10 AÑOS DE POLÍTICA PÚBLICA LGBTI EN BOGOTÁ
Las cunas de los avances
A punta de formación empírica, las organizaciones comunitarias LGBTI han limado los colmillos de la discriminación en sus localidades. ¿Cómo lidian con la hostilidad de la calle y qué han logrado?
En Kennedy, una fundación de hombres transgénero. En Los Mártires, seis mujeres transgénero. En Teusaquillo, un fotógrafo gay. En Usme, una mujer lesbiana. En ninguna parte, las personas bisexuales. Arcadia visitó cuatro localidades de Bogotá para conocer historias, iniciativas ciudadanas y organizaciones comunitarias que se crearon desde abajo, desde la gente misma, para representar, proteger y luchar por los derechos de sectores que conforman la famosa sigla LGBTI.
Hombres transgénero, los alaridos del cuerpo
Antes de que reemplazara el 95% de sus hormonas femeninas, de que le crecieran vellos espesos en la barbilla y tuviera voz de tenor, antes de que disfrutara follar con la luz encendida y paseara con la prótesis de silicona al aire después del coito, Jhonnatan Espinosa Rodríguez se sometió a cuatro cirugías y cuatro tratamientos que, si bien transformaron su cuerpo en un fortín para su identidad masculina, dejaron profundas secuelas para su salud. Y no solo porque estas cirugías y tratamientos son riesgosos, pues por lo general producen efectos secundarios; sino porque el sistema de salud en Colombia no cuenta con especialistas que puedan calcular los daños de sus recomendaciones en procesos de transformación corporal. Eso considera la Fundación Ayllu Familias Transmasculinas, creada por Espinosa en enero de 2016 en Kennedy: la primera organización de hombres transgénero constituida legalmente en el país y la única que trabaja con las familias de ellos.
El 18 de marzo de 2013, cuando cumplió 39 años, Espinosa decidió ir a una droguería de su barrio, Class Roma, en Kennedy, para recibir la primera inyección de testosterona: 250 miligramos. Empezó su metamorfosis como la mayoría de hombres trans de su generación, automedicándose. Temía que su EPS le informara a un banco de esta ciudad que él, un gerente operativo con salario de congresista y 80 personas a cargo, no tenía bolas sino abertura vaginal.
Jhonnatan Espinosa creó la Fundación Ayllu Familias Transmasculinas.
Después de un año y veinte días de inyecciones en droguerías, el 2 de febrero de 2014, optó por continuar su tratamiento hormonal en su EPS. Lo que los médicos endocrinos no previeron es que la dosis mensual que aplicaron en su cuerpo –250 miligramos de Testoviron– terminaría por acelerarle el corazón como una bomba de tiempo. Lo que tampoco previeron es que las migrañas que lo atormentaban desde la infancia empeorarían. Para controlarlas, le recetaron ácido valproico, un fármaco usado para tratar la epilepsia. Un fármaco que lo atonta por días y pone a patinar su memoria. A cambio de eso, le formularon ampolletas de Dipirona compuesta: “Uno siente que le meten la cabeza en una olla de agua hirviendo, que orina pero no orina, que el corazón entra en shock. Me desmayaba. Cuando me despertaba, había vómito y diarrea en la ropa. Cada vez me sirven menos medicamentos”, cuenta Espinosa en una cafetería ubicada al frente del Centro de Ciudadanía LGBTI Sebastián Romero, en Teusaquillo. Días después me contó que su médico lo remitió a medicina alternativa: solo la acupuntura podría detener ese bombardeo químico en su organismo.
