llevaba muriéndose casi dos décadas.

Bernardo Cuero cargaba una lápida en el pecho desde el año 2000, cuando tuvo que dejar Tumaco –su tierra natal– huyendo de  las amenazas y de dos atentados del Bloque Central Bolívar de las AUC, para quienes él era la encarnación de muchos problemas juntos: exsecretario de la Unión Patriótica, líder comunal y resuelto a denunciar intimidaciones violentas ante las autoridades. Cruzó el país, hasta llegar a Atlántico, con la obligación de cambiar de lugar, pero no de convicciones, y las amenazas no tardaron en reaparecer.

Teresa Ramírez, la mujer con la que Bernardo compartió los últimos 13 años de su vida, conoce de sobra toda esta historia. Piensa en él todos los días, pero le gustaría ir dejando atrás, poco a poco, el trauma de ese día lleno de horror: “Bernardo se acercó a la puerta para hablar con los tipos. Uno de ellos se llevó la mano al pantalón, como si se lo fuera a subir porque se le estaba cayendo. Sacó un revólver, Bernardo levantó las manos y en nada ya estaba tirado en el piso”.

Teresa describe el momento con una voz suave que, por momentos, da la impresión de estar a punto de quedarse sin aliento. Es el dolor de tener que repetir esas imágenes de nuevo: la sangre burbujeando en el pecho de Bernardo; las dos cadenas que usaba reventadas por un disparo que le entró en el cuello, el hilo rojo de sangre que iba a parar al hueco que había dejado un árbol de mango que ella había cortado días atrás…

Bernardo Cuero murió de 62 años, sin protección a pesar de las amenazas. En 2013, ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, denunció por lo menos cinco hechos intimidatorios que le habían ocurrido desde que dejó Tumaco y que lo implicaban a él y a sus seres queridos. Llamadas, panfletos con mensajes de muerte, persecuciones y amedrentamientos personales.

“Bernardo era un hombre que no se ahorraba nada. Era tan franco, que si tenía que decirle a alguien en la cara que estaba haciendo mal su trabajo, lo hacía sin problema. A mucha de la gente eso no le gustaba, en especial a los dirigentes públicos, a quienes siempre les pedía resultados”, asegura Marino Córdoba, representante legal de la Asociación Nacional de Afrocolombianos Desplazados (Afrodes), en la que Bernardo se desempeñaba como fiscal.

Cuando Bernardo asistió a la Comisión Interamericana, las intimidaciones más recientes habían ocurrido el 4 de julio de ese año: “Tres sujetos entraron a la oficina comunal regional para decirme: ‘Si no quieres que te suceda una desgracia, retírate del trabajo con la comunidad’”. Dos meses más tarde –también contó– un hombre al otro lado del teléfono le dijo que abandonara la Mesa Departamental de Víctimas del Atlántico.

El liderazgo de Bernardo era tan amplio que resultaba difícil establecer exactamente por cuál de todos sus trabajos lo estaban amenazando. Además de su rol en Afrodes, fue miembro de la Mesa Nacional y Departamental de Víctimas y, desde que las amenazas lo forzaron a dejar de asistir a ciertos encuentros, ejerció el papel de líder comunitario, intentando robarles jóvenes a las bandas de microtráfico de Malambo y denunciando con nombre propio a quienes identificaba como responsables.

A pesar de pedir en múltiples ocasiones la ayuda de la Unidad Nacional de Protección (UNP), lo único que obtuvo fue un chaleco antibalas, un teléfono celular y un auxilio económico para reubicarse en 2013. La ayuda se extendió hasta agosto de 2016, cuando la UNP consideró que el riesgo que enfrentaba era ‘ordinario’ y correspondía a roces personales y vecinales de su barrio. Dos meses antes de que le quitaran la protección un sicario había disparado contra su casa. Teresa estuvo a su lado en todos estos episodios.

Por eso la memoria de Bernardo está constantemente presente en su vida, aunque no siempre de la forma más amable. Hace dos meses, después de que varios hombres sospechosos preguntaran por ella en su barrio, la UNP le asignó la protección que por tanto tiempo había pedido Bernardo: una camioneta y dos escoltas. “Yo trabajaba en un taller de modistería y cuando la jefe vio a mis escoltas, me pidió no volver para evitarles riesgos a su papá y a los demás empleados. Hoy tengo la protección que él debió tener, me muevo en camioneta a todas partes, pero sin trabajo ando pelada”, comenta con resignación.

Marino Córdoba también extraña a Bernardo, a su clarividencia a la hora de hablar de los derechos de las víctimas y a su buen semblante para explicarles a las comunidades en las regiones a lo que tenían derecho por haber vivido años de marginación: “El papel de Bernardo era de maestro. Era el mejor líder de víctimas que tenía Colombia”.

Gracias al testimonio de Teresa y de su hermano, quienes estaban presentes en la casa el día del asesinato, la Policía logró capturar a Víctor Carlos Meriño, alias el Chapi, quien hoy está procesado como presunto homicida. Lo acusan, además, de formar parte de la banda Los Papalópez, que se encargaría de controlar el microtráfico de drogas en la zona sur de Barranquilla.

Uno de los abogados que lleva el caso del lado de la familia de Bernardo Cuero, José Humberto Torres, cuenta que desde que Meriño fue detenido, el 17 de junio de 2017, han transcurrido seis audiencias. La próxima será en marzo de 2019 y solo hasta entonces podrán tener pistas sobre cuándo será el juicio.

Teresa está convencida de que el detenido es culpable, aunque durante todo el proceso él se haya declarado inocente. “Podrán pasar años y podrá pintarse el pelo de colores: nunca me olvidaré de su cara. Sin embargo, lo que quiero es justicia y la justicia vendrá cuando, más allá del hombre que disparó, podamos saber quién dio la orden de matarlo. Necesitamos saberlo. Lo necesitamos de verdad”.

*Director de contenidos de pacifista.tv