Antes de que comenzaran las intervenciones quirúrgicas, solía andar encorvado y con la cabeza gacha para camuflar las tetas. Las vértebras cervicales se salieron de su posición formando una joroba. Por esos días, en pleno partido de fútbol, disputando una pelota al vacío, chocó con el contrario y tuvieron que vendarle una rodilla. “Si esto aprieta abajo, también apretará arriba”, pensó. Comenzó a fajarse el pecho. Los músculos pectorales se partieron en dos. El 4 de junio de 2014 le practicaron una mastectomía, es decir, le extirparon la mama y los pezones. Un año más tarde, lo cogió un dolor paralizante en la parte baja del abdomen. Apendicitis, pensaron en su trabajo y en la sala de urgencias del Hospital San Ignacio. Lo abrieron y resultó que no, que era su sistema reproductor: el útero y los ovarios habían crecido al tamaño de una pelota de letras, las trompas de Falopio perdieron forma. Tuvieron que esperar que despertara de la anestesia para que autorizara otra intervención. El 7 de julio de 2014 le extirparon el útero en la Clínica El Bosque. Como el útero es el proveedor de calcio en las mujeres, le dio osteoporosis. Como en la operación le dejaron una hemorragia activa, volvió al quirófano cuatro días después.
“¿Mi cuerpo sí dará para pensionarme a los 62 años?”, se pregunta. Mancillado por la testosterona y los fármacos, reconoce que su arsenal de vida se agota. “Más de la mitad de mi vida no fue plena. Solo a los 38 años conocí pares y supe que era un hombre trans. Por eso me siento moralmente obligado a que mi historia no la repitan otros. Necesito entregar las banderas antes de irme”, dice, y suelta una mueca burlona que es, en el fondo, pura nostalgia.
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El pianista británico James Rhodes tiene una erección cada vez que llora, y es porque su cuerpo asocia las lágrimas con las violaciones de las que fue víctima, por cuenta de su profesor de boxeo, de los cinco a los diez años. El cuerpo tiene memoria. Conserva las agresiones y las saca a flote cuando quiere. Quedan, quizá, dos opciones: dejarse atravesar por el animal interno que rebobina las tragedias u ocupar la cabeza en actividades que movilicen toda la energía vital para apagar de vez en cuando los incendios imaginarios. Espinosa y su grupo de amigos, también hombres trans, pensaron en esa última opción.
Con la Fundación Ayllu Familias Transmasculinas buscan informar sobre los cambios físicos y psicológicos que desencadena el tránsito de género y cómo esto debe hacerse, partiendo de las memorias de sus cuerpos y de las de otros hombres trans de países como México, Chile y España, donde se ha investigado el tema con mayor ahínco. También plantean su propia visión de la masculinidad: “Tratamos de no ser esos manes controladores y agresivos. No podemos culpar a la testosterona de violentar a nuestras parejas”.
En Bogotá, 2017 podría ser un hito para los hombres trans. A fuerza de insistir, las entidades del Distrito dejaron de hablar de una deuda histórica para empezar a trabajar con ellos. Uno de los resultados es que la Dirección de Diversidad Sexual de la Secretaría de Planeación liderará un estudio para evaluar la salud de este sector, el cual espera publicar a principios de 2018. Así mismo, de la mano del IDPAC, la Red Distrital de Hombres Trans está construyendo una agenda social y política para ellos.
Por ahora, un estudio reciente que elaboró el Servicio Amigable de Salud LGBTI para caracterizar a 130 hombres trans de la ciudad indica que, de ellos, el 95% no tiene trabajo estable y, por tanto, no está afiliado a una EPS. La mayoría fue expulsada de su hogar y terminó pegada a drogas baratas. Algunos de ellos salieron del anonimato tras el desalojo del Bronx, el 28 de mayo de 2016, y decidieron resguardarse de los latigazos de la calle en el Centro de Acogida Oasis, en Puente Aranda. Otros expenden papeletas de bazuco en el barrio Santa Fe. Otros putean a espaldas de La Mariposa, la escultura de Édgar Negret que hace 17 años simbolizó el resurgir del centro. Otros posan de machos cuidando bares. “Les hablamos de nuevas masculinidades y piensan que somos una rosca de maricas. Formarlos a ellos es difícil porque forjaron construcciones violentas para defenderse”.
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Su hermana dijo que le daba asco. Su mamá, que lo prefería muerto. A raíz de eso Johan Ruiz, un hombre trans de 30 años, decidió preparar un coctel de pastillas para matarse. Como no funcionó, sorbió tragos de un desinfectante doméstico y le encimó una botella de vino. Nada. Días después probó con una sobredosis de perico. Tampoco. Por esos días de salir −sin querer salir− de su crisis, vio pasar a Alejandra Restrepo, bisexual, 22 años, por la biblioestación
del Portal Sur de Transmilenio, donde él trabajaba. A ella le gustaron sus ojos color miel. Estuvieron juntos durante tres años y medio. Aunque hoy completen seis meses separados, aceptaron compartir su experiencia como pareja.
Lo primero fue lidiar con el machismo. Ruiz reconoce que es machista –ahora menos– porque quiere reafirmar su masculinidad, porque necesita demostrar que él ya no se deja de nadie. También porque es guarda de seguridad, y para ese gremio, dice, no reírse de un chiste machista es de maricas. “Me ha servido hablar con la psicóloga de la fundación, pero, sobre todo, formar una familia. Jhonnatan Espinosa es mi padre, el resto de chicos son mis hermanos. Si yo quiero llorar toda la tarde, pues allá lloro toda la tarde. Me siento más fuerte ante la soledad”.
En los primeros encuentros íntimos entre Ruiz y Restrepo, él no se quitaba la camisa. Tenía vergüenza de mostrar sus senos. Frustrada por no sentir el calor de su piel, ella tampoco accedía a desnudarse. “Lo malo del proceso es que muchas veces dejé de lado mis propias necesidades por dedicarme a él. Era su pareja y también su psicóloga: ‘Vamos al médico, yo explico la situación por ti’. ‘Te va a salir barba, tranquilo’. ‘Si te baja el período, no importa’. Lo bueno es que, paso a paso, uno va construyendo la pareja que quiere tener”.
Hace seis meses, le diagnosticaron a Ruiz un tumor maligno que crecía en su pecho debido a la opresión de las vendas con las que se fajaba. Hace un mes, le practicaron una mastectomía simple en la Clínica del Seno. En las próximas semanas le extraerán el seno restante. En su recuperación, su mamá y sus hermanos no aparecieron. Jhonnatan Espinosa y Alejandra Restrepo fueron sus enfermeros.
Mujeres trans, por cuerpos libres de silicona tóxica
Cuatro hombres salen a tropezones de un edificio. Cruzan la calle y se apostan en la esquina de la calle 21 con carrera 14, en el barrio Santa Fe, a repartir papeletas de bazuco. Policías en moto avanzan a ritmo de turista, juguetean con perros criollos y siguen su rumbo. Los ojos de la cuadra están puestos en una ambulancia que se parqueó a mitad de la vía. Los enfermeros levantan a un hombre trans que se desplomó sobre un andén. “Llevaba varios días sin comer”, rumorea la gente.
En el cuarto piso de un edificio de esa calle funciona la Red Comunitaria Trans. En cuanto uno cruza el umbral del apartamento, siente que está protegido de la miseria que transcurre afuera. Es un espacio pulcro. Los muros están pintados con los colores de su movimiento: rosado, azul celeste y blanco, pues no se sienten recogidas en el acrónimo LGBTI. “Ya no recibimos las sobras de los proyectos de gais y lesbianas”, dice victoriosa Yoko Ruiz, educadora comunitaria en la red.
Seis mujeres trans de formación empírica constituyeron legalmente la red hace dos años. Todas, en algún momento de sus vidas, han ejercido la prostitución. Aunque se mueven por localidades como San Cristóbal, Tunjuelito y Usme, su centro de operaciones es el barrio Santa Fe, en la localidad de Los
Mártires, donde queda la única zona de alto impacto permitida por el Distrito. En esa localidad permanece buena parte de las mujeres trans de la ciudad: allí
residen cerca de 120 –calcula Andrea Correa, secretaria de la red–, mientras que los fines de semana la población flotante supera las 500. Para precisar, estas mujeres permanecen en cuatro cuadras del Santa Fe.
Un estudio reciente del proyecto Mobilities at Gun Point, de la Escuela de Gobierno de la Universidad de los Andes y Parces ONG, entrevistó a 14 mujeres trans víctimas del conflicto armado que residen en la zona y todas coinciden en algo: después de ser perseguidas por su identidad de género en diferentes pueblos de Colombia, terminaron confinadas a un rincón de Bogotá, entre las calles 19 y 24 con avenida Caracas y carrera 18.
Como saben que atravesar la Caracas es pasear entre hijueputazos y miradas lastimeras, abandonaron la opción de acudir a las oficinas del Distrito y de ocupar otros sitios de la ciudad. “Si una chica trans no está en el Santa Fe, no tiene prácticamente dónde vivir. Ni dónde trabajar ni dónde comer. Sales de acá para que te alquilen una habitación y te cierran las puertas o te cobran más caro. Si quiero un apartamento digno y cómodo, pues no puedo, tengo que vivir en un hueco donde no me pidan tanto papeleo. Además, las chicas que viven acá están solas; por escoger su identidad de género perdieron a sus familias”, dice Ruiz.
Alguien que no frecuente el Santa Fe podría pensar que el barrio se ha acostumbrado a las mujeres trans, que el vecindario es amable porque las atiende sin lío en panaderías, restaurantes y peluquerías, que es tolerante porque no les grita chanzas a las prostitutas cuando besan a sus clientes en público. En cambio, alguien que conozca la dinámica del barrio sabe que a ellas se les respeta, pero a cierta distancia, desde los balcones de los edificios, y con plata en el bolsillo –es tolerancia lejos de ser equidad, es indulgente hipocresía–.
En la Encuesta Bienal de Culturas de 2015, que evaluó la diversidad cultural de Bogotá entrevistando a 15.674 personas, hay una respuesta que valida lo anterior. Ante la pregunta “Si una persona desconocida recibe burlas y agravios por ser lesbiana, gay, bisexual o transgenerista, ¿usted qué haría?”, la localidad que mostró mayor indiferencia ante la situación fue Los Mártires. El 22,6%, que equivale a 18.615 personas, no haría nada porque le importa un pito. A eso se suman las condiciones en que las prostitutas trans hacen su oficio: “Para las chicas cisgénero la pieza de una residencia cuesta 7.000 pesos, pero sí es para una chica trans cuesta 14.000, eso pasa acá… Cuando la chica cisgénero termina, inmediatamente le cambian las sábanas, le recogen los condones, el papel higiénico, limpian. En cambio, a la trans le toca ir a revolcarse encima de lo que dejó la otra…El mismo catre donde todas tiran con la misma sábana por días, hasta una semana. Estamos hablando de fluidos que generan infecciones de transmisión sexual. Todo eso es indigno”, dice Ruiz, quien pasó años en esos catres que resisten encuentros de 10 minutos y ahora se la rebusca en un bar multisexual, donde llegan parejas swinger, gais y trans.
Eso mismo ocurre con el resto de mujeres de la red: solo olvidan su raíz de trabajo sexual cuando concretan un proyecto. Ahora, por ejemplo, construyeron una escuela de formación, financiada por la Embajada de los Países Bajos en Bogotá, a la que llegan los martes y los jueves cerca de 28 personas de localidades como Suba, Tunjuelito, San Cristóbal y Ciudad Bolívar para aprender de políticas públicas, rutas para acceder al sistema de salud y liderazgo. A las sesiones han invitado a Matilda González, la mujer trans que consiguió crear los primeros baños mixtos de la Organización de Estados Americanos (OEA), en Washington, y a Amy Ritterbusch, profesora de la Universidad de los Andes que concentra sus reflexiones en el derecho a ocupar la ciudad. Sí, se trata de una escuela de formación política, pero también de un escape al voltaje de afuera. “Acá las chicas se relajan: pintan, chillan, se fuman un porro. Hablamos de culos, de vergas, de perico sin que nadie nos juzgue. No tenemos celadores ni rejas ni cámaras, y no hay necesidad: nadie se agrede”, cuenta Ruiz.
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La extinta Parces ONG elaboró un estudio cualitativo en 2016 sobre los principales problemas de salud que atraviesan las mujeres trans al transformar sus cuerpos. Por lo general, este proceso germina con el voz a voz. Un par les indica qué hormonas se deben inyectar, qué alimentación deben llevar, qué sustancias deben utilizar para agrandar los glúteos y los senos. En los 20 casos, todas mujeres trans del barrio Santa Fe, nunca hubo supervisión de un médico endocrino. Por otro lado, Alejandro Lanz, director ejecutivo de Temblores ONG, considera que los centros de salud no cuentan con información sólida para que estas personas tomen decisiones conscientes sobre su cuerpo. “En los hospitales las llaman por su nombre masculino por un altavoz, eso destruye su construcción identitaria. Como se sienten discriminadas en esos lugares, prefieren acceder a sustancias en la calle”.
Alejandro Lanz, director ejecutivo de Temblores ONG.
Silicón líquido. Grasas animales. Aceites de motor. Eso se inyectaron las mujeres que participaron en el estudio. “Para agrandarse la cola, algunas se aplicaban silicón. Se amarraban las piernas para que la sustancia no se moviera, pero es una lotería. A veces el silicón se esparce hasta llegar a los pulmones, y si llega hasta los pulmones el riesgo de morir es altísimo”, explica Lanz. En el Hospital Santa Clara, por citar un caso, han muerto seis personas
en los últimos tres años por inyectarse este tipo de sustancias. Ante esto, el Distrito creó el Servicio Amigable de Salud LGBTI, una estrategia para ofrecer atención diferencial a esta población. A febrero de 2016, había realizado 2.280 asesorías individuales y 370 tamizajes para detección de VIH, tuberculosis y diabetes. Aunque Ruiz reconoce el avance de este servicio, le resulta insuficiente: “Yo veo que allá diagnostican y diagnostican personas, pero no hay una atención verdadera: el médico no receta medicamentos ni sugiere tratamientos”.
Correa, quien lleva nueve años en la Red Comunitaria Trans y se ha enfocado en liderar tutelas para reclamar el derecho a la salud en este sector, dice que cada mes logra afiliar a la EPS a siete mujeres trans que viven con VIH y se asegura de que inicien un tratamiento retroviral continuo. Esto es vital para prolongar sus vidas, pues evita que otras enfermedades oportunistas pulvericen el sistema inmunológico. Por otro lado, a punta de tutelas, la red ha conseguido que tres mujeres enfermas por transformaciones corporales artesanales reciban atención en hospitales. “Logramos que el Estado viera sus casos
como asuntos de vida o muerte y no como procedimientos estéticos”. Gracias a eso Lucía** pudo retirar el aceite tóxico que le produjo una embolia pulmonar y ahora camina con prótesis sanas. Gracias a eso Jimena**, después de recorrer tres hospitales durante un año, pudo retirar los cúmulos de silicona que inflamaron su cadera y sus tobillos al punto de impedirle subir las escaleras que conducían a su casa, en un segundo piso. “Hacemos mucho, pero tenemos un problema: como no podemos costear un equipo de comunicaciones ni conocemos muchos programas de computación, no sistematizamos. Y eso es como si no hiciéramos nada”, comenta Correa.
Bisexuales, sin bandera de lucha
El Distrito no registra ninguna organización bisexual activa en la ciudad. Alejandro Lanz, activista de derechos humanos y quien se reconoce con esa orientación sexual, solo ha visto pequeños colectivos de este sector en las marchas. “Ni en Bogotá ni en Colombia existen organizaciones que cuenten con una agenda social y política para reivindicar los derechos de los bisexuales”. ¿Por qué? Lanz considera que la agenda de la población LGBTI siempre ha estado polarizada porque cada sector ha clavado la mirada en su propia bandera de lucha. Que el diálogo entre siglas es escaso. Los gais y las lesbianas se preocupan por la adopción y el matrimonio igualitario; las personas trans, por conseguir transformaciones corporales sanas y contener su persecución para ocupar la ciudad. “Quienes más han tenido poder y han priorizado la agenda en el movimiento son, sobre todo, los hombres gais blancos”.
Lanz añade que, si bien hay prejuicios contra la ambigüedad sexual de estas personas, este no ha sido un motivo suficiente para que se movilicen. Para él, no hay algo radical que distinga a los bisexuales de los heterosexuales ni de los gais, por tanto, no existe una violencia específica contra este sector por parte del Estado y de las instituciones. “La discriminación no se da porque a uno le gusten ambos sexos, sino por la identidad de género (ser trans) o por la atracción hacia el mismo sexo (ser gay o lesbiana)”.
Alfonso Venegas, en la mitad de la nada
“Como decía René Girard: somos una sociedad de la imitación. Yo imito al otro hasta cuando llegue a ser como él, y cuando sea como él, lo destruyo. La identidad no existe”, dice el fotógrafo autodidacta Alfonso Venegas en su apartamento del barrio La Soledad, en la localidad de Teusaquillo. Él vive poniéndose máscaras de acuerdo al contexto, y no porque no haya salido del clóset, sino porque disfruta jugar al camaleón, cambiar de roles todo el tiempo. Si se reúne con su papá y los amigos de su papá, o si va a una galería para presentar una exposición, prefiere jugar al señor rígido de corbata. Así es más amable el entorno. Pero a veces se levanta con ganas de probarse una peluca, delinearse los ojos y untarse labial.
Su más reciente serie, Muñequitas barbadas, expone esa dicotomía que es su vida, y está inspirada en un crimen de odio. El 16 de octubre de 2016, Brayan
Garzón, 22 años, heterosexual, recibió cinco puñaladas por la espalda en una tienda cercana a su casa, en la localidad de Engativá. Llevaba el rostro maquillado después hacer un juego con sus familiares en pleno baby shower de su hijo. Venegas y Fhër Riveros retrataron a 108 modelos, 40 de ellos hetero, con maquillaje y poses femeninas. “Yo me ubico justo en la mitad del género, de la nada. Lo que quise hacer es mostrar esos puntos intermedios que normalmente son ocultados: el hombre puede utilizar maquillaje y collar de perlas y la mujer puede usar corbata. Con esta serie busco trascender de los dos minutos de conmoción que dejan las noticias cuando transmiten crímenes de odio”.
Exposición Muñequitas barbadas, de Alfonso Venegas.
Lanzada en febrero de este año, Muñequitas barbadas se convirtió en una bola de nieve. Aunque Venegas prefiere montar vallas o hacer plantones con su trabajo (una ilustración suya estuvo en la audiencia de imputación de cargos del asesinato de Brayan Garzón, el 25 de julio de este año), ha exhibido sus fotos en la Feria del Libro de Bogotá 2017, en Casa Bakú, en la estación Catedral del Transmetro de Barranquilla, en la galería Lincoln de esa ciudad y, a mediados de octubre, regresará al Caribe para exponer en la Alianza Francesa. Alfonso Venegas no habla de transgredir, habla de educar. “Como las personas LGBTI somos muy resistentes, todo el tiempo estamos esperando que nos lancen una piedra para lanzar dos. Para que esto cambie, es necesario que la actitud sea más pedagógica que de resistencia. ¿Ir en contra del Estado? ¿Para que nos invisibilicen, nos vuelvan mierda, nos acaben? ¿No es más útil educar a un hombre hetero para que así alguien de su entorno salga del clóset y deje de sufrir?”.
Holanda Jiménez Montoya, lesbianismo a puntapiés
En la Casa de Igualdad de Oportunidades para las Mujeres del barrio Chuniza, localidad de Usme, Holanda Jiménez Montoya cuenta, orgullosa, que Naciones Unidas visitó por primera vez estas calles gracias a la gestión de una de sus organizaciones. Y no fue precisamente para planear un seminario sobre derechos humanos, sino para proteger su vida y la de 31 lideresas sociales que han recibido amenazas en los últimos meses. En un comité de evaluación de riesgo sostuvieron que recurren a ellas, como última instancia, tras no recibir respuesta de la Unidad Nacional de Protección. Todas han sido desplazadas de barrio en barrio, todas apuntan al Bloque Capital de las Águilas Negras.
En 2003, cuando los movimientos de lesbianas empezaron a incidir en las políticas públicas de Usme, una localidad que reportó ese año 5.916 casos de violencia intrafamiliar (el 77% de las víctimas fueron mujeres), Holanda Jiménez recibió su primer ataque. Un hombre de la costa le estalló una botella de vidrio en el tabique. Después le partieron todos los dientes del maxilar superior. Las palizas en serie produjeron que el lado izquierdo de su cuerpo perdiera sensibilidad, por eso utiliza a diario una codera, una férula y a veces un bastón. El último ataque ocurrió en febrero pasado, cuando celebraba con su pareja su cumpleaños número 53. A punta de cuchillas para afeitar y arañazos, un grupo de encapuchados le rayó el rostro a su compañera. A los pocos días recibió un panfleto: tenía una semana para abandonar la casa donde vivió por 26 años, donde comenzó todo.
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En el patio de una casa enorme, en el sector de Santa Librada, nació en 2010 la Red de Afectos LGBTI, una escuela de formación crucial para las lideresas comunitarias de Usme. Discutieron abiertamente –y por primera vez– sobre las políticas públicas del sector, el acceso a espacios de formación en convenio con entidades públicas y privadas, y sobre la experiencia de salir del clóset en familias binarias. Eddy Devia, una mujer casada y con hijos, era la dueña de esa casa, quien cedía el espacio.
Decidió hacerlo, según cuenta Jiménez, porque tuvo cáncer y a partir de eso dimensionó el hastío de las lesbianas que vivían con VIH y de las mujeres trans, hinchadas por tanto procedimiento artesanal. Devia dejó de ser recordada como una de las vecinas más veteranas del barrio para ser reconocida por sus parrandas multitudinarias, prendidas por las mujeres trans. “Ella fue el enlace definitivo para quitar la rivalidad entre las lesbianas y las trans”. Tanto así que la primera carroza de la marcha LGBTI que salió de Usme con rumbo a la Plaza de Bolívar se debió a un trabajo conjunto: las lesbianas hicieron la logística y las trans exhibieron sus mejores trajes.
El siguiente espacio en allanar fue la educación. En una localidad en la que solo el 42% de las mujeres mayores de 25 años ha terminado el bachillerato, según un estudio de la Secretaría Distrital de la Mujer, y donde hace una década buena parte de las mujeres lesbianas se dedicaba a aporrear superficies en obras de construcción, casi 80 de ellas han culminado la secundaria en jornada nocturna. Algunas hoy ocupan cargos administrativos y de seguridad. Les hacía falta, sin embargo, distraer la cabeza los fines de semana, hallar algo que derrotara el desamparo cotidiano.
La Corporación de Mujeres Lesbianas, Bisexuales y Diversas de Usme creó los Campeonatos Relámpagos de Microfútbol. Cada jugadora pagaba una cuota de inscripción y, al cabo de unas semanas, el equipo ganador recibía el botín. Diseñaron sus propios uniformes. Contrataron árbitros. Eso impulsó la popularidad de la pelota entre las mujeres, al punto de que hoy existen 30 equipos femeninos que coparon la mayoría de canchas de la localidad. “De las gradas solo llovían insultos, la sensibilización tomó tiempo. Nosotras comenzamos a hablar con las parejas de los hombres que jugaban, les mostramos que sus imaginarios eran prejuicios: no por ser lesbianas y bisexuales íbamos a tocarlas y violarlas. Les propusimos que hicieran un equipo y así empezó nuestra integración”.
El activismo de Holanda Jiménez ahora ha ido más lejos. Desde hace tres meses, ella y otras lideresas sociales empezaron a formar barricadas humanas en zonas altas de la localidad (Germania, Ciudadela Bolonia y Tocaimita) para detener el paso de microtraficantes y proxenetas. Esa acción, particularmente, disparó la llegada de panfletos. ¿Por qué sigue Jiménez? Esa es su vida: lleva 18 años liderando procesos y hace parte de 20 organizaciones. Quizá el tema que más le preocupa, no obstante, es el retorno de los ataques a las mujeres de la ruralidad. Un documento que prepara la Mesa de Derechos Humanos de Usme para presentar ante Naciones Unidas registra 15 feminicidios en lo corrido del año. La Policía, por su parte, solo reporta cuatro. Lo cierto es que han aparecido en los potreros cadáveres en bolsas de basura sin heridas contundentes ni señales de tortura. “Todavía no hemos entendido el mensaje”
*Periodista. Colaborador del periódico El Espectador.
**Por preservar su intimidad, estas personas decidieron omitir su nombre real.